1.- La consigna se repite, aunque no todos la cumplan. En la publicidad, en los discursos políticos, la “casa” vuelve a resonar como lugar de protección, espacio de salvaguarda. Sin embargo, no solamente no todos pueden quedarse en casa –la gran masa trabajadora no tiene esos lujos- sino que quienes pueden hacerlo experimentan un curioso extrañamiento con su propia casa. Cuando quedarse en casa significa alejarse de ella, encontrar en ella su dimensión ominosa.
Quedarse en casa parece impedir nuestra posibilidad de habitarla: el confinamiento en casa nos ha privado de ella, ha hecho de la casa una consigna publicitaria, un vacío en el que se depositan nuestras angustias, un basural subjetivo detenido en el tiempo, pero sobre el cual se abalanza el tiempo capitalista: en él se replica la oficina, la sala de clases, el jardín de los niños, la convivencia familiar y los almuerzos rápidos para asistir a una que otra reunión. La situación concentracionaria en la que nos encontramos ha visibilizado que lo que llamamos “casa” no es más que la reproducción más “familiar” del capitalismo. Incluso, podríamos decir que asistimos al cumplimiento de la utopía del ecologismo vulgar: por fin la tierra entera se ha convertido en nuestra casa. Eso se llama “globalización”.
Por cierto, no estamos en presencia del fenómeno en el que la casa se coloniza psíquicamente por los poderes alternos que la atenazan (cuestión destacada hace mucho por los teóricos de Frankfurt), sino más bien, se trata de que la casa misma se vuelve el lugar consumado del capitalismo. La casa se hace trizas en casa. No hay “afuera”, sólo una casa que todo lo colma y totaliza, exactamente como un globo al que recorremos infinitamente sin encontrar rugosidad u opacidad alguna: todo liso, la tierra efectivamente ha devenido plana, pero infinita. “Quédate en casa” puede ser la consigna de lo que se ha llamado emergencia sanitaria, pero es sobre todo devastación del habitar. Incendios por doquier, mares ácidos, plásticos repartidos por diversos rincones, cielos contaminados, tierras desertificadas, animales extinguiéndose sistemáticamente y el devenir de las ciudades despobladas.
2.- Nada habita ya el mundo, porque el globo –ese régimen liso e infinito de la equivalencia general- lo ha reemplazado. Todo está dentro, todo está afuera. El globo está aquí, no allá, el todo nos abraza sin contemplaciones cuando repite, incansable: “quédate en casa”. En ella, la sociedad se introyecta en la casa, la casa se ha vuelto la forma de la sociedad. Y los parques, plazas y calles se hunden en el silencio de un abandono. Cuando todo es casa, no hay más casa, porque estamos todos concentrados en nuestras casas, no podemos hacer la experiencia del habitar, como aquella que nos devolvió la revuelta de Octubre. No habitamos, ni acampamos, apenas seguimos al tiempo del capital ahora en el reducto de la casa.
Podríamos decir que Carlos V abrió la época de los “continentes”, Wellington enterró a los continentes e inauguró la era de la “isla” (Gran Bretaña); con la bomba atómica Truman enterró la isla y la consumó en “archipiélagos”. Pero ya no vivimos más en ellos, sino en reductos mucho más reducidos e inestables. Pequeños bloques de hielo o balsas que flotan sin ir a ninguna parte como capsulas espaciales a millones de kilómetros de distancia la una de la otra.
Entre cada cápsula un abismo exento de mundo nos espera. Y entonces la deriva concentracionaria se abre cuando el mundo se desvanece y nos aferramos a un resto de él en cada pequeña capsula en las que nos acompaña nuestra leve respiración, el cálido aire que nos atraviesa.
Salir de la casa se vuelve una proeza de sobrevivencia en la que no sólo nos encontramos con el abismo del universo, sino que además, debemos ponernos escafandra. Abandonados como el astronauta caracterizado en 2001, Odisea del Espacio por Keir Dullea (David Bowman) que sale a reparar la nave que ya no comanda porque le engaña, y sólo escuchamos su respiración dentro del mundo que sobrevive al interior de su escafandra. Asimismo, como en la película de Alfonso Cuarón Gravity, la protagonista Ryan (Sandra Bullock) flota de cápsula en cápsula para lograr aterrizar definitivamente (el habitar). La condición concentracionaria abierta por el coronavirus define esta singular experiencia, en la que sin continentes, islas ni archipiélagos naufragamos apresados en pequeñas barcazas abandonadas sobre las que nos aferramos desesperadamente y llamamos “casa” a un vivir completamente desprendido de cualquier modo de habitar.
Abril 2020
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Imagen principal: Ilaria Arpino, Solitude, 2018