En la segunda presentación de mi reciente libro “INTIFADA. Una topología de la imaginación popular” organizada amablemente por la Comunidad Palestina de Chile y a cargo de Valentina Fajreldin y Emilio Dabed quienes generosamente hicieron el denodado y milenario trabajo de comentar, quisiera detenerme especialmente, en dos preguntas que formuló Emilio en su presentación y que, por el tiempo dispuesto en el panel, no pude responder. Emilio lee perfectamente el singular argumento del texto, suscribe gran parte de las tesis ahí formuladas y formula dos cuestiones: 1) ¿qué significa la emancipación en el tiempo en que nos hemos emancipado de todo, en que vivimos en una “sociedad libre”? y 2) ¿para qué sublevarse? Aparejadas a estas preguntas Emilio, entendiendo perfectamente que INTIFADA provee o intenta proveer de un vocabulario singular para comprender la revuelta, no deja de preguntar si acaso en dicha apuesta ¿no habría, de mi parte, una suerte de “estetización” del fenómeno?
Respecto de la primera pregunta, quizás, convendría contestar con otra pregunta: ¿emancipa la emancipación? Y, en segundo lugar: ¿la revuelta emancipa? Si atendemos bien al movimiento emancipatorio él se desenvuelve en un pasaje que va desde la esclavitud hacia la libertad, desde la no-persona a la persona; es decir, la emancipación plantea el problema antropogenético de un no-humano que deviene humano. Y sabemos que el término “humano” aquí no es neutral, objetivo ni universal. A su vez, sabemos que el devenir humano del hombre es un asunto de naturaleza técnica y política, antes que un problema de “naturaleza”. En estos términos, y de manera absolutamente provisoria, digamos que la “emancipación” –incluso aquella que comprende esta “sociedad libre”- implica un proyecto, una finalidad, en suma, una “obra”: el constituirse “humano”, el devenir “persona”, el llegar a ser “alguien”.
Justamente, frente a la emancipación de todos los ámbitos de la vida proveída por la llamada “sociedad libre” –asumiendo que la noción de “libertad” aquí desenvuelta no es del todo engañosa, sino efecto de su propia signatura- la revuelta no viene a emancipar, sino a algo mucho menos ambicioso como es la de “suspender el tiempo histórico” (Jesi): esto significa que suspende el estatus de esclavitud, pero, a la vez, no articula programa emancipatorio alguno. La revuelta abre un campo en el que no somos ya esclavos, pero tampoco se ha devenido propiamente “humanos”. Y esto es crucial: si por “humano” entendemos el efecto de una antropogénesis y, por tanto, un asunto de naturaleza política, entonces la revuelta es infra-humana, porque desafía la misma consideración que se tiene de lo “humano”, en la medida que dicha noción se desprende desde un determinado lugar de enunciación, desde una particular posición de poder que es capaz de, soberanamente, enjuiciar qué es y qué no es “humano”; qué está dentro y qué fuera de la “humanidad”. Esa capacidad soberana hoy día puede entenderse como “imperialismo”.
Por eso, podemos decir, al mismo tiempo que vivimos en una “sociedad libre” y que dicha sociedad se estructura constitutivamente en base a una “razón imperial”. La libertad es el término equivalente al poder porque ella se la ha entendido exclusivamente bajo el presupuesto soberano (la “soberanía de los actos” decía Tomás de Aquino contra Averroes). Es decir, “libertad” se comprende bajo el presupuesto metafísico de la “voluntad” y no de la potencia y el uso. Y es precisamente ante dicha realidad que la revuelta suspende los términos y expone la in-humanidad misma de lo humano, su in-fancia, el momento en que la libertad deviene la experiencia del uso y no la territorialización que apunta a la propiedad. Por eso, diremos, la revuelta no emancipa, sino que, más bien, constituye una experiencia que, como tal, saca fuera de sí a todo lo que toca.
Pienso que, en este caso, las preguntas de Emilio son mucho más “optimistas” que las de la intifada. En ellas, hay una pregunta por la justicia exenta de derecho, cuestión que suscribimos (como el propio Emilio sostiene), pero de una justicia que no se “alcanza”, sino que adviene en la misma irrupción del fenómeno. La revuelta es justiciera en su propio devenir. Por eso no necesita de tribunales, ni de abogados para alcanzarla. Ella derriba monumentos (como las pancartas que ondeaban en Tahrir con un Mubarak superpuesto a la estrella de David acusándole de traidor), destituye órdenes, es decir, realiza justicia en su mismo acontecer. Y por eso, tampoco cabría la pregunta que asalta al historicismo y que el propio Foucault habría querido problematizar de ¿para qué sublevarse? La cuestión del “para qué” resulta precisamente la cuestión problemática de la revuelta si acaso ésta se desenvuelve solo como “destitución” y, por tanto, apuesta por los medios puros y no de un medio para un fin a cumplir.
No hay “para qué” en el sentido de un futuro, sino el abrazo eterno de un presente. Finalmente: ¿estetizo la revuelta? Si por “estetización” entendemos el acto glorificante que monumentaliza una vida singular, diría que no. De ninguna manera o, al menos, no fue eso lo que habría querido expresar, incluso, cuando tocamos la cuestión del martirio. Simplemente intento comprender la dinámica imaginal que ella trae consigo y mostrar, a diferencia de las formas sacrificiales con las que se ha desenvuelto la filosofía de la historia, que la intifada expone la in-fancia de la humanidad, la singularidad de la experiencia que nos atraviesa epifánicamente y que, por eso, no puede reducirse a estetización alguna –al menos así lo entiendo. Pero, por cierto, puedo estar equivocado.
Por ahora, sea esta apostilla para responder a la enorme generosidad de las preguntas de Emilio en esa tarde de noviembre en que el mundo árabe y Chile devinieron uno y el mismo lugar.
Noviembre 2020