Pedazos de palabras, ritmos ensordecidos, cuerpos encerrados; el presente ha llegado a la boca del lobo. Los pasajes que presentamos a continuación son derivas de un “gran encierro” que contempla a través de la ventana la mutación radical y veloz del mundo en el que vivimos.
EL COMUNISMO DE FREUD. El ritmo de los sueños y el arrojo a la catástrofe
a.- Comunismo.
Es natural pensar que la utopía se dirime en el marco de un “ideal”. El otro mundo estaría siempre en un “más allá” al que, paradójicamente, intentaríamos alcanzar sin jamás poder hacerlo. Si bien, la herencia kantiana marca decisivamente esa manera de concebir la utopía de los modernos (y su consecuente noción de revolución), resulta del todo pertinente atender la posibilidad que abre Sigmund Freud hace exactamente 120 años al pensar la dinámica onírica.
En La Interpretación de los sueños podríamos leer justamente una figura alternativa a la del “ideal” kantiano y, por tanto, una forma diferente de pensar la utopía, justamente en el sentido de un “lugar que no tiene lugar”. Freud marca tres expresiones clave que ofrecen legibilidad al trabajo desarrollado: la primera: los sueños serán concebidos como “cumplimiento de deseo”; la segunda: los sueños traen consigo la carga de ser “lobos con piel de oveja”; la tercera: el sueño se desenvuelve siempre como el “guardián” del dormir.
El primero –dirá Freud- permite realizar en el campo del deseo lo que no es posible hacer en la “realidad”; la segunda expone la carne del deseo, esto es, el que los sueños traen consigo un elemento sexual que no pasa por los filtros de la conciencia y que, por tanto, “evade” –en el sentido del 18 de Octubre chileno- sus diferentes mecanismos represivos abriendo nuevos repartos de lo sensible; la tercera fórmula, indica que, precisamente porque el sueño es cumplimiento de deseo y en él se despliega la dinámica sexual que ha saltado las vallas de la represión, él trae consigo una función tranquilizadora constituyéndose en el “guardián” del sueño: los sueños no “turban” el dormir –como habitualmente se piensa dice Freud- sino que resguardan el dormir porque acogen al deseo del durmiente, le dan lugar.
En la situación en la que nos encontramos por efecto de la pandemia, los sueños ocupan un lugar decisivo. Parecen incrementar su intensidad sensible en orden a posibilitar la resistencia a la situación concentracionaria en la que vivimos. Furio Jesi, justamente, -siguiendo a Freud de cerca- planteaba que en los momentos de “normalidad” (significante peligroso en nuestros días) los individuos debaten psíquicamente el acontecer de la lucha de clases. Los sueños –no lo dice Jesi necesariamente- podrían justamente constituir el lugar en que dicha lucha se desenvuelve.
Ahora bien, ¿qué significa en Freud “cumplimiento de deseo”? ¿Puede un deseo cumplirse sin agotarse? Digamos que la dinámica onírica tiene un modo de “cumplir” que no calza con la idea de “obra” que tenemos cuando vivimos la vigilia, ese extraño modo de ser en el que la burguesía ha encontrado la claridad, la tranquilidad, un viejo estoicismo en el que nada parece inquietar, pero que se apoya en una violencia sacrificial que actúa psíquicamente para que dicho estado (la vigilia) pueda advenir. En cualquier caso, el “cumplimiento” indicado por Freud denota, sin duda, un “trabajo” como frecuentemente subrayan los psicoanalistas. Pero es un “trabajo” exento de “obra”, si se quiere, enteramente “improductivo”; un trabajo de huelga general.
El sueño es un lugar en el que se cumple un deseo, sin realizarlo. ¿Cómo se cumple algo sin realizarlo? He aquí la dimensión paradojal de la dinámica onírica que nos permite conectar con la irrupción de la lucha de clases como batalla psíquica. Cumplir un deseo significa abrir un lugar que, originalmente, no tiene lugar.
En este sentido, la tesis freudiana dirimida en La Interpretación de los sueños debe ser pensada topológicamente: se trata de un “lugar”. Pero de un “lugar” que carece de un espacio pre-definido. Freud parece ingresar al lugar de la khorá platónica (Timeo 52b) encontrando, sino un mundo, al menos un lugar para aquello que en la tradición filosófica (la conciencia) habitualmente carecía de lugar.
El sueño es un “lugar” que no tiene un “espacio” cartográficamente trazable. Cuando despertamos y el peso del cuerpo nos acusa recibo del ingreso a la vigilia, no podemos sino “sorprendernos” frente a lo imaginado. La sorpresa es el santo y seña para el despertar, la clave que abre el mundo de la vigilia. Y entonces, experimentamos una suerte de metempsicosis –como la llamaría Platón: una transmigración del alma desde el mundo de los sueños hacia el mundo de la vigilia (y viceversa, cuando vamos a dormir), desde el mundo de la imaginación hacia el sufriente mundo de la “realidad” como indicaría Freud. Pero el sueño es un lugar y su dinámica de “cumplimiento de deseo” designa su capacidad por abrir un lugar psíquico, de poblar un mundo radicalmente desconocido que irrumpe de improviso.
La topología onírica muestra que la u-topía ya no puede ser pensada como “ideal”, sino como un lugar que nos atraviesa, una fuerza que nos habita y trastorna desde un interior que no nos pertenece. Justamente de eso trata el sueño: de habitar la noche. De habitar y recorrer su cuerpo, de poblar la vastedad de su océano de oleaje imprevisible. Soñar es habitar un lugar extraño a nosotros mismos.
Pero esta afirmación cobra mayor intensidad en los momentos concentracionarios en que nos encontramos: en la medida que la “realidad” se ha vuelto estrecha al punto de llegar a ahogarnos, los sueños ofrecen lugar, “cumplen el deseo” de habitar un sitio. La u-topía entonces no deviene “ideal” sino enteramente “imaginal” en la medida que no pervive en un “más allá” imposible de alcanzar, sino en el mismo lugar que, sin embargo, no tiene lugar, en la misma superficie que la conciencia no alcanza a percibir, en la materialidad que la sostiene sin saberlo (esa superficie el psicoanálisis le ha dado en llamar “inconsciente”).
Que sean “lobos con piel de oveja” es la aguda observación de Freud sobre los sueños pues expone abiertamente que no son simples “historias” ingenuas o absurdas, sino que portan una carga afectiva, una potencia erótica absolutamente decisiva con la que irrumpen el tranquilo escenario de la conciencia. Cuando soñamos devenimos otros, nos transfiguramos con el erotismo que porta y las imágenes con las que deslumbra. Ellas nos atraviesan, pero no nos pertenecen, traen consigo la mezcla y la desfiguración de toda perfección “identitaria”. La clave freudiana es que los sueños traen un nuevo reparto de lo sensible, otra configuración de los afectos. Sustrae a los mismos de la conciencia o, lo que es igual, les “evade” de las formas de la Ley. Son siempre otras, imágenes que no pueden devenir más que monstruosas frente a la circunspección cada vez más “criminal” de nuestra altisonante y cada vez más ridícula conciencia.
Reducto de historicidad, el sueño irrumpe como una revuelta en el campo colectivo, para hacer saltar nuestro propio tiempo histórico. En él dejamos de ser lo que supuestamente somos y, más bien, nos adentramos en un abismo que, frente a nuestro duro despertar nos parece inverosímil.
Nunca los sueños pertenecen al ámbito privado. Son cóncavos, exponen un exterior en un interior y, por más que se les quiera, no pertenecen al soñante porque no pertenecen a nadie. Son trabajos desobrados, potencias magmáticas que enervan cuerpos electrizándoles. El sueño es un modo de tocar a otros, de estar con otros porque el sueño no es más que el lugar en que la imaginación nos convoca cada noche para habitar el mundo. Porque, en estos tiempos de guerra, no se habita en vigilia, sino siempre en sueño. Por eso, el 18 de octubre fue una explosión de imaginación popular, un estallido de sueños que nos ofrecieron volver a habitar un mundo que había sido enteramente devastado.
Sin embargo, habitar ¿qué es? No se trata simplemente de poblar un lugar ya pre-existente, sino de crear dicho lugar en el instante en que se lo habita. Por eso, la u-topía no es un “ideal”: en cuanto “cumplimiento de deseo”, el sueño es una nuestra huelga general permanente, nuestro incansable desobramiento: ¡que sorpresa! -dice la conciencia; lo mismo que el poder dice de una revuelta. Esta última, es el instante en que pueblo piensa o, lo que es igual, el momento en que un pueblo sueña. Porque el sueño enseña justamente eso: que pensar es una modalidad del soñar, una manera de realizar un “trabajo” sin explotación, un “trabajo vivo” –si se quiere.
Un trabajo propiamente comunista, porque el sueño jamás nos pertenece y, sin embargo, lo habitamos como él nos envuelve con sus imágenes que guardan el dormir. Soñar es devenir comunistas porque en él el trabajo abraza un hacer sin obra, un “cumplimiento” sin resultado. A esta luz, el comunismo no puede ser un “ideal”, ni menos reducirse a un “partido” o a algún “régimen”, sino definirse en el incansable trabajo imaginal que hacemos cada noche al irnos a dormir. El comunismo está aquí: no en el “más allá” de un “ideal” inalcanzable, sino en la monstruosidad más íntima y, a la vez, más silenciosa como es la del sueño.
b.- Fascismo.
No puede ser ninguna casualidad el que casi veinte años más tarde el propio Freud haya planteado la fórmula “cumplimiento de deseo” en relación a la naturaleza de las instituciones sociales. Psicología de las masas y análisis del yo (1921) y El porvenir de una ilusión (1927) están estrechamente vinculados a su trabajo de 1900: La interpretación de los sueños. Pertenecer a una institución significa dejarse envolver por un sueño o, de manera más precisa, por una “ilusión” –dice Freud, agregando este término técnico ausente en La Interpretación de los sueños: que el padre “ama a todos por igual”. El General en el Ejército, Cristo en la Iglesia católica.
La estructura teológico-política denunciada por Freud en las dos instituciones que analiza, exponen cómo éstas funcionan sobre la base del “cumplimiento de deseo” que ya operaba en la realidad del sueño; pero que ahora, dicho “cumplimiento” deja de ser un “trabajo vivo” para convertirse en “trabajo muerto”: del “deseo” a la “ilusión”, del “desobramiento” ínsito al comunismo onírico hacia la realización de la “obra” de la escena teológico-política presente tanto en el Ejército como en la Iglesia.
El “deseo”, realidad libre entre los sueños, ahora es capturado en la verticalidad del “padre” que lo transfigura en “ilusión”. Ahora el comunismo que yacía en la cotidianeidad de los sueños, deviene “ideal”, tal como el propio Freud piensa la estructura imaginaria con la que opera el devenir institucional: el objeto (el líder exterior) parece coincidir con el ideal del yo (la promesa que condensa los deseos de la masa). El “ideal” a alcanzar –querer devenir “padre”- reproduce así la mítica escena de la horda primordial en la que, según Freud, ha girado toda la historia de la humanidad.
Del comunismo onírico y su topología imaginal, hacia la ilusión institucional y su cartografía representacional. La interpretación de los sueños deviene así en el verdadero tratado de an-arquía, Psicología de las masas y análisis del yo (y, posteriormente El porvenir de una ilusión) constituyen las piezas más prominentes en las que se analiza la cuestión del poder. Su distancia reside justamente en el modo en que el “cumplimiento de deseo” se entiende en la actividad onírica en un primer momento, y en la “ilusión” en un segundo momento: comunismo y desobramiento en la primera, teología-política y realización de una obra en la segunda.
No por casualidad, será Wilhelm Reich quien, en su posterior Psicología de las masas del fascismo de 1933 encontrará en el trabajo de Freud de 1921 su pivote conceptual más decisivo para combatir al economicismo marxista y su estrecho racionalismo cuya consecuencia política más grave, habría consistido en impedir comprender los avatares afectivos capitalizados por el fascismo. Justamente la transformación del deseo en “ilusión” y del sueño en “ideal”.
c.- Pánico.
En diversas partes del planeta miles no hacen otra cosa que soñar. La situación concentracionaria generada por la pandemia ha intensificado los sueños. Hacemos la experiencia del “cumplimiento de deseo” ofreciéndonos un lugar más allá de la casa. Esta última ha devenido ominosa (unheimlich) y entonces los sueños se han volcado a ofrecernos un nuevo lugar en medio de la situación en la nos encontramos.
Una situación que reproduce la estructura teológico-política denunciada por Freud, en la medida que los estados de excepción, las formas concentracionarias y la desesperación por una enfermedad invisible estallan en la forma del pánico: estallido inverso al de una revuelta. Si esta última anuda nuevos lazos, el pánico huye despavorido de ellos. Pero el pánico justamente denota la situación de excepción en que vivimos: cuando la “ilusión” no opera –dirá Freud- entonces la “masa artificial” se descompone irremediablemente.
El pánico al que hemos sido arrojados sintomatiza el momento de excepción en que la institucionalidad es suspendida, pero mantiene vigente la operatividad del poder, su eficacia como mitología de la “obra”. La suspensión histórica atribuida a la revuelta –a decir de Jesi- ofrece un lugar pletórico de contactos, en que se crean nuevos lazos y la intensidad del ritmo cruza con el destello del deseo.
La excepcionalidad institucionalizada, en cambio, no ofrece un lugar, pues lo destruye abiertamente disolviendo la “ilusión” a la que había sido sometido el deseo. En la suspensión de la revuelta adviene la fiesta que saquea, que incendia porque todo lo vuelca al uso; en la excepción del poder, adviene el pánico generalizado en el que experimentamos un quiebre del ritmo.
Durante la revuelta los sueños no alcanzan intensidad “subjetiva” porque están desplegados en la materialidad misma de la ciudad tomada. En el pánico, los sueños no encuentran lugar en la ciudad y se repliegan en el silencio de la almohada. La fiesta y el pánico; la revuelta y la excepción pugnan entre el desobramiento y la obra del sueño, entre el “trabajo vivo” y el “trabajo muerto”.
En Freud, el comunismo no reside en otro lugar más que en la furia del deseo, en la crudeza de una irrupción que proviene de nosotros, pero que no somos –o no queremos ser- nosotros. El deseo es fuerza anónima, colectiva, impersonal. Su captura en “ilusión” le personaliza en la forma de un “jefe” (el general del Ejército, el Cristo en la Iglesia Católica –dice Freud) Pues ¿acaso alguien controlaba la revuelta, acaso algo controla, finalmente al deseo? ¿No era la revuelta la revocación misma de toda “ilusión”? ¿de ese “modelo” que pretendió confundirse con la realidad del país?
Mayo 2020
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Imagen principal: Jenny Feder, Dreams, 2019