En los textos publicados en esta columna se habla a menudo del fin de Occidente. Conviene aquí no equivocarse. No se trata de la resignada -aunque lúcida y amarga- contemplación del último acto de un ocaso que Spengler y otros pseudoprofetas anunciaron hace ya demasiado tiempo. No les interesaba otra cosa que ese ocaso, eran, al fin y al cabo, cómplices y hasta presumían de ello, porque en las alforjas y cajas fuertes de su espíritu no quedaba absolutamente nada, ésa era, por así decirlo, su única riqueza, de la que no querían ser defraudados a cualquier precio. Por eso Spengler pudo escribir en 1917: «Sólo deseo que este libro pueda estar al lado de los logros militares de Alemania sin desmerecer por completo».
Para nosotros, por el contrario, la muerte de Occidente es la utopía feliz, algo así como la gleba agitada y el desierto de arena, que nuestra esperanza necesita no para encontrar en ella algún alimento, sino para apoyar sus pies, a la espera de arrojarla a la primera oportunidad a los ojos de nuestros adversarios. La muerte de Occidente no nos ha privado de nada vivo y esencial, por lo que la nostalgia está fuera de lugar. Y la esperanza sólo nos interesa como camino hacia algo que ya conocemos, porque siempre la hemos tenido y no estamos dispuestos a renunciar a ella. Es el rayo de luz vertical que se eleva desde el horizonte plano y sombrío de Occidente. Aquí sólo pueden morir los que ya estaban muertos, vivir sólo los que siempre han vivido.
Fuente: Quodlibet.it

