Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: en torno a Teoría King Kong de Virginies Despentes

Estética, Filosofía

En uno de los últimos capítulos del libro Teoría King Kong, Virginie Despentes realiza una lúcida y enérgica interpretación acerca de la película King Kong, dirigida por Peter Jackson en 2005, centrándose en la relación entre la rubia protagonista y el monstruoso primate.

El primer contacto en tal relación se da en una isla indómita y polimorfa, sin tiempo ni coordenadas -una isla, en principio, incartografiable-, y culmina en los opresivos laberintos de Nueva York, flaqueada por contingentes militares y elementos securitarios de todo tipo. En este sentido, Despentes hace de la oposición entre ambos escenarios un recurso de exploración sobre la potencia y las dimensiones imaginales de la vida, así como acerca de los dispositivos que intentan capturar a la misma, los cuales, en este caso, son ejercidos a partir de los mandatos de género imperantes en la civilización moderna.

Así, la figura de King Kong puede ser leída como metáfora de la proliferación de movimientos anteriores a la distinción de los sexos, pues, se encontraría “más allá de la hembra y más allá del macho. Es la bisagra entre el hombre y el animal, entre el adulto y el niño, entre el bueno y el malo, lo primitivo y lo civilizado, el blanco y el negro. Híbrido anterior a la obligación de lo binario. La isla de la película es la posibilidad de una forma de sexualidad polimorfa e hiperpotente. Eso es justamente lo que el cine quiere capturar, exhibir, desnaturalizar y finalmente exterminar.” (Despentes, 2020, p.131)

Ahora bien, esa hiperpotencia sin duda despierta una terrorífica fascinación en el poder colonial de la ciudad. Pero lo hace- y esto lo decimos nosotros- sólo en cuanto se minimiza la “variable” de los riesgos que podría desencadenar; es decir, en tanto la pavorosa fascinación de lo polimorfo ha de permanecer sometida, dosificada y administrada como un espectáculo circense. En este sentido, la empresa colonial que busca llevar a King Kong a la ciudad deviene un reservorio de administración energética, la cual, en última instancia, sólo puede desembocar en una hazaña destructiva.

Así, para dar cumplimiento a esta empresa colonial y poder capturar a King Kong con tal de conducirlo a la ciudad, el director usará a la rubia como anzuelo. Esto último, por cierto, se trata de una insufrible y trágica ironía de la industria del cine en torno a sí misma y al rol que cumple en la cultura de masas; ironía que, desprovista de real crítica, se contenta con sacar provecho de su propio escarnio al tiempo que reconoce la acción de producción y reproducción de estereotipos como su más tóxica realidad.

No obstante, resulta interesante detenerse en el vínculo que se va generando entre Kong y la protagonista, el cual excede cualquier tipo de dominación moderna. El inicio de tal vínculo, como dijimos, se da en la isla. Pero no sólo se da: también parece fundirse con ella, co-fundirse y confundirse con ella, como si sólo allí pudiera acontecer. Por medio de una multiplicidad de gestos y afectos que expresan un caudal de movimientos sensualistas e irreductibles a lo meramente sexual, la relación entre la rubia y el monstruo se hallaría configurada a partir de una extensión de la tonalidad afectiva que reina en esa isla sin reyes: la tendencia a la atonalidad, a la hibridez, al contagio y la mixtura expresa, en sí misma, la ternura de un erotismo sin exotismo. Así, en la isla, todo proceso de individuación parece expuesto al contagio, en plena apertura a la alteridad y susceptible de mutar más allá de sus propias condiciones intrínsecas. Y esto, precisamente, es lo que le sucede a la rubia en la isla: deja de ser la mujer que era en la ciudad y a los ojos de la civilización. Y deja de ser esa mujer sin necesidad de tener que llegar a a ser otra cosa, sin exigir una determinación; siendo una potencia que no requiere apelar a la actualidad, pues se trata, ante todo, de una potencia material y en ningún caso menesterosa o dependiente de su consumación como acto: es la vida rebosante y rebasándose a sí misma. En una palabra, en la isla, la rubia se ha aproximado “a su potencia fundamental.” (Despentes, 2020, p.133)

Pero dicho saber sólo será aquilatado por la rubia cuando se haya extraviado, es decir, tras ser embaucada por el director de cine que la utiliza como anzuelo para apresar a King Kong. Porque, según Despentes, la película nos dice que la Rubia, al menos en el momento en que decide volver a la ciudad para valerse por sí misma y no permanecer resguardada sobre la palma de King Kong, porta el peso de la civilización que le asignó la gloria. Esa gloria destinada a satisfacer el deseo de los hombres a través de una pantalla gracias resplandor que brilla en su propia cabellera. Por lo mismo, bien valdría pensar si tal “valerse por sí misma” que impulsa a la rubia a dejar la isla, no constituiría otro dispositivo de dominación encubierto: un cierto principio de autonomía que, en el fondo, quizás no se halle animado sino por el más herido orgullo patriarcal y de privatización de la potencia bajo la figura de la identidad y el orgullo personal.

Por otra parte, una vez que se transparenta la intención de la empresa colonial y King Kong es llevado y exhibido en Nueva York, se torna manifiesta la magnitud de la violencia del poder domesticador. Así, a nuestro juicio, la ciudad civilizada yacerá asociada a los impulsos de dominio, a las estrategias de instrumentalización y apropiación gestional, al afán de espectáculo y desenfreno, todos elementos constitutivos del progresismo en sus más amplias variantes, y que, tarde o temprano, terminan por depredar aquello que se le presenta a-la-vista y a-la-mano. Por ello, cuando el programa de exhibición de King Kong se sale de control y la bestia asola Nueva York en busca de la rubia, sólo allí habrá de mostrarse la verdad fundante tanto del proyecto civilizatorio como de todo tipo de progresismo: el doble programa securitario, es decir, el aseguramiento del goce y el goce que brinda la seguridad.

Pero creemos que esto nos habla de que hay algo -el elixir de un universo de vida- que resiste a la diversidad de dispositivos de captura, al mismo tiempo que revela el valor de la existencia. Porque la potencia común de la vida busca ser capturada por el poder con el ingenuo fin de hacerla rendir, de extraer de ella aún más vida: de maximizarla en tiempo y recursos, de privatizarla, de repartirla entre unos pocos para, finalmente, gozarla más entre menos. Productivizarla. Esto se encuentra a la base de dicha doble dinámica securitaria.

Así, hemos de preguntarnos lo siguiente: ¿En torno a cuáles rasgos se haría converger el aseguramiento del goce con el goce de la seguridad? Tendríamos que responder que lo hace en las acciones de separar el mundo en porciones y jerarquías; en las acciones de distribuir, de dilatar y acelerar la respiración, de administrar los espacios de sobrevivencia, las horas de diversión y los tiempos para los llantos y los orgasmos. Y que también lo hace en los ademanes que invisibilizan la vergüenza, que limitan la vergüenza, o bien que convierten a la vergüenza en un límite y a la mirada de lxs otrxs en una amenaza evaluadora, en una expectativa sin porvenir. Pero si tal reciprocidad dinámica de aseguramiento del goce y de goce es real, sólo puede descansar en los discursos que buscan disponer un control de la subjetividad sobre sí misma, que degradan se carácter de fluidez formal, de potencia polimorfa, a su mínima intensidad, constriñéndola a un destino ya dibujado, a un conjunto de prácticas y mandatos capaces de transformar dicha subjetividad desde sí misma y, sobre todo, de hacerla asumir tal transformación como norma, como natural y esencial, es decir, como único camino posible y deseable: como tarea y deber ser. Pues, al final, ¿qué representan los roles y las identidades de género sino eso: una atadura más, la sombra de una figura que aún nos pesa, una deuda cultural con un presunto origen biológico cuyo embrión, ya abortado, ha dejado en nuestro vientre la fantasiosa idea de sustancia, de verdad o de persona capaz de decir yo soy esto o aquello?

Si hay algo que nos han enseñado las teorías queer es justamente a realizar el ejercicio de la sospecha hasta sus últimas consecuencias: a volcarla sobre unx mismx. Porque no se trata sólo de criticar los esencialismos en abstracto o de asumir un cierto nihilismo como sustrato intocable e impensable que mora al término de toda labor deconstructiva. Más bien, se trata de ver cómo en esa labor de desmontaje es la misma acción de desmontar la que se va quedando sin herramientas o, mejor dicho, de ver, temblando en asombro, cómo el conjunto de tal acción deviene herramienta, medio puro, pensamiento sin fundamento externo que lo o haga tender hacia un fin. Ese “yo” esencial que parece subsistir a la deconstrucción del género se encuentra imbricado a la misma contingencia cultural que éste. En suma, las teorías queer nos enseñan, entre muchas cosas, un saber cómico: a desaprender lo que nos han enseñado.

Y por eso ni King Kong ni la rubia, ni la isla ni la civilización, son, en sentido estricto, tales o cuales. Y por eso, también, King Kong y la rubia pueden devenir otrxs, excediéndose a sí mismos y derogando su identidad. Asimismo, quizás sólo por eso sea posible la con-vivencia sin más, ya no sólo entre ambos, sino de ellxs dos con y en la vida misma. Y de nostrxs en ella.

Referencias

Despentes, Virginie (2020): Teoría King Kong. Penguin Random House: Santiago de Chile.

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