La insularidad como práctica teórica
Hagamos un poco de historia comparada de la filosofía a modo silvestre, sin planeación historiográfica ni rigor metódico: desde el marco de la filosofía universitaria, Chile es un país de lectorxs, no de autorxs. Los filósofos chilenos leen mucho y escriben poco. En Chile, los “especialistas sin creatividad” que practican la filosofía profesional comentan textos, promueven sucursales de pensamiento, desvían los disparos de la filosofía europea en forma de tertulia. Chile es un país de traducción de libros de filosofía, antes que de creación de obras filosóficas. En este espíritu beligerante, Patricio Marchant comenta: “hemos sido y somos la conciencia teórica de libreros e importadores de libros” (Escritura y temblor, 418). Por eso, Chile es uno de los lugares en América Latina donde la filosofía primera es la estética y no la metafísica o la epistemología. Un topoi en el que la “traducción” es el principal objeto filosófico y donde el poema, antes que el filosofema o el estratagema, tiene preminencia normativa en nombre del concepto. Chile es pensamiento filosófico de vanguardia que no pasó por la modernidad filosófica, mucho menos por la escolástica colonial o las ontologías amerindias, pues llegó directamente de las entrañas decimonónicas de la metrópoli. No es extraño, entonces, que Chile sea uno de los pocos lugares en el mundo donde el trabajo teórico sea valorado como ensayo literario y, para fortuna de los lectores, nuestras pesquisas “filosóficas” pueden tener un alcance público, institucional. Es más, con la suerte precisa o el pituto adecuado, algunas obras de pensamiento pueden aparecer en el comentario de libros del domingo o la matinal.
Como podrá notarse, estas afirmaciones “sociologizantes” que circundan con el descaro historiográfico, la osadía retórica y el lugar común, recuerdan el espíritu anti-corporativo de Patricio Marchant, una forma de práctica filosófica basada en el nihilismo de la tradición: “la filosofía en Chile no ha servido nunca ni ha pensado nunca adecuadamente” (Escritura y temblor, 417). ¿Qué significado pueden tener hoy día estas desoladores frases de Marchant? ¿Qué implicación estética tiene el nombre de esa isla llamada “Patricio Marchant” para el estatuto contemporáneo del discurso filosófico latinoamericano? ¿Cómo abandonar la pulsión insular, el afán de novedades, que tantas tesis doctorales inspiran los departamentos de filosofía en el país y que, a veces, se extienden a los departamentos de hispánicas en Estados Unidos?
La insularidad es un problema. La insularidad es un mal de exiliados, ficción de puerto y régimen de capitanía, pues como enseñó María Zambrano, una isla es una fractura, un desprendimiento violento de un pedazo de tierra (Zambrano, Islas, XIII). Pero una tierra fragmentada no compone una isla. Por consiguiente, la textura “filosófica” de Marchant es quizá la de una isla en tierra de islas, una fractura telúrica en continuo desprendimiento que, apropiándonos inoportunamente de las palabras de Lezama —“Cuba era una isla, Inglaterra era una isla, Europa era una isla y el mundo era una isla” (Lezama Lima, Coloquio con Juan Ramón Jiménez, 46)—siempre se termina por escribir con sensibilidad insular. La filosofía, en su origen, partió de las islas griegas, porque lo importante de las islas es su relación con el afuera y no su estrechez de tierra o de maneras. De tal modo que la figura crítica de Marchant, no la del profesor o la del fundador de instituciones, sino la del pensador solitario, es tan rara, anómala e importante para la historia del pensamiento latinoamericano que termina por rediseñar esa historia como un archipiélago aún más fragmentado. Marchant es uno de los arcanos latinoamericanos de la práctica filosófica entendida como lectura, al igual que Estanislao Zuleta en Colombia o Emilio Uranga en México.
Insistamos un poco más. Para la Filosofía Chilena aunque no la filosofía en Chile, Marchant es la marca única del filósofo marginado, el genio del único libro, la leyenda del personaje fuera de época. La firma del hombre póstumo. Ese malditismo que tiene eco con las estrategias epocales de Roberto Bolaño: la de odiar a sus compatriotas de manera furibunda, a veces sólo con la tripa y con poca razón, y en otras desvivirse de elogios a los más jóvenes para ir formando una retaguardia, una escena de avanzada, un frente de nuevas generaciones de soldados dispuestos a morir por un cuerpo (de filósofo). La filosofía es una manera de contener la guerra para aquellos que no son capaces de tomar las armas y, al mismo tiempo, una manera de provocar sangre por medio de resentimientos, envidias y paranoias. Lo sabía muy bien Marchant, los departamentos de Filosofía deberían desaparecer o entregarse sin ocultamiento a sus verdaderos dueños: las compañías transnacionales. Ese tiempo se ha consumado y la filosofía, hoy día, es un saber empresarial, hipótesis de fondo de investigación, pensamiento transnacional sin más. Por eso resulta tan incómodo para el discurso universitario hacerse cargo del nombre “Marchant” y tan cómodo para realizar homenajes, libros colectivos y discusiones de largo aliento en los paseos matutinos, pues Marchant entendió el pensamiento como circuito de amistad, como coloquio de paseantes solitarios.
Entre los muchos regalos amistosos que Marchant legó de manera póstuma, existe uno que las nuevas generaciones hemos asumido como una consigna irrenunciable: el estilo (o tono, o ritmo, o cadencia) como remedio contra la insularidad. El estilo no como trabajo con la letra, preciosismo escritural, o cultivo narcisista del yo, sino como un modo de pensamiento acorde con la lengua (hispano)americana, con nuestra lengua, la lengua de nuestras madres. Por eso resulta llamativo que, en Amor de la foto, vuelva a aparecer la madre como un problema de la lengua, de la lengua de la foto o de la lengua del estilo (la madre como estilo de crianza, estilo de vida, estilo de cultivo, sean de árboles, flores o plantas). La madre es la que enseña la lengua y, por tanto, la que enseña a leer el mundo, la letras y la imagen.
Los filósofos chilenos practican la lectura antes que la escritura; sin embargo, como recuerda con precisión Marchant, “no existe actualmente filosofía en Chile y no exclusivamente a causa del golpe militar y su represión, no existe desde casi ya cien años.” De tal forma que si es verdad que el “mal de la filosofía chilena” es un mal de lectura, ese “no se lee” o “se lee mal”, ese “mal-entender” es, en definitiva, un mal originario que tiene un fundamento materno. Las madres de los filósofos (chilenos) son responsables de la transmisión de la lengua a sus hijos, de esa “correcta” o “mala” transmisión. La respuesta a este problema filosófico —como sabemos‑ es Sobre árboles y madres (1984) y los proyectos nunca realizados o concluidos o abandonados: el proyecto de “Sobre árboles y madres II”, el proyecto de una “teoría de la lectura” sobre la literatura española del Siglo de Oro (Góngora-Gracián, las dos lenguas del iberismo) y, el libro que comentaré brevemete, Amor de la foto, un libro de madres ausentes, espectrales y muertas.
Foto(grafiar) a la madre
Amor de la foto es ese intento por pensar “no-ocularmente” la fotografía. Una ontología sin régimen escópico, una imagen olfativa o táctil que permita cumplir el reclamo de la madre –en este caso, Catalina Arroyo, madre de Carlos Leppe– : recuperar las fotografías que fueron arrancadas violentamente de la casa por el padre del hijo. Es verdad, “la perdida de la palabra” supone “la perdida de la fotografía”, la perdida del registro y un testimonio de la muerte, pero es un testimonio que quiere imaginar la muerte de la madre, el álbum que falta, como prolongación de la vida, como la vida que merece ser fotografiada, como el origen del pensamiento, de todo pensamiento singular antes que insular: el estilo, nuevamente. Si la madre es el origen de la filosofía y, por tanto, del estilo y el pensamiento, el origen está ineluctablemente anclado al poema, a la foto-grafía del poema. Fotografíar (a) la madre permite convertir el poema en imagen y la imagen en escritura, pues si a la ley del padre le antecede el poema de la madre, se sigue que de la madre sólo podemos tener imágenes, trazos, huellas, escrituras, foto-grafías sin orden alguno. Del padre, tan solo recuerdos. Con la voz del padre se escriben las memorias y los testamentos civiles, con el pulso de la madre leemos por la noche y escribimos a plena luz del día, con esa luz (photo) que nubla la vista y solicita las manos (graphia), pues aunque la madre esté muerta, ella es (siempre) la condición de posibilidad de cualquier ritmo, un ritmo adquirido pero olvidado, proveniente del del latido de su corazón detonado al parir. El ritmo propio inicia con el primer grito del nacimiento, el ritmo originario, y es obligación de filósofo rastrearlo, desocultarlo y definirlo.
Amor de la foto puede ser leído, también, como la pregunta de cómo un clásico es un “clásico” antes de su nacimiento; de cómo un ensayo sobre tres fotografías o de un ensayo sobre la cámara oscura terminan nombrando a la madre, la madre que falta. La lectura, la confrontación con Barthes es inevitable: la fotografía es un documento de lo vivido y no un testimonio premonitorio de la muerte. La fotografía es un efecto del trabajo de lo universal en lo singular —un teorema, el teorema de la madre— y no pura pasión contra la generalidad, el poema: “la tesis de Barthes en tanto insiste en la singularidad de la foto es, dijimos, evidente, pseudo-evidente, pero enteramente falsa” (Marchant, Amor de la foto, p.123). Con independencia si el juicio de Marchant contra Barthes es adecuado, su operación de lectura es filosóficamente relevante en una escala regional, ya que Amor de la foto fue compuesto en el tiempo en el que en la Argentina “todos eramos barthesianos” –tal como afirmó Beatriz Sarlo– o en el que Carlos Monsiváis escribía las mitologías de la mexicanidad por medio de “la búsqueda del sentido inalienable de las cosas.” Pero Marchant realiza un gesto mayor y más profundo: al leer a Barthes “lo lee” como filósofo y, con ello, transmuta la fotografía en un objeto filosófico: “la fotografía es theoria” (p.80). Le disputa el terreno de “lo fotográfico” a los semiólogos, a los artistas, a la crítica cultural y a la crítica de las artes visuales para convertirlo en estética, en materia filosófica.
Por lo anterior, cabe preguntarse ¿qué está leyendo precisamente Marchant de Barthes? ¿De dónde proviene el amor a la foto? ¿Son las fotografías un ramillete de imágenes legadas en una tumba vacía? El libro de Barthes es una preparación para pensar a la madre muerta como un singular-universal: un discurso sobre la Fotografía que oculta una fotografía, la de la madre muerta que celosamente no permite pensar en “otra cosa” más que en la madre, la propia madre que es al mismo tiempo la madre de todos. Como recuerda Barthes en su Diario de Duelo en la entrada del 4 de noviembre: “hacía las 18 horas: el departamento está caliente, mullido, iluminado, limpio. Lo hago así con energía, devoción (lo gozo con amargura): a partir de ahora y para siempre soy mi propia madre” (Barthes, Diario de duelo, p. 39). ¿Qué supone ser cada uno su propia madre? Para los que hemos perdido a la madre, que en el fondo es recuperarla siempre como imagen desvanecida y voz lejana, las palabras de Barthes y el juicio de Marchant resuenan con una violencia estremecedora: ser la propia madre es entenderse como álbum fotográfico, como papel impreso que registra el duelo en el ritmo de la propia escritura, como si enviásemos una carta como gesto de expresividad amorosa en la espera de una respuesta que no tiene respuesta. Amar la foto es fotografiar todo porque no tenemos nada. La fotografía devela la tumba vacía. La escritura entendida como tarjeta postal y como práctica de duelo, Derrida y Barthes al unidos por la misma experiencia espectrográfica. Por ello, la foto es una donación, pues el “álbum que falta” marca la falta al ser, justamente, la marca de la falta.
Para Marchant, Barthes postula insatisfactoriamente una ciencia libertina, una mathesis universalis que entra en constante conflicto con la singularidad expresiva de los objetos ya que la madre es un ser irreductible —una cualidad, un alma—, pues separar a la madre de la ciencia supone entender que no es posible una ciencia del singular como enseñó Aristóteles; sin embargo, la venganza kantiana es necesaria para trabajar el propio duelo, ya sea por medio de la imagen, la escritura o por ambas. La apertura estética de la madre requiere, entonces, de un ejercicio de écfrasis en el que la distinción entre imagen y escritura se torna problemática: Ut pictura poesis. La fotografía es una forma de écfrasis en tanto práctica de la descripción: katà ékphrasin (Hermógenes, Sobre las formas de estilo, n. 115). La fotografía puede ser definida, entonces, siguiendo a Hermógenes como “una composición que expone en detalle y presenta ante los ojos de manera manifiesta el objeto mostrado” (Teón, Hermógenes y Aftonio, Ejercicios de retórica, §118, §22 y §36). La fotografía es escritura de imagen antes que una imagen de la escritura. Por la conclusión anterior, se sigue que el trabajo sobre la fotografía no es distinto del trabajo sobre la escritura , pues fotografíar “la madre”, imprimir, es básicamente fotografiar a la madre, escribir: “Así, La chambre claire es un texto sobre su madre, para su madre, un suplemento de madre, la erección de su madre. Problema: dónde encontrará a su madre, cómo traerla a ella, sus rasgos, a él, hacia él: en una fotografía o en un texto escrito.” (Marchant, Amor a la foto, 125)
El problema que detecta Marchant del libro de Barthes es que, además de acusar al semiólogo francés de sostener un discurso emotivo antes que crítico, es que filtra una premisa imposible para la historia del pensamiento filosófico: el rastreo de la génesis de los conceptos filosóficos –conceptos como ser, alma o irremplazabilidad– en la figura de la madre muerta. Si la madre es el origen de la filosofía es porque aún es defendible la oposición entre ciencia general y dolor particular, entre Aristóteles y Kant, entre juicio determinante y juicio reflexionante, puesto que para Barthes —según Marchant— la proximidad con la madre implica un alejamiento del discurso filosófico. Y quizás tenga razón. Barthes no escribe ni pretende escribir, a diferencia de Marchant, un texto filosófico o un artefacto científico pues lo único que persigue es reducir la brecha entre él y ella, entre el hijo Barthes y su madre fallecida. La redacción de La Chambre Claire coincide con el Diario de Duelo, ya que la premonición y el mal augurio acechó incesantemente al autor: la muerte de la madre de Barthes ocurrida en noviembre de 1978 condiciona su escritura hasta la rápida aceleración de su muerte el 27 de mayo de 1980, como si Barthes anticipara, por medio del análisis fotográfico y el desprendimiento de la filosofía, su propia muerte. La “muerte del autor” es aquí más que una materialización de la justicia poética. La fotografía recuerda que toda muerte puede ser impedida, anticipada, imaginada pero jamás evitada, pues nada mas necesario de la contingencia que el propio accidente. Dieciocho meses más tarde, Barthes fallecía; diez años después, Marchant. La diferencia entre ambos pensadores, entonces, es que mientras que el primero optó por escribir hasta el último día; el segundo eligió el silencio de la lectura. Se confirma la hipótesis sugerida: los filósofos franceses escriben los libros que los filósofos chilenos piensan. Los traductores chilenos traducen las fotografías del pensamiento francés. Los pensadores chilenos, dignos de portar el nombre, trabajan los textos filosóficos como si fuesen fotografías. La fotografía es la filosofía primera.
Ángel Octavio Álvarez Solís, Instituto de Estética, UC
Imagen principal: Henri Cartier-Bresson, Hyeres, France, 1932/c.1980