Daniel Michelow / La violencia que todo lo da, la violencia que todo lo quita: Latinoamérica en la paradoja

Filosofía, Política

La pregunta por la esencia de la violencia revolucionaria guía el presente análisis. Dicha pregunta debe necesariamente ser hecha de manera doble: por una parte, respecto de la estructura de la violencia política en general y sus dinámicas internas y, por otra parte, en vistas a la naturaleza y posibilidad del fenómeno de la revolución en el escenario concreto de Latinoamérica. A continuación, ofrezco un bosquejo para ambos caminos.

Sobre la estructura y la dinámica interna de la violencia: autoreproducción

Dos posiciones filosóficas parecen resumir de mejor manera la comprensión occidental moderna de la violencia política. La primera, y más ampliamente conocida, es la de Hannah Arendt (1906 – 1975). La segunda, popular más bien entre especialistas y académicos, es la de Walter Benjamin (1892 – 1940). Una descripción rápida y general de las posiciones de ambos autores debería informar que la primera, la de Arendt, considera la violencia como un hecho prepolítico, vale decir, que el ejercicio de los medios violentos más bien debilita y orada lo público, entendido como el espacio propio de la libertad, que cimentarlo. Lo propiamente político sería para ella el poder que surge del convencimiento entre pares y la acción que emana de dicha unanimidad. En este sentido, poder y violencia no pueden ser equiparados, sino que “se oponen el uno a la otra; allá donde uno domina, la otra está ausente. La violencia aparece cuando el poder peligra, pero si se permite que siga su curso, lleva a la desaparición del poder. Lo cual implica que es un error pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar del poder no violento es una redundancia.”1 Sobre los medios violentos colgaría, en el pensamiento de Arendt, una clara advertencia sobre su peligro. La violencia tiene aquello que acá podríamos catalogar entonces como un carácter autoreproductivo, vale decir, haciéndose eco de la sabiduría popular, que la violencia genera más violencia.

Benjamin, por otra parte, propondría una idea llamativa, pero acorde a una tradición más robusta, en la que la violencia es equivalente al poder y por tanto no debe ni puede ser entendida como un fenómeno extrapolítico. Ella sería, precisamente, el faktum, el centro alrededor del que toda la acción política gira y, en este sentido, solo ella podría dar cabida, en un contexto de opresión, a un nuevo horizonte de libertad y a los correspondientes actores políticos que lo habiten.

Esta es la tensión dentro de la que parece moverse la discusión pública actual sobre el fenómeno de la violencia, sobre su legitimidad, sus límites y sus peligros. Entre su elogio y su desaprobación. Pero dicha tensión, así como se ha descrito, es evidentemente superficial, no solo porque aborda los pensamientos de Arendt y Benjamin de manera insuficiente y fragmentaria, sino porque los sucesos políticos suelen sobrepasarla con creces.

Empero, un despliegue más amplio de sus pensamientos muestra rápidamente que ambas posiciones operan más bien un movimiento de acercamiento mutuo que una consolidación de sus diferencias. Por una parte, debe conceder Arendt que la violencia –no cualquier violencia– tiene un rol preponderante en el origen de la esfera política, incluso llegando a aseverar que “todos estos fenómenos [insurrecciones, guerras civiles, golpes de estado] tienen en común con las revoluciones su realización mediante la violencia, razón por la cual a menudo han sido identificados con ella. Pero ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fenómeno de la revolución; sólo cuando el cambio se produce en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utilizada para constituir una forma completamente diferente de gobierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución”.2 La revolución queda por tanto, en la metódica arendtiana, unida al destino de lo político como parte fundamental de su génesis, un génesis que contiene en sí, como se dejará en claro a través de la comparación de las revoluciones francesa y americana en el escrito Sobre la revolución, la semilla de la libertad y la matriz del totalitarismo.

Benjamin opera una distinción inicial similar dejando en claro que hay una cierta violencia que no es ciega y que puede por tanto operar la modificación del horizonte sobre el cual lo público se desenvuelve, aseverando que “si la violencia no fuera más de lo que aparenta, a saber, un mero medio para asegurar directamente un deseo discrecional sólo podría satisfacer su fin como violencia pirata. Sería totalmente inútil para fundar o modificar circunstancias de modo relativamente consistente”.3 El primer motivo que mueve a Benjamin es la exposición del fenómeno de la violencia en su relación histórica con el derecho, vale decir, con ciertas formas políticas heredadas en las que prevalecería fundamentalmente la injusticia. El vínculo violencia-derecho no solo ha sido históricamente naturalizado, sino que, además –en las pocas ocasiones en que se lo trata temáticamente– es presentado de forma sesgada, desde el punto de vista de la consideración de la violencia como medio exclusivamente dedicado a la preservación del derecho imperante. La violencia que preserva es aquella que en la crítica de Benjamin es comprendida como opresiva, aquella que desde Hobbes ha sido considerada la legitima potestad del estado. Sin embargo, la preservación es solo una de las posibilidades estructurales que conforman el vínculo, pues en él está también contenida la estructuralmente necesaria posibilidad de la fundación de derecho. La posibilidad de fundar derecho es aquello que Benjamin describe en Para una crítica de la violencia como una “eventualidad estremecedora”4 para el pueblo, pues este puede intuir en ciertas experiencias fundacionales su propia liberación. Tal eventualidad toma forma como violencia revolucionaria que oficia, como se ha dado a entender anteriormente, como agente de modificación o fundación de nuevas circunstancias en lo político.

Como sabemos, la distinción que opera Benjamin no se agota ahí, pues la violencia revolucionaria no está per se mas allá del derecho, ni es capaz aún de generar una “esfera más limpia”5. La violencia, como la describe Benjamin en la primera parte de su escrito, puede ser tanto revolucionaria y agente de la justicia y de la liberación de los oprimidos, así como sustento de la opresión cuando se utiliza para la mantención del orden imperante, pero en ninguno de estos dos casos es liberada de su vínculo histórico. La violencia revolucionaria sigue siendo violencia de derecho, si se quiere, en una cierta negatividad, pero donde reina el derecho todo acto de creación de una nueva sociedad puede –tal es la comprensión central que mueve el texto de Benjamin– dar a luz a una sociedad de nuevos opresores. La revolución no está por si sola libre del carácter autoreproductivo de la violencia, razón por la cual debe Benjamin operar una segunda distinción, esta vez entre la violencia de derecho en general a la cual llamara violencia mítica y la violencia que ha sido liberada del vínculo o violencia divina. Tal liberación le concede a esta última, en los términos de Benjamin, el carácter de letal e incruenta.

Sin adentrarnos más profundamente en los caminos que nos ofrece esta comparación entre ambos pensadores, es posible, quizás necesario, apuntar al hecho desde el cual toda consideración de lo político debiese tener su punto de partida: la esfera de los asuntos humanos, como dirá Platón, así como la entendemos en occidente, parece fundar sobre una paradoja, pues tal como se la ha descrito se trataría de una promesa que solo puede ser cumplida en la medida en que se rompa. Es la promesa de paz que solo puede ser obtenida a través de la violencia o en los términos recién descritos, es un pacto por la libertad que puede ser consagrado solo en la medida en que nos adentremos en la violencia opresiva de tal modo que en ella y desde ella descubramos su propia superación. La clave para operar dentro de esta paradoja se encuentra, tanto para Arendt como para Benjamin, en el elusivo fenómeno que se mienta con el término revolución.

Latinoamérica y la revolución imposible

Se puede aseverar que aquellas regiones del mundo que deben ser categorizadas como territorios de absoluta presión6, se encuentran actualmente en procesos de inestabilidad social y política, caracterizados por olas de descontento transversal en sus poblaciones, que en muchos casos se han expresado a través de manifestaciones masivas y brotes de violencia. Los casos que se han registrado en Latinoamérica, donde podemos nombrar los estallidos vividos en Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, pero también ciertos países, entre ellos Brasil, que se encuentra en un inquietante estado de ebullición, que varios analistas han pronosticado como el epicentro de un próximo estallido7, parecen prestar un ejemplo perfecto para el presente análisis. Siguiendo la clave interpretativa que se ha expuesto, se deberá afirmar que dichos territorios se sumergen, a través de estos procesos, en la paradoja de la violencia. Una paradoja radical pues, tal como se ha descrito, puede impulsar el éxito en la obtención de la justicia ambicionada, así como también producir o fortalecer precisamente la opresión que se buscaba eliminar.8

Si se acepta la idea del presente análisis en que se concluye que el elemento central de la comparación Arendt-Benjamin es el carácter autoreproductivo de la violencia, entonces se deberá plantear, en vistas al panorama latinoamericano y mundial, que la fuerza revolucionaria que aspira al cambio político no puede querer su propia institucionalización o consolidación, sino que más bien debe buscar permanecer como el puro impulso incesante de apertura a la transformación radical. Un impulso que deberá mantenerse activo –incluso– sobre las nuevas formas políticas que él mismo podría haber generado.

Por otra parte, en vistas a las definiciones puestas a disposición sobre aquello que constituye una revolución, sería lo natural considerar que los movimientos sociales latinoamericanos no pueden ser catalogados como tales. Adolecen de la radicalidad necesaria y, por sobre todo, de la capacidad de subvertir completamente la esfera política en la que se generan. Son, más bien, impulsos de cambios de elementos contenidos dentro de un sistema que no llega a ponerse en cuestión en sus fundamentos. Los estallidos, asonadas y revueltas latinoamericanas si bien han traído cambios respecto del tipo de relaciones sociales, calificarían como aquello que ha sido llamado, desde hace algún tiempo, como revolución blanda9. Una revolución propiamente tal para nuestra época debería, según su definición, poner en cuestión la totalidad del sistema de dominación liberal, que, por sus propias cualidades, impone sus términos, no ya como dominio externo, sino como autodominio10, haciendo, al menos en los términos que nos son conocidos, casi imposible la revolución.

Sin embargo, y esta debe ser la consideración fundamental para dar paso a nuestra conclusión: el proceso latinoamericano no puede, en ningún caso ser considerado un ciclo pirata, haciendo uso del término de Benjamin, sino que, aunque inacabado, es una búsqueda genuina de la transformación y la justicia. Su espíritu es ciertamente revolucionario. Por lo demás,una revolución no puede nunca surgir de la nada, sino que más bien es el resultado histórico de un proceso constante que se logra, precisamente, en base a las muchas pequeñas revoluciones blandas, que deben inaugurar la posibilidad de lo revolucionario para nuestro tiempo, hasta que, en un punto dado, ya no sea posible reformar más, sino que solo revolucionar. El camino hasta ese punto transita por pequeños triunfos y enormes fracasos.

NOTAS

1 Arendt, H. Sobre la violencia. Ed. Alianza, 2018. Pág. 75.

2 Arendt, H. Sobre la revolución. Ed. Alianza, 2017. Pág. 36.

3 Benjamin, W. Para una crítica de la violencia. Taurus, 2001. Pág. 28.

4 Ibid. Pág. 29.

5 Ibid. Pág. 41.

6 Utilicé ya anteriormente esta categoría, describiéndola del siguiente modo: “El caso parece ser distinto a lo planteado por Weber: el que sea posible observar capitalismos exitosos –precisamente como ejemplo Alemania– tiene más bien que ver con el fenómeno que aquí llamaremos descentralización de la presión. Los territorios en los que se ha dado de modo suficientemente refinado el sistema capitalista son aquellos que logran desplazar, o más bien alejar de su centro territorial la miseria y la violencia. Un primer paso del proceso de descentralización de la presión –o desarrollo intermedio– es el restringir estos fenómenos a los extramuros de la ciudad, a su periferia. Un segundo paso –o desarrollo elevado–, como en los países exitosos, es exportar la miseria y la violencia a territorios extraestatales. En este sentido, el Wohlstand alemán, para seguir en el mismo ejemplo, solo es posible si ciertos estados de África o Asia (con los que se mantienen relaciones de capital) continúan siendo territorios de absoluta presión que no han comenzado el proceso de externalización”. Michelow. (2019). Comunidad y capitalismo. Una concepción filosófica. Iniciativa Laicista. (http://www.iniciativalaicista.cl/2020/06/03/comunidad-y-capitalismo-una-concepcion-filosofica/).

7 Robinson. (2022). El próximo estallido social ¿Cuándo y dónde? CTXT. https://ctxt.es/es/20220401/Firmas/39364/Andy-Robinson-crisis-alimentaria-estallidos-sociales-latinoamerica-brasil-lula-bolsonaro.htm

8 La paradoja queda claramente demostrada con resultados dispares y ambiguos en la utilización de la violencia como medio de transformación y liberación en las primaveras árabes que tuvieron lugar entre los años 2010 y 2012 y sus consecuencias que aún hoy se perciben.

9 Zizek, S. La revolución blanda. Atuel. 2004.

10 Han, B. (2014). ¿Por qué hoy no es posible la revolución? El País. https://elpais.com/elpais/2014/09/22/opinion/1411396771_691913.html


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