Exordio a la obra de Marco Matteoli, “Nel tempio di Mnemosine, L’arte della memoria di Giordano Bruno”. (Primera parte).
El erudito italiano, Marco Matteoli, ha vuelto a colocar en boga una veta –casi desconocida– en el variopinto pensamiento de Giordano Bruno. Se trata de la relación del Nolano con el arte de la memoria. Cuestión que, no obstante, fue considerado en algún momento por el tamiz hermenéutico del instituto de Warburg, por italianos como Paolo Rossi y por el filósofo español Ignacio Gómez de Liaño.
Matteoli vuelve a desandar en el olvidado arte mnemotécnico de Bruno, pero ahora con una cuidadosa y sutil interpretación de carácter filosófico de las obras que fueron publicadas entre 1582 y 1591. De modo que vuelve a suscitar esa huella mnémica olvidada. Ahora bien ¿Qué es el arte de la memoria?
Pregunta quizás no comprendida por Juan Mocénigo en la Venecia del último tercio del siglo XVI, y que fue la incoación de la trágica sentencia en 1600 contra Bruno. Matteoli, sin embargo, se sumerge en el corazón del pensamiento bruniano para desmitificar su arte mnemotécnico y restaurar el sentido que no deja de relacionar su arte con la experiencia práctica, que vincula al universo y al género humano en una íntima relación cristalizada en las relaciones sociales, en las tecnologías del sí mismo y en el conocimiento como tal.
En la obra “Nel tempio di Mnemosine, L’arte della memoria di Giordano Bruno”, recién publicada en Italia (2019) por Edizioni Scuola della Normale. Matteoli plantea la necesidad de volver a la compresión y a una nueva interpretación del Bruno latino, de ese Bruno que planteaba una reforma en las tecnologías cognoscitivas y prácticas de lo humano en la única mediación que hace posible el conocimiento, esto es, la naturaleza, remanencia de luz y vestigio de la divinidad.
En la primera parte de esta obra, Matteoli, identifica y reflexiona en torno a la idea de sombra[1], inherente al pensamiento no sólo mnemotécnico, sino que se extiende a las obras mágicas y a las escritas en lengua italiana, como una categoría gnoseológica-ontológica fundamental, patentada como aquella que hace posible la rectitud y búsqueda consciente en el sujeto, orientada a una apertura ontológica hacia la Verdad, pero también crea las condiciones que suscitan el total olvido de ésta. La sombra revela un doble aspecto, dado que es intermediación entre luz y oscuridad.
La metáfora de la sombra nace de la pregunta ¿cómo acercar lo infinito a la finitud de la propia experiencia? Que puede ser expresado también como aquellas condiciones que hacen posible la comunicación entre lo divino y lo humano desde experiencia de la mediación.
Esta mediación en Bruno no puede estar sino en el infinito horizonte natural, esto es, ese vestigio y el rastro de lo divino, que filtra la luz, esa afección espiritual, que por sí misma podría dejar ciego al contemplador tanto como si mirásemos el sol sin ninguna filtración óptica.
Si en Platón la divinidad no puede tener con-tacto y comunicación con lo humano a menos que sea por la mediación de un demon –eros–; Bruno, por su parte, pensará esta posibilidad de tocar la divinidad sólo en la mediación de su vestigio, esto es, el universo infinito. Es en la mole natural donde se manifiestan infinitas sombras que pueden velar o des-velar aquella luz inefable por sí misma.
De este modo la sombra exige un esfuerzo interpretativo constante en el sujeto cognoscente, generando en él aunar y concentrar todas sus fuerzas –tanto volitivas como cognoscitivas– para lograr vivir esa infranqueable experiencia de lo infinito. Lo humano, no obstante, también lleva dentro de sí una naturaleza lumínica –la phantasía– que hace posible resarcir un destino inexcusable en su condición de arrojado.
Esa luz interna permite a lo humano reconstruir en fragmentos la Verdad, abstrayendo en imágenes aquellas experiencias derivadas del infinito vestigio natural. Y así gradualmente entrar en comunicación con la divinidad por medio de sombras fantásticas. Si lo consideramos de otro modo, podemos comprender que en la exterioridad –donde el sujeto es parte– siempre existen remanencias de luminosidad que pueden ser internalizadas por medio de imágenes. Siempre existe sombra en la medida que existe luz. La sombra, por tanto, es el componente fundamental en Bruno, dado que plantea una sutil y compleja metafísica de la luz.
Matteoli explicará
«La sombra, en su sentido más profundo, es una metáfora del estatuto mismo de la condición humana: es el límite dentro del cual se produce y se construye el conocimiento de la verdad, pero también es el espacio en el que se encuentra la intuición del principio divino y sustancial que subyace a la realidad fenoménica[2]”.
Entonces la sombra permite vislumbrar la relación que puede tener lo humano con la divinidad sólo por medio de la mediación. Sombra es equinoccio entre luz y oscuridad; entre verdad e ignorancia y, entre encuentro y alienación.
En el plano cosmológico, la sombra es vestigio de lo divino, es ese «lugar común» donde se genera la vivencia como acto cognitivo, que no deja de concentrar sus fuerzas con vistas a unirse con su objeto de contemplación más digno, la imagen pura e inefable de la divinidad. Y en el plano cognoscitivo humano, en su propia inmanencia, la sombra simboliza la fuerza de la imaginación, de esa imaginación que ya su etimología bosqueja su profunda intimidad con la luz. De este modo colegimos que la Verdad de lo divino siempre habita en las las verdades de las cosas inmanente a la naturaleza o en las verdades de las sombras fantásticas, por lo que todo objeto de conocimiento de suyo es sombra. El autor dice que
“Conocer el mundo, sin embargo, es el único medio posible para reconquistar la verdad, gracias al valor semántico de los signos que se pueden leer en él, o las sombras de las ideas obtenidas del conocimiento de la naturaleza[3]”.
Es así como Matteoli explica que Bruno sabe que el conocimiento de la verdad en rigor no está en la divinidad, y que nada podemos esperar de ella. Es en la inmanencia natural donde existe posibilidad de toda caza de la verdad, pero sólo fragmentariamente y desde una progresiva operación práctica-cognoscitiva se puede quitar esos infinitos velos que cubren la belleza inapropiable y sacralizada de Diana –naturaleza–. Así como la naturaleza es vestigio de luz dentro de la opacidad de la materia, así la imaginación es vestigio de luz en la opacidad de sus imágenes.
Esa consideración sobre esta praxis es una constante reflexión y una inclinación a comprender esa compleja relación entre la unión cognoscitiva con la realidad natural para finalmente comprender la unión entre ésta última con la dimensión sustancial y primera, no ajena sino aneja en la dimensión natural. Incluso todo conocimiento lógico nace a partir de su encuentro con lo mundano que si bien permite la proyección, también permite la introyección devenido en sombra. Es aquí un hallazgo preliminar para introducirnos posteriormente al arte de la memoria de la Giordano Bruno: la necesidad inexorable de la multiplicidad de todo cuanto pueda existir mediado en lo viviente. La memoria no sólo tiene un mero papel receptivo-pasivo donde se albergan los recuerdos, sino que es un espacio siempre vivo, estratificado, cambiante, que condice con la vicisitud de las leyes naturales propias de la naturaleza. Matteoli esclarece que esa inmutabilidad del primer principio, necesita de la mutabilidad inmanente al cielo para legitimarse
“[…] el principio generador si bien es único, implica la necesidad de todas las cosas que toman cuerpo al interior y también de todos los eventos posibles (la revolución del cielo) a los que son sujeto. […] la mutabilidad de las entidades es el signo visible de un «orden» superior que abarca todo[4]”.
De modo que así como las ideas universales habitan en el interior de la dimensión natural y se proyectan en una estratificación compleja y dinámica de «infinitos proyectos que encierran el impulso generativo, y toda la fuerza productiva del principio original y divino[5]», así también la materia produce en su sustrato común entidades siempre diferentes entre sí, y que, sin embargo, funcionan desde una matriz eterna y unitaria, la única sustancia infinita que dentro de la matriz material hace posible la vida, creando determinaciones por medio de infinitas entidades dentro de su seno.
Es así como se instaura una mimética vital que hace posible la convergencia entre disímiles formas miméticas y toda posible definición – indiferente al primer principio–. La naturaleza, por lo tanto, lleva un « artista interior», conocido por los neoplatónicos y llamado por Bruno como intelecto primero, que es la facultad primera –cognoscitiva-anímica– del anima mundi, encargada de ordenar y de insuflar en todo el universo donde el aparato cognoscitivo de lo humano es parte y efecto de la inteligencia viva de la naturaleza.
Matteoli insiste en el carácter visual del pensamiento Bruniano, dado que es sólo por medio de la imaginación donde humano crea y hace experiencia, y la sombra se vuelve un auténtico espacio potencial para toda investigación, percibiendo, capturando, identificando, discerniendo y albergando con la finalidad de unificación y de comunión con la única sustancia. «En eso converge la compleja constelación de los conceptos que justifica de una experiencia humana realizada metódicamente y por medio de la «visualidad» imitativa fisiológica que pertenece a los objetos y técnicas del arte de la memoria[6]».
En el pensamiento de Giordano Bruno es imposible pensar sin imaginación y, por sobre todo, es siempre posible la perfección de unidad natural, donde lo humano no está ni fuera ni sobre ella, sino dentro de la incesante mutación y perfección inmanente a su único seno. En efecto, toda perfección de la totalidad de la naturaleza tiene como propósito profundo la unificación, devenida del registro ontológico de nuestra única y común sustancia. Lo humano podría llegar a esa unificación sólo en la mediación de la imaginación, como parte constitutiva de una dimensión natural que no deja de expresarse y perfeccionarse con vista de unificación y reconocimiento en la única realidad ontológica que, sin embargo, la ha producido.
No obstante, la imaginación en lo humano, es parte de un conjunto de facultades que operan recíprocamente, por lo que todas las operaciones cognoscitivas externo e internas (, sentido, fantasía, razón, intelecto, memoria) son parte finalmente de una única operación de la esfera cognoscitiva unitaria.
La memoria – hoy ubicada en el hipocampo– del mismo modo será la facultad que a través de un proceso dinámico y progresivo clasifica y acumula las experiencias fragmentarias del mundo para obtener una sola visión unitaria. La memoria es la gran potencia conservadora y asociativa de las imágenes que tanto los sentidos externos e internos han aprendido.
La memoria en el Nolano deja de ser caracterizada pasivamente; se define por medio de sus actos y no por medio de los objetos que la han caracterizado. La memoria es búsqueda. De este modo Marco Matteoli identifica brillantemente la tesis bruniana de la función tanto del recuerdo como de la memoria.
“El recuerdo, por lo tanto, no es una instantánea de un evento real, sino una elaboración «intencional», es decir, es el propósito de representar esas cosas, ese evento con todo aquello que puedo ser conectado a ellos. Bruno, por lo tanto, tiene una consciencia teórica del funcionamiento de la memoria muy moderna. No es lo estático de un depósito, sino la vitalidad dinámica de un espacio lógico-psicológico, en el que los recuerdos son entidades vivientes, modificables y en el que se complica una estratificación compleja de referencias y solicitudes emocionales[7]”.
Bruno restaura el espacio «vivo de la memoria» como lo ha presentado Matteoli. Es importante subrayar que la memoria no se reduce a lo meramente cognitivo de lo humano, sino que también se extiende al campo médico, ético y político de éste, puesto que es lo que hace posible el cuidado de la acciones humanas para su propia conservación y el bien común de la propia civilización. Matteoli, no obstante, advierte que «en la perspectiva infinita de la vicisitud universal, no puede existir memoria tan fuerte y estable como para contrastar la trasformación continua y eterna a la que se refieren todos los aspectos de la realidad[8]».
La memoria por tanto puede ser el espacio ya del progreso y conservación de lo bueno, pero también puede ser el espacio del anquilosamiento, de la conservación de lo paupérrimo en la rueda infinita y vicisitudinal del tiempo. Es desde la memoria dónde se podría comprender la «filosofía vulgar» de Aristóteles, filosofía que denunció Bruno como una falsa filosofía, dado que no estaba comunicada ni condecía el desarrollo siempre innovador de la propia cultura y de la naturaleza. Aristóteles es oscuridad y olvido, su filosofía es antinatural.
En los últimos capítulos de la primera parte de su obra, Matteoli, vuelve sobre la idea que concibe a la Naturaleza como anímica per se, « […] uno de los puntos centrales de la “filosofía nolana”, sea justo la concepción según la cual la naturaleza misma sea la primera “artífice” de las cosas que surgen en su “superficie[9]». Por lo que si pensamos en la dimensión natural siempre pensamos en una dimensión vital y productiva. La Naturaleza es artífice y «arte de las artes», Bruno «parte de la definición inicial de naturaleza como “Arte», para luego interpretar cada arte como una forma de producción natural[10]».
La idea bruniana de pensar a la Naturaleza como el Arte de las artes, restaura una categoría anímica inmanente a ella, esto es, el intelecto primero, cuya realidad toda está en todo lo insuflado. Matteoli recuerda que
“[…] En de la Causa, por ejemplo, describiendo la característica del anima mundi, se enfatiza repetidamente que es el eficiente interno de la naturaleza, atribuyéndole un «intelecto actuante» que es su «íntima, más potencia, más real y propia facultad y parte potencial» que actúa intrínsecamente en la materia como un «artífice interno», operando en modo inmediato en cada cosa y donde forma concreta a todo[11]”.
Si la naturaleza es el arquitecto de todas las cosas, entonces todas las cosas creadas desde su matriz son naturales y muy importantes, incluso aquellas que se presentaran como mínimas y en apariencia insignificantes. Matteoli mienta que «[…] en el horizonte de la complejidad natural, cada parte incluso mínima, sin embargo, es muy importante como elemento orgánico de una “providencia infinitamente grande”[12]». En este sentido, no se puede escamotear la naturaleza plástica de la propia materia, dado que es desde ella misma donde se producen nacimientos, intentos de preservación, muertes y renacimientos a través del artista interior –intelecto primero– inherente a su matriz infinista.
Esta misma dinámica de transformación ocurre en la memoria. Matteoli dice que « la memoria bruniana es conforme a una idea del escurrir del tiempo destinando al flujo y al movimiento continuo de generación y disolución: para Bruno el tiempo es el movimiento vicisitudinal de transformación del todo; es la Vida que vive en las cosas y a través de las cosas mismas[13] ».
La antropogénesis con Bruno se invierte en una formación de la propia naturaleza, donde lo humano no es más que una pequeña determinación natural e instrumento de expresión de la sustancia natural común. Matteoli dice que
“En realidad la naturaleza usa al hombre, su memoria y sus artes afirmar el valor de la misma acción en el contingente, prologando sus «órganos» y sus efectos no sólo hacia la medida «minuzzare», sino más allá de lo que es con constitutivamente escurridizo, transeúnte, para traer todo de vuelta en el lecho de perenne devenir, en el ilimitado horizonte de su espacio infinito[14]”.
Toda la primera parte de “En el templo de Mnemosine” puede ser comprendido como una íntegra introducción a la cuestión de la memoria en Giordano Bruno, que no deja de estar exenta de complejidad en su interpretación. Quizás las preguntas más recurrentes que vienen de esta primera parte se podrían resumir a ¿Es posible la vigencia del pensamiento mnemotécnico de Bruno hoy? En una época donde no se puede sino ver futilidad en las redes sociales, debilitamiento inminente de las instituciones que, en algún momento fueron interpretadas como lugares de legitimación soberana, fuerte efervescencia social en la esfera global, y por tanto un fuerte descontento y rechazo de la multitud a sus autoridades e instauraciones sistémicas. ¿Es posible imaginar lo inimaginable en una misma dimensión natural común? Quizás tendríamos que dejar de preguntarnos ese atávico cuestionamiento que remitía a la naturaleza de lo humano e invertirla en esa incierta pregunta en torno a la dinámica de la propia naturaleza cuyas leyes son ajenas a las creadas por lo humano. Lo humano –en el pensamiento bruniano– no puede escapar de esa inmanencia natural ineluctablemente que lo desborda.
La naturaleza tiene sus propias leyes, cuyas leyes lo humano no puede manipular ni condicionar. Matteoli explica que «la naturaleza no puede ser controlada de acuerdo con los principios que caracterizan la planificación humana, ya que se mueve de transformación en transformación, según el movimiento y el tiempo[15]». De modo que el tiempo eterno ha visibilizado las injusticias y alienaciones en desmedro de la naturaleza. El tiempo ha visibilizado también los inquietantes y mutables idiomas de las leyes divinas que reclaman lo que lo humano ha detentado por medio de sus propias leyes.
A contrapelo de toda consideración falsa de la naturaleza, Bruno plantea que para adquirir un arte absoluto, es necesario vincularse al principio que lo anima, el alma del mundo y obrar en unión con él. De lo que contrario, sólo hay enajenación y olvido. Matteoli nos esclarece que en el Nolano existe la inclinación –que también es propia del filósofo– a vincularse con la unidad sustancial. Siempre la vinculación del intelecto con la naturaleza se gesta a partir de la cooperación de éste con ella.
Es en esta cooperación donde se puede identificar un concepto fundamental, donde el aspecto visual es inseparable del conocimiento de la totalidad de la Naturaleza. Se trata de la «contractio animae». Matteoli dice que
“Contraer el –contractio animae– significa concentrar las funciones cognitivas al interior de sí mismo, a través de cierta representación interior, como una impresión emocional, una imagen, un idea, para que de toda la fuerza vital y mental con la que estamos equipados pueda ser transmitida en él con la mayor eficacia posible, logrando así un estado de conciencia potenciado respecto a los objetivos mentales que nos ponemos a nosotros mismos[16]”
La contracción del alma es, en primer lugar, un recogimiento del sujeto cognoscente que aúna todas las fuerzas cognoscitivas en una representación fantástica comunicada con el anima mundi y el intelecto universal. Está unión entre fuerzas cognoscitivas-vitales internas con la fuerza cognoscitiva-vital de la sustancia infinita, hace posible una práctica en las tecnologías del sujeto, siempre suscitado por un determinado fin en la cual el sujeto se sumerge. Matteoli explica que «en particular, el contractio animae consiste en una acción interna destinado a “contraer el espíritu”, convocar a sus fuerzas, esforzarse el alma para reflexionar “con el objetivo de comprender los propios reflejos y retener las propias ideas, y formar y concebir […] nuevas impresiones[17]».
Es en la contracción del alma donde se vincula la dimensión arquetípica –ínsita en las cosas de la naturaleza– con la dimensión física y umbral de la naturaleza, y ésta con la dimensión lógica-fantástica del sujeto cognoscitivo en una única contracción cosmo-ontológica.
Giordano Bruno deforma las Ideas platónicas separadas e inmutables ausentes de vida material, y las introyecta en la única sustancia natural común a todo lo viviente. Si Platón y toda su tradición junto a la tradición cristiana hicieron ver las realidades arcanas trascendentes como categorías exclusivamente teológicas; Bruno las coloca en una única y absoluta inmanencia material del cual es posible participar y ser parte de esa experiencia.
Es así como surge un nuevo modo de entender la comprensión. En Bruno el sujeto cognoscente en tanto comprende es comprendido. Si clásicamente se han entendido la compresión a partir de la adecuación entre sujeto y objeto – adecuatio re et intellectus–; en el Nolano esa comprensión se pliega en el propio objeto que captura al sujeto que contempla. De modo que siempre la comprensión se da en un juego de arrobamiento. ¿No es así como se ha comprendido el simbolismo que vincula a Acteón y Diana?
Matteoli en consecuencia reflexiona en los últimos subcapítulos de la primera parte de su texto, sobre el conocimiento de la unidad y de la relación de ésta con el sujeto que la persigue y la contempla para finalmente ser cazado por ella.
En la constelación bruniana existe una categoría que está relacionada a la pregunta ¿Qué es ser filósofo? Esta pregunta está implicada en todo el pensamiento del Nolano, quien tiene como propósito intentar depurar y restaurar. Me refiero al furor heroico. La teoría bruniana del furor heroico viene de una dilatada tradición que, desde Platón, había visto en la idea del eros un principio cognoscitivo-vital que provoca en el sujeto un auténtico entusiasmo. Un siglo antes, el neoplatónico Marsilio Ficino en su hermosa obra De Amore, Commentarium in Convivium Platonis, patenta que entre todos los tipos de furores, el amor es el más excelente. El neoplatónico Ficino dice que
“De todos estos furores el más poderoso y el más excelente es el amor, poderosísimo, digo, porque todos los otros tienen necesidad de él. Pues no conseguimos la poesía, ni los misterios, ni la adivinación sin una gran aplicación, ardiente piedad y solícito culto de Dios. Pero ¿diremos que el estudio, la piedad y el culto son otra cosa que amor? Por tanto, todos los furores dependen del poder del amor[18].”
Si bien Ficino reconoce que el amor divino es un una especie de furor digno y necesario, proyecta en él toda su impronta cristiana que ve en la divinidad una especie de persona del cual el devoto está totalmente fascinado.
Bruno en cambio no relaciona el furor divino con la divinidad que se manifiesta bajo el rostro de persona, sino que desvasa su objeto de contemplación en la realidad impersonal del universo infinito y homogéneo, esto es, la unigénita natura. Bruno es taxativamente anticristiano.
El furor heroico es una especie de furor divino que exalta el conjunto de facultades cognoscitivas propias del sujeto. El furor heroico implica esfuerzo de transformación del sujeto que no tiene otro fin sino que la unión con verdad divina. Matteoli explica que
“Los heroicos furores describen una práctica intelectual que permite al furioso moverse con ímpetu extremo en el umbral de la sombra circunscrita al conocimiento humano. La tensión de desafío intelectual heroico conduce al límite de la condición humana misma, es tal que, además de tener que recurrir a herramientas de saber, requiere la contribución constante de voluntad, del amor del corazón, “que significa todo el afecto en general[19]”.
El umbral de la sombra es desde luego la inmanente dimensión natural en el que el sujeto está arrojado. El filósofo de este modo está constantemente inclinado en una tensión con la sombra de la divinidad, es decir el universo, que no sólo es objeto de conocimiento y de luz, sino que también es objeto de posibilidad de olvido de sí y de una profunda ambigüedad. No obstante, el furor heroico empuja al sujeto a superar constantemente ese umbral
Es por esta razón que el filósofo debe no sólo usar hasta la fatiga todo ese conjunto de facultades cognoscitivas, sino que también su voluntad, esto es, esa infinita potencia natural volitiva –aunada con la potencia del Amor universal– que inclina al sujeto hacia lo inapropiable. Además implica subsumirse en imágenes que de suyo son afectivas-emotivas, dado que provocan o fascinan –usado en un lenguaje erótico– al sujeto creando deseo de conocimiento y búsqueda de la infinita belleza inapropiable. El mismo Bruno dirá en De la magia que
“El nacimiento de Cupido se efectúa en el cuerpo (nutrición, delicadeza, lujo), luego en el alma, donde se alimenta de las fascinaciones del espíritu, de las fantasías, lascivas o dignas de mayor consideración –en las cuales la belleza se presenta adornada de gracia–. La comida de Cupido, que impide su extinción, es el conocimiento de lo bello; pero el alimento que lo hace crecer es la meditación, es el demorarse de la fantasía sobre la belleza que se ha conocido[20]”
El Nolano es explícito en afirmar que el eros se alimenta de la propia imaginación. En efecto, son las fantasías las que suscitan el deseo y lo perseveran con el fin inalcanzable de apropiarse de lo bello –nunca apropiable totalmente–. El sujeto habita temporalmente en el goce de lo bello.
Si existe algo potencialmente viral, y por lo tanto potencialmente peligroso en el Renacimiento es el Amor. Era un saber en el corpus médico-filosófico árabe que no estaba olvidado en el saber renacentista. El mismo Ficino, que además de ser filósofo era médico, advierte en De amore
“Pero dirá, quizá, alguno, ¿puede un rayo tan ligero, un espíritu (spiritus) tan leve, una cantidad tan pequeña de sangre de Fedro, corromper a Lisias entero tan rápidamente, tan fuerte, tan perniciosamente? Esto no parecerá asombroso, si consideráis otras enfermedades que se originan por contagio como el prurito, la sarna, la lepra, la pleuresía, la tifis, la disentería, la oftalmía y la peste. El contagio del amor se produce fácilmente y llega a ser la peste más grave de todas[21].”
Desde la categoría del eros nace la cuestión del cuidado de sí mismo. Como ya se ha mencionado, Bruno se distancia de la teoría cristiana del amor divino. Así también se distancia de esa concepción hipostasiada del amor que concentra todo el deseo en un determinado ser finito. Bruno no comparte esa tradición provenzal erótica, llamada amor cortés, donde los poetas del siglo XIII le cantaban a su objeto de inspiración y que, tácitamente planteaba esa imposibilidad de apropiarse de su objeto de conocimiento y de deseo. En el Nolano ese deseo se presentaba como una cierta especie de estulticia, por lo tanto indigna y deleznable. La estulticia se explica por esa concentración de deseo en un objeto que, para los ojos de Bruno no es más que un ente accidental finito dentro de la única sustancia infinita eterna. Es un modo enajenado de concebir el amor y en ocasiones cercano a la locura. Bruno en cambio piensa que el objeto de conocimiento por excelencia es el universo infinito, la más digna contemplación divina, puesto que es su más digno retrato
Asimismo el furor heroico más que un logro de un determinado estado, es una tensión insoslayable entre la unidad de la interioridad del sujeto y la unidad de la interioridad del universo infinito. Es una tensión nunca colmada en la vicisitud de la eterna rueda cíclica del tiempo y, sin embargo, nunca idéntica a sí misma.
Matteoli plantea esa profunda co-pertenencia entre el sujeto y el universo infinito. Co-pertenencia que sólo puede ser mediada por la imaginación y revitalizada en la memoria vital de la vida infinita.
“«Sombra» y «espejo»: dos términos que, como hemos visto, son densamente significativos en la gnoseología bruniana, usada también en esta coyuntura para indicar la potencia y, al mismo tiempo, los límites del pensamiento, la fundamentación del yo en la sustancia de la naturaleza y, por el contrario, la pérdida de sí mismo, debido a su condición de singularidad en el horizonte infinito y universal[22]”.
Matteoli introduce magistralmente al corazón del pensamiento bruniano y nos suscita a pensar que Bruno no fue parte de la Modernidad, como muchos historiadores de la ciencia han pensado, sino que de la otra Modernidad, nunca realizada. Toda la Modernidad centró la experiencia en el propio sujeto humano. Bruno en cambio invitaba a la experiencia en el sujeto, pero de un sujeto que no está en lo humano, sino en aquello que lo excede, la naturaleza, que hace posibles infinitas formas de sujeto y que puede estar cualquier lugar. Sin embargo, pareciera ser que lo humano ha destruido la vivencia de esa experiencia. De este modo Matteoli entrega las huellas para volver a tocar dicha experiencia
“El camino y progreso del furioso es, por otra parte, trazado entre estos tres ejes cardinales: la divinidad intrínseca a todas las cosas, el mundo fragmentado de la experiencia y el mundo fragmentado y la fuente unitaria del yo, la cual podría generar una verdadera imagen del mundo, aun detrás del velo multiforme de las sombras fantásticas, si se captura en sus competentes productivos y vitales, como expresiones del primer principio[23]”.
El universo en sí mismo está vinculado y animado por el amor universal, «Vínculo de los vínculos«. El furioso lo sabe y es por esto que no tiene otro fin más que vincular su interioridad con la interioridad del universo, quien es el inapropiable «rostro de lo divino». De este modo no se trata de alcanzar la «visión de Dios», sino de saber que existe la intuición de lo divino por sí mismo dentro de la naturaleza. Ciertamente, puede existir un componente teúrgico entre Dios y naturaleza.
“En el intento de invertir el movimiento descendente, la tarea del filósofo es, de hecho, ascender a la verdad que está detrás de la naturaleza, a través de la naturaleza misma y el yo, ya que la naturaleza puede ser conocida no tanto como objeto específico –que es infinito–, sino que bajo las especies de las formas vitales que lo animan, como un «sistema universal» y, como en última instancia, como proyección e introyección de todo esto en la dimensión fantástica”.
En la obra de Matteoli podemos intuir esa profunda visión de la Vida infinita de Giordano Bruno que, sin embargo, sólo puede ser vista por medio de la imaginación y vivida en una inquietante memoria vital que no deja de reproducir mutaciones de formas en la alternancia visicitudinal del tiempo, en un memoria creativa de vida infinita y, sobre todo, de formas de vida infinita, tal como lo ha planeado la divinidad en la naturaleza.
NOTAS
[1] Bruno usa la idea de la sombra como una metáfora respecto a los límites del conocimiento. No obstante, también lo emplea a las potencialidades ignotas y productivas en la mente humana.
[2] Matteoli, M., Nel tempio di Mnemosine, L’arte della memoria di Giordano Bruno, Della Normale, 2019,p.32. [La traducción es mía].
[3] Ibíd., p. 42.
[4] Ibíd., p. 45.
[5] Ibíd., p.47.
[6] Ibíd., p.54.
[7] Ibíd., p.77.
[8] Ibíd., p.81.
[9] Ibíd., p.85.
[10] Ibíd., p.87.
[11] Matteoli,M., óp. cit., p.85.
[12] Ibíd., p. 90.
[13] Ibíd., p. 90.
[14] Ibíd., p. 90.
[15] Ibíd., p. 90.
[16] Ibíd., p. 95.
[17] Ibíd., p. 95.
[18] Ficino, M., De amore, Madrid, Tecnos, 2001, p.225.
[19] Matteoli, M., óp.cit.,p. 100.
[20] Bruno, G., De la magia. De los vínculos en general, Buenos Aires, Cactus, 2007, p.115.
[21] Ficino, óp.cit., 97.
[22] Matteoli, M., óp.cit.,p. 100-101.
[23] Ibíd., p. 101.