Asimilada la idea de que la lectura crea lo que Barthes (1993) llama espacio de goce, la siguiente tarea del lector-crítico como la de quien escribe, no deja de ser imaginativa. Cuando lee, no solo debe hacerlo de manera crítica, sino que también debe imaginar el lenguaje sobre cómo va a escribir su texto. Imaginar en el lenguaje del autor, de lo que lee, otro lenguaje que se configura como “el propio”, y del que surgirá su escritura. Si imaginar un lenguaje significa, como nos dijera Wittgenstein en sus Investigaciones Filosóficas (1988), imaginar una forma de vida, ¿qué forma o formas de vida podemos imaginar en los poemas que contiene el libro Luna ácida del poeta Mauricio Torres Paredes?
Según Jameson en sus Documentos de cultura, documentos de barbarie (1989), los textos diseñan sus recorridos y cuando nosotros los recorremos, tal cual, no estamos agregando algo. El libro nos propone las formas en que lo podemos abordar, estas formas hablan. Un camino simple a seguir, es a partir de lo que el libro nos muestra o habla de manera literal. La portada de Luna ácida (Quimantú, 2019), es el pasaporte del poeta; imagen que se compone del nombre de este, una fotografía, timbres, escudos de nacionalidad, firma y huella dactilar. La contratapa: Los tres espíritus de Selk’nam de M. Gusinde (1993). Una lectura simple, entonces, es decir que Luna ácida, es el nombre de un álbum de música electrónica en YouTube, y que también es una sustancia psicodélica, viaje lisérgico no individual, sino colectivo que se realiza junto a la tribu; un viaje ácido por la patria.
“Se pararon frente a mí la Pera loca,
el Flaco Tito, el Cabecita de oro,
la Yemyta, el Flaco Jaime, el Caredeo, la Lala,
el Pistera, Luchito el Bobo, Chino Marcelo,
Lito Litogua, Díaz Caballito y Díaz almeja (…)
Todos y todas miran para distintos lados
La vida da la vuelta en nuestros estómagos
Aún no necesitamos a los médicos
Rompemos la moral del sector
nuestra frecuencia hierbe desde la falla” (8).
Otra lectura, algo distinta, nos hace preguntar ¿qué es lo que nos permite ver, sentir, pensar esta Luna ácida? ¿Qué es lo que no nos dicen estos poemas? En una primera instancia, no nos dicen que trabajemos, no nos mandan a pagar deudas ni realizar repactación alguna, lo que sin duda se agradece. El desafío del lector frente a estos efectos del lenguaje sería, superar el juego inicial que se nos propone entre utopía y distopía, avanzar hacia una lectura diferente de los textos que nos extravían en esta dialéctica que parece casi ineludible; que nos hace sentir el vacío de la sociedad mercantilizada, y además pensar en todo aquello que la niega rabiosamente siendo parte de esta misma.
A partir de esto surge espontáneamente la pregunta de, si estos poemas, ¿perdurarán como insumo espiritual para los que nos sobrevivan?, no tenemos la respuesta. Lo que si podemos decir a su favor, es que inclusive en su negación, un poema es en definitiva una afirmación. Pues, valga la escritura de uno solo de estos poemas para reafirmar toda la existencia humana.
Pero proponemos al lector una tercera lectura, con el fin de que al ir a la búsqueda de Luna ácida, tenga presente, lo que se podría hallar como mínimo en un buen libro de poemas. Las heterotopías, según Foucault en las Topologías (2008), pertenecen a un tipo específico de espacio, que tiene dentro de sí poderes, fuerzas, ideas, regularidades o discontinuidades, se pueden clasificar según el tiempo o el lugar al que pertenecen y abren la posibilidad de crear nuevos espacios con sus propias lógicas. Ahora, ¿qué mundos —dentro de estos mundos que son los poemas de Mauricio Torres Paredes— podemos encontrar en Luna ácida?
Estos versos nos exponen a los mundos de la falla, “de la zona/ del sector / de la cuadra / de la esquina” (56). Nos exponen a la poesía de la crítica social de “la vida del dinero” (62), en la ciudad en ruinas o de la sociedad del consumo como la describe Baudrillard (2009). Al lugar común que evidencia un sentido kitsch del rito, de una danza primitiva de máscaras, “las máscaras que sosteníamos eran de los viejos dioses de esta tierra” (64). Al acto individual como acto antisocial a la manera de Artaud, pero que a estas alturas huele a podredumbre. En esta lectura, la poesía de Torres Paredes (Santiago de Chile, 1973), no logra salir del entrampamiento que aqueja a una poesía que se manifiesta e imprime como síntoma o malestar de la cultura neoliberal.
“Un supuesto Jumbo
símbolo del gran supermercado
Elefante mercader elevado
a la altura de un Gokú multinacional
invita a los monos a calcular
cuanto quema el sol en el sector” (60).
Evidentemente estamos aquí frente a una obra menor en relación a las grandes poéticas como son las de la tradición: Mistral, Huidobro, De Rokha y Neruda; lejos estamos también de unas de segundo orden como son las de Lihn, Teillier, Lira, Maquieira, Zurita o José Ángel Cuevas. Una poética menor, no de manera peyorativa, sino a la manera de Deleuze-Guatari en Kafka por una literatura menor (1978), a la que Torres Paredes se emparenta desde el inicio, es una poética que está en contra de las máquinas de poder o que se opone a los discursos dominantes inclusive, de estas mismas que la anteceden.
Siguiendo un camino menos habitual, para nuestra cuarta y última lectura, nos preguntamos ¿Qué es lo que no hay en este libro? No hay versos tóxicamente higienizados, neuróticamente cuidados, saturados de aburrimiento. No hay múltiples, heterogéneas y multiculturales referencias. No hay rimas ni sonetos para un amante de lo clásico. No hay un ámbito mítico, épico ni excesivamente onírico. En su choque con lo real, el poeta advierte leerse en el oráculo de sus propias mutaciones.
“Me encontré
intuyendo el I Ching
en un calendario Maya
Entre la toxicidad de la higiene extrema” (65).
Entonces, ¿qué es lo que hay? Hay un discurso manido que intenta cooptar lo real, pero lo real es aquello que —según Lacan (1953)—, se resiste a la simbolización. Hay por oposición al mundo de los de abajo, el mundo ausente o fantasma de los de arriba, al que no se parodia, sino que se le aborda desde la distancia crítica y el necesario resentimiento. Hay, no obstante, voces que hablan, voces que no hablan, y con las que el poeta dialoga. Hay en definitiva, una forma de vida que se vive singular, “hay una luz /siempre/ hay una luz” (65), nos dice Torres Paredes hacia el final de este libro. El lector tendrá que descubrir qué es lo que esta luz realmente ilumina.