Traiciona su tradición
Habría en Derrida, como lo sostiene Gérard Bensussan, “una afirmación negativa de sí” (“Le dernier reste”, 2003). Resentimos en su escritura un temblor de circuncisión que se desplaza constatando un cuerpo, desde siempre, mutilado; escindido de alguna manera y condenado a la nostalgia de la suplementariedad desde su nacimiento o, para ser precisos, después de ocho días de nato, tal como lo impone la tradición judía. Serían ocho días en que se vive fuera de cualquier mandato, sin pertenencia y en el vapor de una alianza que aún no es consumada. No obstante, todo se “encarna” pasado este tiempo, imprimiendo en el cuerpo la orden que Dios da a Abraham y que hará posible el pacto:
De ahora en adelante, todos los niños que nazcan entre ustedes tendrán que ser circuncidados a los ocho días de nacidos […] La señal del pacto que hago con ustedes la llevarán en su cuerpo, porque es un pacto que durará para siempre (Génesis: 17: 12).
Sería solo porque hay circuncisión que Dios se apropia del cuerpo, permutando, confiscando y desactivando cualquier filiación con otra tradición alter-nativa. La “tradición, detengámonos un poco en esa palabra, siempre se traiciona” (Derrida, “El otro (autrui) es secreto porque es otro (autre)”, 2000).
Pero en esta guerra contra sí mismo, en la batalla que da Derrida con(tra) su “judeidad”, se expresa el “sí” y el “no” que él mismo indica frente a la pertenencia o no pertenencia a la tradición. Por un lado declara: “No pertenezco, de hecho, a la cultura judía” (“Un témoignage donné”, 1996). No obstante, reafirma 8 años más tarde en una entrevista realizada por Jean Birnbaum que “[…] pese a todo esto y tantos otros inconvenientes que tengo con respecto a mi “judeidad”, no la negaré jamás” (“Estoy en guerra contra mí mismo”, 2004) ¿Cuál es la ruptura entre este no-pertenecer radical y la adherencia inclaudicable? ¿hay tal ruptura?
Derrida es el judío menos judío de todos pero quien será judío para siempre sin desafectarse un instante de su herencia, aunque él mismo esté dispuesto a traicionarla con todo de lo que disponga: “Yo me veo frecuentemente pasar muy rápido frente al espejo de la vida, como la silueta de un loco (a la vez cómico y trágico) que mata siendo infiel por espíritu de fidelidad” (Derrida, Roudinesco, “Choisir son héritage”, 2011).
En su filosofía está la nostalgia y la búsqueda; nostalgia por el resto (el prepucio) y búsqueda de la prótesis (el fantasma). Fórmula conmovedora que se dirige al cuerpo y que se ritualiza en torno a la sangre, el dolor y la marca: “Circuncisión, nunca hablé más que de eso” (Derrida, Circonfession, 1991). Es un cercenar que sentencia pero que a la vez impulsa. Hablamos de un corte que precisa la marca, define la ausencia de lo suplementario y archiva entonces una tradición; tradición caligrafiada en la carne, con tinta roja, durante el rito del Berit Milá (בְּרִית מִילָה); instalada e impresa y que promueve en Derrida una suerte de filosofía protética, de lo que perdió su forma primera al momento de la hendidura, en ese justo, único y singular instante en que la hoja del cuchillo, manipulada por el mohel, se hace una con la piel.
Sexualidad textual
Todo esto se acopla al texto derridiano, a su forma y contenido, el que debe ser intervenido para revelar algo así como su propia y secreta verdad suplementaria. “´Circuncidar al texto, hacerlo sangrar hasta encontrar en su cuerpo, y de manera concreta, en su sexo, la huella del Nombre” (Cohen, El silencio del nombre, 2016). ¿Cuál sería aquí el “Nombre” que propone Esther Cohen? Y por otro lado ¿qué quiere decir “el sexo” de un texto? Las palabras utilizadas son enigmáticas, terribles al mismo tiempo, pero revelan el desplazamiento a modo de pulsión que se daría entre la circuncisión física y la intervención deconstructiva de un texto cualquiera. El sexo, así, no podría ser otra cosa que aquello que se esconde tras la performatividad de un texto, de su puesta en escena; un texto-sexual o una sexualidad-textual que revela algo así como la estela de una escritura y de su sentido, la que de todas formas resta imposible y solo queda dar con la “huella del Nombre”.
La operación, como sea, requiere de la “estrategia” que emparenta a la circuncisión con la deconstrucción: circundar la deconstrucción, deconstruir la circuncisión. Aquí, también, hay alianza. “Un texto circunciso ocurre en el cuerpo y en su parte incircuncisa” (Derrida, Circonfession, 1991).
Hablamos, finalmente, de un pensamiento que se circuncida y que se disemina a través de un lenguaje, también, en búsqueda del resto espectral que se integró para siempre en el inconsciente derridiano.
La sangre, la lengua
¿Sería posible, de esta manera y siguiendo la ruta trazada por la herida, por la hendidura ritual que infringe dolor y donde la sangre se ve tan cruda y explícitamente implicada, tal como lo señala Abraham Abulafia, cabalista del siglo XIII: “Derramar la sangre de las lenguas”? ¿se abre, a partir de ese primer momento sacrificial, desde este sangramiento diseminado, (que aunque sin camino trazado es destino y errancia a la vez, destino en la errancia, la errancia del resto: “destinerrancia”), al menos una intuitiva zona desde donde surgiría toda la filosofía de Jacques Derrida?
Así, es esta misma incisión en la carne la que ha debido, en distintas épocas, ser ocultada y escondida como un secreto de cara a la barbarie que no ha sido sino la gran historia del pueblo judío. Nos referimos aquí al pueblo errante que se libera de Egipto comenzando su éxodo y distribuyéndose –a lo largo de milenios– por Europa, Asía y África, y no al actual Estado de Israel y al genocidio perpetrado contra el pueblo palestino.
En esta misma línea ¿podemos pensar que cuando el pueblo judío se sedentariza y adquiere su condición de estado-nación, se desata y comienza la violencia genocida que acometen diariamente? ¿viola Israel su errancia, su diferir, cuando es instalado, in-movilizado y no puede sino comenzar a entender que hay límites que deben ser defendidos y eliminar, entonces, toda forma de amenaza? Si aventuramos al decir que la errancia judía es la diseminación derridiana, que la diseminación es la diáspora, sin origen ni redención más que en la promesa del eterno divagar, este mismo pueblo pierde aquella diseminación irreductible a cualquier comienzo y más bien, al fijarse en un territorio, lo que lleva adelante es una “inseminación”, es decir, una obturación al sin destino. Así el pueblo judío deja de ser metáfora de un significado permanentemente diferido y se constituye en lo “instituido”.
El pueblo judío fue circuncidado una vez que fue fijado; circuncidado en su diáspora, en su éxodo, quedando entonces, y en la medida que pasa de pueblo a Estado, anclado en la nostalgia de una errancia interrumpida.
Lágrimas
“[…] debo decir que pasé toda mi vida enseñando para entender, finalmente, aquello que mezcla la sangre, la oración y las lágrimas […] (Derrida, Circonfession, 1991). El dolor pudo acallarlo pero él inexorablemente encalló en las lágrimas; no se trata aquí de lágrimas por algún dolor particular, sino de esa suerte de fundación lagrimal que lo acompañó desde y para siempre y de la cual ni siquiera tiene memoria pero que, al final de todo, no puede sino venir acompañada de sangre y oración. Entonces, y si nos preguntamos otra vez dónde está el origen sin origen del pensamiento de Derrida, sería aquí, en las lágrimas que emergen desde un tiempo inmemorial en el que no decidió sangrar ni ser orado, pero en donde encuentra la estructura más definitiva de su propio ser, su no-memoria, la misma que lo devuelve al sentido sin recuerdo de su nostalgia suplementaria. Como lo apunta Caputo “[…] es la pasión de la deconstrucción, que provoca las plegarias y las lágrimas de Jacques Derrida” (The prayers and tears of Jacques Derrida, 1997).
La fecha y Shibboleth
“La circuncisión no tiene lugar más que una sola vez” (Derrida, Schibboleth, pour Paul Celan, 1986).
Si Derrida busca decir con esta frase que la circuncisión se relaciona con una fecha específica, determinada y en un espacio-tiempo únicos es que, efectivamente, el acto mismo, el rito y la cortadura, se ejercen nada más que una sola vez.
De esta manera la circuncisión y la fecha que arrastra consigo es algo mucho más general; la estructura general de una tradición que se archiva por primera y última vez, no existiendo algo así como una re-circuncisión o una segunda circuncisión. Esta ya fue, tuvo su lugar, su principio y su fin, su momento y presente ritual.
¿Qué es lo que queda de una fecha que no recordamos, de lo que no tenemos imagen y de la que, ni siquiera, hay memoria del dolor? ¿cómo puede ser un momento tan determinante para reproducirse a lo largo de una vida entera si de ese mismo momento no hay recuerdo?
Diremos entonces que el sentido del dolor, su capacidad extraordinaria para definir los contornos de todos los movimientos existenciales de aquel que fue circuncidado es, precisamente, olvidarlo. Si el dolor tiene algo así como una “potencia de iterabilidad”, ésta no puede más que acogerse en un registro traumático que duele sin doler, que se re-siente sin recordar y que, al final del camino, se recompone como todo rito lo hace, en la repetición de su siempre extensivo simbolismo.
Ahora, y habitando esta suerte de penumbra significante que es la fecha, se pregunta Derrida: “¿Cómo datar lo que no se repite si la datación convoca también a alguna forma de vuelta, si convoca la legibilidad de una repetición? ¿Pero cómo datar otra cosa que no sea aquello mismo que jamás se repite?” (Schibboleth, pour Paul Celan, 1986). Es la aporía del regreso de lo que no tiene regreso; es la escritura difusa de un tiempo que no tuvo más lugar que en la imposible recuperación de un único y solo momento; una suerte de estría o huella carnal que indica que algo ocurrió y que fue estremecedor, que hizo y hace temblar el presente, sin que éste mismo pueda converger en alguna zona donde el dolor es explícito, sino que se repite como suplemento y límite. El dolor de la circuncisión fue, no es, pero sigue siendo. Esta es, pensamos, la operación de la fecha. Es decir su repetición sin recuerdo, su injerto traumático y su descomunal fuerza deconstructiva.
Termino
Quisiera quedarme (después de la herida, de los dolores, de la nostalgia incombustible por aquel resto y por aquella falta, después de ser un “hombre de lágrimas y plegarias” y de encontrar en su circuncisión el recuerdo sin recuerdo de una escritura o un archivo que lo afilia y desafilia desde el tormento de una arqueología imposible) con la siguiente cita de Derrida: “La circuncisión es el deseo de vivir sin tener necesidad de escribir: amar la vida” (Circonfession, 1991).
No podía ser de otra manera con Derrida. Siempre encontraremos, al final de toda búsqueda, un aliento de vida, a lo que nos da y entrega existencia, el júbilo de ser. Aunque venga desde una llaga, la vida más resplandece cuando atravesamos el sufrimiento.
Esto es respirar, ver, sentir, tocar. Estar, al final de todo tormento, “ebrio de goce ininterrumpido”.

