Manuel Ignacio Moyano / Vida y obra de Giorgio Agamben

Filosofía, Literatura
Lector, si recibes esta última obra con indulgencia, acogerás mi sombra, pues, para mí, ya no existo.
Jean-Jacques Rousseau, Carta a M. d’Alembert sobre los espectáculos.
él fue quien gritó, él fue quien salió a la luz, yo no grité, yo no salí a la luz…
Samuel Beckett, De posiciones.

El film lo había enfurecido. Caminaba con paso decidido por alguna calle de Roma, la cabeza gacha, los hombros encogidos y las manos guardadas en los bolsillos de su fino gabán. Se guarecía del frío descomunal y de sí mismo. Llegaría y advertiría a su padre “la bajeza artística” de semejante film. Sin embargo, lo sabía de antemano, su padre estaría fuera de casa solucionando algún problema administrativo de su floreciente cadena de cinematógrafos que copaba, poco a poco, toda Roma. ¿Hablaría con su madre? Tal vez. Corría el año 1959 e Italia aceleraba su industrialización, aquella que la guerra y el fascismo habían demorado fatídicamente.

Ya dentro de la casa, se quitó el gabán y lo dejó colgado en el perchero encima de un tapado de su madre. Corrió a su habitación. Una vez dentro miró su cama, pensó unos segundos y luego recitó sonoramente, como probándose a sí mismo, “genialis lectus”. Ser hijo de la alta borghesia romana le había valido una próspera educación en los mejores liceos, con una formación filológica crucial, aquella que sería la cicatriz de su inteligencia. El latín y su soberbia lo llevarían a licenciarse en leyes en la Sapienza Università di Roma. Pero hoy nada de eso importaba; el corazón le latía fuertemente. Su furia lo hacía moverse por toda la habitación. Cada tanto miraba los anaqueles de su biblioteca y por un segundo parecía suspenderse la cólera. ¿Y su madre? No quería pensar en ella, no quería entrar en esos diálogos internos que no tendrían otro fin más que su propia resonancia. Del bolsillo derecho de su pantalón extrajo su paquete de cigarros, negros y largos, lo abrió y sacó uno. Se lo colocó en los labios. Quiso extraer del mismo bolsillo el encendedor, pero no lo halló. Con el cigarro todavía en la boca, se palpó el otro bolsillo del pantalón, y luego los de la chaqueta. No lo encontraba y comenzaba la desesperación recurrente en que se ve inmerso todo fumador ante la vida propia que el encendedor adquiere en su mundo de bolsillos y ropajes. Desistió y chistó entre los dientes un “porca miseria”. Esto hizo que el cigarro callera al piso, rodara sobre éste y se detuviera en la inmediación del último anaquel de su biblioteca de algarroba. La miró por segunda vez. Los lomos de los libros brillaron ante su mirada. Y ella posó sobre ellos, perdida. Como Narciso, se vio reflejado en ellos y sonrió. Por el rabillo del ojo derecho, una luz blanca lo llamaba. Giró un tanto y encontró su querida fotografía de Artaud que había pegado sobre una pequeña tablilla de madera, al modo de una lámina adolescente, que yacía apoyada sobre los volúmenes de esa parte. Vio el cigarro sostenido por la mano izquierda del francés, vio los ojos de éste escapándose hacia el cielo, vio sus manos invocando fuerzas extramundanas y vio bajo sus pómulos una sonrisa diabólica. Volvió a sonreír. Sin prejuicios por su arrogancia, se tomaba por un Artaud lleno de latinismos.

Viró noventa grados sobre sus pies, y se dirigió apresurado hacia el escritorio colocado bajo la única ventana de la habitación. Como ya entraba la noche y la oscuridad crecía, debió encender el velador ubicado en medio de libros, papeles y bolígrafos que abigarraban el escritorio. Se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla y se sentó en ella al tiempo en que se arremangaba la camisa de lino celeste. Su casa supo desde siempre, desde que recordaba, amparar los cuerpos bajo el calor hogareño. Pensó entonces, una vez más, en su madre. ¿Dormiría, quizás?

Ya impaciente, Giorgio Agamben revolvió el escritorio, moviendo libros y papeles, separando unos de otros, sacando las pequeñas hojas de jacaranda con que señalaba las páginas que le impactaban de ellos. Buscaba su bolígrafo preferido. Nervioso por la premura de encontrarlo y comenzar de una vez, se ofuscaba cada vez más. Una vez que dio con él, abrió el cajón a la derecha del escritorio y extrajo una nueva “carta giallina”, esas hojas amarillentas y anacrónicas sobre las que escribía, y la colocó directo frente a sus ojos. Movió la lámpara que se encontraba en la izquierda para que la sombra del bolígrafo no se proyectara sobre las letras por escribir, buscando que lloviera por fuera del papel. Este pequeño y decisivo ritual le llevó unos segundos. Finalmente podía comenzar. ¿Qué escribir? Se detuvo un tiempo. La impaciencia crecía. Sus ojos no se despegaban del pequeño espacio que regía entre la hoja en blanco y la punta de su bolígrafo. Su pulso comenzaba a temblar, pero el bolígrafo no podía apoyarse todavía sobre la hoja. Resintió la furia con la que había salido del cine. ¿Qué escribir? Una serie de citas cruzaban su frente a la velocidad de la luz. No quería levantar la vista, sabía que si lo hacía tomaría un libro y copiaría algunas palabras. ¿Qué escribir? Seguía mirando la pequeña caída desértica que crecía entre la tinta maciza y ese lago calmo que era la hoja. La furia, la impaciencia, los dolores crecían en esa distancia milimétrica; sus padres, Roma, la vida misma parecía írsele por ese pequeño rabillo, rabillo parecido al ojo de un alfiler. Su frente, que mostraba una calvicie incipiente, parecía tirar para arriba, como queriendo arrancarlo de ese terror. Su madre se desdibujo por última vez en sus pensamientos. Pero Giorgetto, como lo llamaban en casa, continuaba mirando esa pequeña distancia, sus ojos severos parecían sostenerse en ella, parecían ir contra la fuerza de su frente que quería enderezar la caída de su cabeza —la cabeza en caída de quien escribe. Y, sin embargo, no escribía nada. La distancia que en un principio parecía meramente vertical, de repente, comenzó a absorberlo todo. Ahora era multiforme y copaba todas las perspectivas. Ya no podía llamarse distancia. Ella era todo. Y él, para él, ya no existía.

Manuel Ignacio Moyano es Lic. en Ciencia Política (UCC). Doctorando en Filosofía (UNC). Becario doctoral CONICET.
Imagen principal: Guido Mauas, Doors.

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