Mi relación con Armenia -ante todo con la lengua armenia- tiene algo de íntimo y de legendario. Hace muchos años, Gianfranco Contini, un filólogo al que tenía y tengo en la más alta estima, me dijo que el apellido Agamben es sin duda de origen armenio. El apellido armenio Aganbeghyan se acortaría a Agamben, al igual que el apellido italiano Gianni deriva del armenio Gianighyan. Esto me lo confirmó más tarde, no sin cierta sorna, un monje del convento de la Isola degli Armeni de Venecia. En las tradiciones de mi familia, sin embargo, no había rastro de tal origen y el nombre -que somos los únicos que lo tenemos en Italia- se explicaba de otras formas más fantásticas, tal vez inventadas para ocultar el origen exótico.
Por lo tanto, mi identidad está dividida, pero esta división me parece contener algo así como una indicación preciosa. ¿Soy armenio, soy italiano? ¿Y qué significa ser italiano de origen armenio? Cuanto más se adhiere uno a una lengua y a una cultura -como yo me adherí todo lo que pude al italiano-, más tiene que haber una salida. Quizá el armenio sea esa salida para mí. ¿De dónde y hacia dónde? No del italiano hacia otra identidad más original o, peor aún, hacia una universalidad genérica. Más bien hacia ese otro lugar impensado que yace enterrado en el corazón de toda lengua y de toda identidad y hacia el que todas las identidades y todas las lenguas siempre han estado viajando. Ser italiano, ser armenio, no es un origen del que partir, es un destino que tal vez nunca alcancemos, pero hacia el que vale la pena encaminarse. Y en cualquier caso, como escribió el poeta para Ulises y su isla natal, es el destino el que te dará el viaje: «Ítaca te dio el hermoso viaje. / Sin ella no emprenderías el camino. / Nada más tiene ahora que darte».
Fuente: Quodlibet.it

