Maurizio Lazzarato / ¿Por qué la guerra? La coyuntura económico-político-militar

Filosofía, Política

El fracaso económico y político de EE.UU.

Está en marcha un proceso político y económico doble, contradictorio y complementario: el Estado y la política (estadounidense) afirman enérgicamente su soberanía mediante la guerra (incluida la guerra civil) y el genocidio. Mientras, al mismo tiempo, muestran su total subordinación al nuevo rostro que ha adquirido el poder económico tras la dramática crisis financiera de 2008, promoviendo una financiarización sin precedentes, tan ilusoria y peligrosa como la que produjo la crisis de las hipotecas subprime. La causa del desastre que nos llevó a la guerra se ha convertido en una nueva medicina para salir de la crisis: una situación que sólo puede ser presagio de otras catástrofes y guerras. El análisis de lo que ocurre en Estados Unidos, el corazón del poder capitalista, es crucial porque es precisamente de su seno, de su economía y de su estrategia de poder, de donde han partido todas las crisis y todas las guerras que han asolado y asolan el mundo.

El núcleo del problema radica en el fracaso del modelo económico y político de Estados Unidos, que les lleva necesariamente a la guerra, al genocidio y a la guerra civil interna, por ahora sólo rastrera, pero que ya se ha materializado una primera vez en el Capitolio, al final de la presidencia de Donald Trump. La economía estadounidense debería haberse declarado en bancarrota hace tiempo, si se le aplicaran las reglas que se aplican a otros países. A finales de abril de 2024, la deuda pública total, denominada Total Treasury Security Outstanding, es decir, la suma de los distintos bonos y títulos de deuda pública, ascendía a 34,617 billones de dólares. Doce meses antes, esta suma era de 31.458 billones. En un año, la deuda pública aumentó en 3,160 billones de dólares, casi igual al nivel de la deuda pública de Alemania, la cuarta economía mundial. Pero es su progresión exponencial lo que ahora está completamente descontrolado: un aumento de 1 billón cada cien días. Hoy ya estamos en el billón cada 60 días.

Si hay una nación que vive de la deuda mundial, ésa es EEUU. El resto del mundo paga sus deudas (el gasto demencial del «american way of life» -del que, evidentemente, sólo se beneficia una fracción de los estadounidenses- junto con su enorme aparato militar) de dos formas principales. A través del dólar, la mercancía más comerciada del mundo, EEUU ejerce el señoreaje sobre todo el planeta, ya que su moneda nacional funciona como la moneda del comercio internacional, lo que le permite endeudarse como ningún otro país. Tras la crisis de 2008, Estados Unidos encontró otra forma de trasladar los costes de la deuda a otros, mediante una reorganización de las finanzas. Los capitales (principalmente de los aliados y, entre ellos, sobre todo de Europa), se transfieren a EE.UU. para pagar los crecientes tipos de interés de la deuda, gracias a los fondos de inversión. Tras la crisis financiera, se estableció una concentración del capital, gracias a quince años de flexibilización cuantitativa (liquidez a coste cero) por parte de los bancos centrales, lo que dio lugar a un monopolio a una escala que el capitalismo nunca había conocido. Con la ayuda política de las administraciones Obama y Biden, un grupo muy reducido de fondos estadounidenses dispone de activos (es decir, captación y gestión del ahorro) de entre 44 y 46 billones de dólares. Para hacerse una idea de lo que significa esta centralización monopolística, se puede comparar con el PIB de Italia – 2 billones de dólares – o el de toda la Unión Europea – 18 billones de dólares. Los «Tres Grandes», como se denomina a los tres fondos más importantes, Vanguard, Black Rock y State Street, constituyen, de hecho, una única realidad, ya que la propiedad de los fondos es cruzada y difícil de atribuir.

Las fortunas de este «hipermonopolio» se han construido sobre la destrucción del Estado del bienestar. Para las pensiones, la sanidad, la escolarización y cualquier otro tipo de servicio social, los estadounidenses se ven obligados a contratar seguros de todo tipo. Ahora les toca a los europeos y al resto del mundo occidental (pero también a la América Latina de Milei) ponerse en manos de los fondos de inversión, al ritmo que dicta el desmantelamiento de los servicios sociales (el salario indirecto garantizado por el Welfare se transforma en una carga, un coste y un gasto que cada uno debe asumir para asegurar su propia reproducción). Estados Unidos tiene un doble interés en continuar e intensificar el desmantelamiento del Welfare en todo el mundo: económico, porque induce la inversión en los valores de los fondos (que a su vez sirven para comprar bonos del Tesoro, obligaciones y acciones de empresas estadounidenses) y político, porque la privatización de los servicios significa individualismo y financiarización del individuo, que se transforma de trabajador o ciudadano en pequeño operador financiero (y no en empresario de sí mismo, como recita la ideología dominante). Las políticas fiscales también convergen en el proyecto de anular el Estado del bienestar. Ni los ricos ni las empresas pagan impuestos y la progresividad de los impuestos se reduce a cero; por tanto, no hay más recursos para el gasto social y, en consecuencia, se incentiva la compra de pólizas privadas que acaban en fondos de inversión. El plan para destruir todo lo que se había concedido a lo largo de doscientos años de lucha está, por fin, llegando a buen puerto.

El ahorro estadounidense ya no basta para alimentar el circuito de las rentas vitalicias, por lo que los fondos se lanzan al asalto del ahorro europeo. Por ejemplo, los 35 billones de dólares que Enrico Letta querría destinar a un gran fondo de inversión europeo funcionarían según los mismos principios: producir y distribuir rentas vitalicias, configurando las mismas enormes diferencias de clase que en Estados Unidos. La razón del rápido e increíble empobrecimiento de Europa hay que buscarla en la estrategia económica aplicada por el aliado estadounidense. La brecha negativa con EEUU ha aumentado del 15% en 2002 al 30% en la actualidad. Cuanto más se roba a Europa, más atlantista, belicista y supinamente proclive se vuelve su clase política y mediática ante quienes la marginan dramáticamente, empujándola a la guerra contra Rusia (que, por cierto, ni siquiera es capaz de apoyar). Los Estados europeos han sustituido a China y Asia Oriental en la compra de bonos del Tesoro estadounidense y, continuando la demolición del Estado del bienestar, obligan a la población a suscribir pólizas de seguros que acaban en las cuentas de los fondos de inversión. De este modo, el euro se transforma en dólares, salvando así la dolarización de la amenaza de la negativa del Sur a someterse a la dominación de la moneda estadounidense.

Esta transferencia de riqueza afecta también a América Latina, donde Milei es la vanguardia de la nueva financiarización que pretende privatizarlo todo. El neofascismo de Milei es un laboratorio para adaptar las técnicas de robo norteamericanas adoptadas en Europa, Japón y Australia, incluso a economías más débiles. No es el fascismo clásico, es el nuevo fascismo «libertario» de las rentas vitalicias y los fondos de inversión que encarna Milei, una mala copia ideológica del fascismo de Silicon Valley nacido de sus empresas «innovadoras».

La política económica de Biden, dedicada a intentar repatriar las industrias que se habían descentralizado, empobrece aún más al resto del mundo y especialmente a Europa, que ve cómo se instalan empresas en su territorio, intentando cruzar el Atlántico. Las grandes exenciones fiscales que se necesitan se financian con deuda, igual que con deuda se financian las bombas (miles de millones de dólares) que EEUU sigue enviando a Ucrania e Israel, por las que, irónicamente, Europa paga la política destinada a reducir aún más su capacidad productiva, al igual que paga dos veces por la guerra y el genocidio, una con la compra de bonos del tesoro estadounidense y pólizas de seguros que permiten a EEUU endeudarse, y otra con la imposición de construir una economía de guerra (aceptada y acelerada por clases políticas empeñadas en el suicidio). Como dijo Kissinger: «ser enemigo de EEUU puede ser peligroso, pero ser su amigo es fatal». Esta enorme liquidez ha permitido a los fondos comprar, por término medio, el 22% de toda la lista Standard & Poors, que contiene las 500 principales empresas cotizadas en la Bolsa de Nueva York. Los fondos ya están presentes en las empresas y bancos europeos más importantes (sobre todo en Italia, donde se están vendiendo a un ritmo acelerado) y sus especulaciones prácticamente deciden el destino de la economía al dirigir las elecciones de los «empresarios».

Algunos habían delirado sobre la autonomía del proletariado cognitivo, sobre la independencia de la nueva composición de clase. Nada más falso. Quien decide dónde, cuándo, cómo y con qué fuerza de trabajo producir (asalariada, precaria, servil, esclava, femenina, etc.) es, una vez más, quien dispone del capital necesario, quien posee la liquidez y el poder para hacerlo (hoy ciertamente las «Tres Grandes»). No es, desde luego, el proletariado más débil de los dos últimos siglos. Olvida la autonomía y la independencia, la realidad de clase es la subordinación, el sometimiento y la sumisión, como nunca antes en la historia del capitalismo. Ser ‘trabajo vivo’ es una vergüenza, porque siempre es trabajo mandado, como el de mi padre y mi abuelo. El trabajo no produce «el» mundo, sino el «mundo del capital» que, mientras no se demuestre lo contrario, es una cosa muy distinta porque es un mundo de mierda. El trabajo vivo sólo puede ganar autonomía e independencia en el rechazo, la ruptura, la revuelta y la revolución. Sin ello, ¡tiene la impotencia asegurada!

Las luchas intestinas del capital financiero estadounidense

Luca Celada[1] en un artículo en Dinamopress, cita a Robert Reich, calificándolo de «progresista» por haber sido ministro del gobierno Clinton que, como buen demócrata, intensificó la financiarización (y la consiguiente destrucción del Bienestar) y labró abismales desigualdades de clase, sentando sólidas bases para el desastre de 2008, origen de las guerras actuales. La acción de Musk y Thiel, empresarios de Silicon Valley y aliados de Trump, se ve como la amenaza de un nuevo monopolio, mientras que se tiene demasiado poco en cuenta la centralización sin precedentes del poder de los fondos que llevan quince años dando vueltas, con la complicidad activa de los demócratas y creando juntos las condiciones de la próxima catástrofe financiera.

«Quizá no sea del todo coincidencia que la ‘entrada en política’ de los magnates del silicio coincidiera con los primeros indicios de una acción reguladora más enérgica por parte de la administración Biden-Harris, incluidas las primeras demandas antimonopolio reales contra gigantes como Google, Amazon y Apple presentadas por la presidenta de la Comisión Federal de Comercio, Lina Khan (cuya disertación versó sobre el monopolio de Amazon), y el igualmente feroz subsecretario de Justicia, Jonathan Kanter. Quizá no sorprenda, pues, que algunos «barones del silicio» apuesten por el candidato más proclive a renovarles un cheque en blanco. E incluso nombrar a algunos de ellos en su propio Gobierno’.

Kamala Harris está atada de pies y manos a la voluntad de los fondos, porque los principales accionistas de todas (y realmente todas) las empresas que menciona Celada son precisamente los fondos. No veo cómo ella puede contrarrestar su monopolio del que depende la salvación de EEUU y la de su partido (‘Demócratas por el Genocidio’). La justificación de la ceguera hacia los ‘progresistas’ hay que buscarla en el neofascismo de Trump. Si sale elegido, pasaremos de la sartén al fuego; pero, no hay que olvidar que ya con la elección de Biden, caímos de la sartén al fuego de la guerra y el genocidio. Nos aseguraron que la violencia nazi era un paréntesis, pero los demócratas nos han recordado que el genocidio es, en cambio, una de las herramientas con las que ha operado el capitalismo desde sus inicios. La democracia estadounidense se fundó sobre el genocidio y la esclavitud. El racismo, la segregación y el apartheid son sus otros componentes estructurales. La complicidad con Israel tiene profundas raíces en la historia de la «más política» de las democracias, según Hannah Arendt.

Los pequeños monopolistas, como Musk, han pasado a la acción porque el gran monopolio no les deja respirar, pero están completamente subordinados a su lógica. En realidad, se trata de un enfrentamiento interno en el seno del capital financiero estadounidense: los pequeños monopolistas querrían representar los «espíritus animales» del capitalismo, encauzados, según ellos, por la alianza de los demócratas con los grandes fondos de inversión. Mientras agitan un fascismo futurista (de nuevo, nada realmente nuevo si se piensa en el fascismo histórico, donde el futurismo de la velocidad, de la guerra, de las máquinas armonizaba sin problemas con la violencia antiproletaria y antibolchevique), un transhumanismo y un delirio aún más oligárquico y racista que el de los fondos financieros. Estos pequeños monopolistas están, de hecho, de acuerdo con los grandes en la cuestión dirimente: la propiedad privada, es decir, el alfa y el omega de la estrategia del capital.

Su agenda común es financiarizarlo todo, lo que significa privatizarlo todo. Los problemas surgen sobre cómo repartir este enorme pastel. Para comprender los límites del análisis progresista, hay que adentrarse rápidamente en el funcionamiento de la financiarización monopolística llevada a cabo por los fondos de inversión después de 2008. La crisis de las subprime fue sectorial y la especulación se concentró en el sector inmobiliario. Aquí, hoy, las finanzas son, por el contrario, omnipresentes. De Obama a Biden, las administraciones demócratas han acompañado la infiltración de los fondos en el conjunto de la sociedad: no hay esfera de la vida actual que no esté financiarizada.

Financiarización de la reproducción: se habla mucho de la centralidad de la reproducción en los movimientos, pero con un retraso abismal respecto a la acción de los fondos, cuya condición previa es la destrucción del Bienestar. Los demócratas han abandonado toda vaga ambición de un nuevo Bienestar y lo apuestan todo a la privatización de todo servicio social. Lo han teorizado abiertamente: la democratización de las finanzas debe desembocar en la financiarización de la clase media. Los fondos, facilitados en todos los sentidos por los demócratas, garantizarían una inversión financiera segura, de modo que los estadounidenses que compren los títulos producidos por los fondos, deberían garantizarse los ingresos y los servicios que el trabajo ya no asegura (los que pueden permitírselo porque los pobres, las mujeres solteras y la inmensa mayoría de los trabajadores están excluidos -en una encuesta reciente se reveló que el 44% de las familias estadounidenses son incapaces de hacer frente a un gasto imprevisto de 1.000 dólares).

La clase media para Kamala Harris, llega hasta unos ingresos de 400.000 dólares anuales. Una cifra significativa para entender la composición social que los demócratas tienen como referencia. El trabajo y los trabajadores han desaparecido por completo del horizonte de los demócratas, así como de la «izquierda» en general. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, replicado por las finanzas y ya fracasado en 2008, se vuelve a proponer ahora como la solución a la «cuestión social». Repetimos, se trata de un proceso de financiarización del bienestar, porque los bonos y las pólizas van a sustituir a los servicios prestados por el Estado. Podemos citar también el caso italiano: frente a la no inversión del Estado en la zona devastada por la crisis climática, el ministro de Protección Civil relanzó la idea de un seguro obligatorio contra las inundaciones. Matteo Salvini intervino diciendo que «el Estado puede dar indicaciones, pero no vivimos en un Estado ético en el que el Estado nos imponga, prohíba u obligue a hacer» y, en su lugar, propuso una nueva ley para obligar a los trabajadores a invertir parte de su TFR (indemnización por despido) en fondos de pensiones, con el fin de obtener una pensión complementaria al final de su carrera. Evidentemente, sin entender qué relación tiene con los fondos americanos (ingenuidad o idiotez) porque, en realidad, el 70% acabaría convirtiéndose en dólares en EEUU.

La financiarización convierte a las empresas en agentes financieros. Y también afecta a las empresas que producen beneficios reales, que despiden personal y cuyos enormes dividendos no se invierten, sino que se distribuyen en gran medida a los accionistas o se utilizan para comprar sus propias acciones con el fin de aumentar su valor y aumentar su capitalización (que ya no guarda ninguna relación con lo que realmente producen y venden). Todo esto va de la mano de la financiarización de los precios: no es el mercado (la relación entre la oferta y la demanda de bienes) el que fija los precios, sino las apuestas de los operadores (a través de derivados) que no tienen ninguna relación ni con la producción ni con el comercio real. Los precios los definen las empresas financiarizadas que controlan los sectores energético, alimentario, de materias primas, farmacéutico, etc., desde una posición de monopolio absoluto u oligopolio (los principales accionistas de estas empresas son siempre los grandes fondos de inversión). La inflación que ha estallado recientemente es el resultado de la especulación con los precios y no depende en absoluto del aumento de los salarios o del gasto social. La combinación de estas financiarizaciones que invierten «la vida» (aunque el término sea ambiguo) hace estallar las diferencias de renta y, sobre todo, de riqueza que sufren los trabajadores y el conjunto de la población que no puede permitirse comprar los títulos.

El fracaso de la gobernanza neoliberal y la guerra

La afirmación de que el monopolio sanciona el fin del neoliberalismo y de la ideología del mercado merece, pues, algunas observaciones. Hablamos de ideología con respecto a la competencia, porque el proceso de verticalización económica ha continuado imperturbable al menos desde finales del siglo XIX. De hecho, explotó durante el neoliberalismo, como ya hemos comentado.

Los fondos, como ya se dijo, son hoy funcionales a la centralidad del poder estadounidense, más que cualquier otra institución. Y los fondos necesitan de las políticas fiscales del gobierno (que no grava las finanzas y el trabajo), de las regulaciones y concesiones, generosamente otorgadas por Obama (un presidente negro, pero en perfecta continuidad con el blanco que lo precedió y el que lo siguió) y, aún más decisivamente, por Biden. Surge aquí un problema teórico y político: las finanzas, que deberían representar el modo de valor más abstracto y la forma cosmopolita perfectamente realizada del capitalismo, están, en Occidente, comandadas y gestionadas por aparatos que llevan la bandera a rayas. Los fondos estadounidenses actúan en concierto con las administraciones de Estados Unidos, persiguiendo sus intereses en detrimento del mundo entero. La moneda se encuentra en la misma situación. No existe una moneda supranacional; la moneda es siempre nacional porque está estrechamente vinculada, especialmente el dólar, a las políticas decididas por el Estado que la emite. Se puede decir que el dinero y las finanzas representan la tendencia a salir de los límites territoriales de los Estados y su incapacidad para hacerlo. La relación entre Estados Unidos y los fondos de inversión organiza una acción global favorable a unos pocos estadounidenses y a sus oligarquías.

La segunda observación se refiere a la lectura del neoliberalismo, que todavía se cree en funcionamiento, cuando, en realidad, está muerto: asesinado por el fascismo, las guerras y el genocidio. La misma suerte corrió su ilustre predecesor, el liberalismo, que debía evitar los pequeños inconvenientes que provocó (las dos guerras mundiales y el nazismo) y, en cambio, acabó necesariamente reproduciéndolos. Gran parte de este análisis se debe a la teoría de la biopolítica de Michel Foucault, que ha ejercido una influencia nefasta en el pensamiento crítico. Foucault lee el neoliberalismo como una teoría de la empresa y su subjetivización como convertirse en «empresarios de uno mismo». Nunca menciona, ni siquiera de pasada, el crédito, el dinero y las finanzas sobre los que se ha construido la estrategia capitalista desde finales de los años sesenta. El principal instrumento de la contrarrevolución es el «gran endeudamiento del Estado, de las familias, de las empresas», como diría Paul Sweezy, y no la producción. La empresa es una ideología y una idea ordoliberal que pertenece al Occidente industrial, a los años 30 y a la posguerra: un mundo definitivamente muerto. El ordoliberalismo ve la economía como aquello que causa la muerte del «soberano» cuando las finanzas logran un enorme monopolio (el soberano económico). Pero en el contexto del capitalismo, el soberano económico necesita del «soberano» político (el Estado) para constituirse. La cabeza del soberano no se ha separado de la economía, sino que se ha duplicado, haciendo de la centralización del poder del capital y del Estado una estrategia de enorme éxito.

Foucault se limitó a confundir una época, al igual que sus discípulos que reprodujeron los errores garrafales del maestro, por ejemplo Dardot y Laval, sobre todo. El mercado nunca ha funcionado como creían Foucault y los ordoliberales, es decir, sobre la base de la competencia. Al contrario, su verdad está representada por el funcionamiento de las finanzas, que fijan los precios sobre la base de un monopolio especulativo que nada tiene que ver con la demanda y la oferta de bienes reales (recientemente, el precio de la energía se ha multiplicado por diez, pero sin relación alguna con su disponibilidad real, y lo mismo ocurre con los cereales, etc.). La subjetivación no está representada por el empresario, sino por la transformación ilusoria de los individuos (no todos, como hemos dicho) en agentes financieros. Para las finanzas, la «población» y el mundo se componen de acreedores, deudores e inversores en acciones, participaciones y obligaciones. La financiarización de la clase media, perseguida por el acuerdo entre los demócratas y los fondos, es la última quimera destinada a desvanecerse en el próximo crash.

La inevitable guerra de EE.UU.

Hoy, el proceso que ni siquiera vislumbraba la biopolítica ha alcanzado su punto álgido. El crecimiento, en Occidente, es sólo financiero (mientras que es real en el Sur global). Su producción (dinero que produce dinero, como el «peral que produce peras», decía Marx) es una ficción, una fabricación de papel usado que, sin embargo, tiene efectos reales. Los fondos hacen subir los precios de los títulos de las empresas cuyas acciones poseen, con el fin de cobrar dividendos para repartir entre los suscriptores. No se trata de nueva riqueza, sino simplemente de la apropiación, captura y robo de un valor que ya existe y que simplemente se transfiere del resto del mundo a Estados Unidos -con un punto de vista de clase, se podría decir del trabajo al capital especulativo. Si se detiene este «robo» de la riqueza producida en el resto del mundo, todo el sistema se derrumba.

El verdadero nombre de este proceso es renta. Su circuito está garantizado y asegurado por la dolarización, razón por la cual Estados Unidos nunca podrá aceptar un mundo multipolar. Se ven forzados necesariamente al unilateralismo, se ven obligados a robar a sus aliados porque el Sur global ya no quiere funcionar como una colonia (un papel completamente asumido por Europa, Japón y Australia). Las oligarquías que gobiernan Occidente son fruto de la financiarización y funcionan exactamente igual que la aristocracia del «ancien régime». Hoy, por tanto, necesitamos una nueva noche del 4 de agosto de 1789 en la que se abolieran los privilegios de la aristocracia feudal.

Estados Unidos se encuentra en un callejón sin salida: se ven obligados a subir los tipos de interés para atraer capitales de todo el mundo, de lo contrario el sistema financiero se hunde, pero la propia subida de tipos estrangula la economía estadounidense. Cuando los bajan, como ahora por motivos electorales (durante la campaña electoral, de hecho, se acusó a los demócratas de ahogar la economía), sólo se benefician los especuladores (en primer lugar, los fondos) que apuestan por su desarrollo. Del mismo modo que la gran liquidez puesta a disposición de la economía por los bancos centrales nunca fluyó hacia la producción real, porque se detuvo en el sector financiero, esta bajada de tipos no tendrá ninguna influencia en la economía real, sino que sólo activará la especulación. EE.UU. es incapaz de salir del círculo vicioso de las rentas, por lo que la guerra es la única solución desde 2008, cuando quedó claro que la economía estadounidense se basaba en la producción y distribución de rentas financieras. De ahí la voluntad de proseguir y ampliar la guerra, de seguir financiando y legitimando el genocidio, de llevar nuevos fascismos al poder en todas partes. Este parece ser el futuro próximo, como confirma un documento de julio de este año (Comisión sobre la Estrategia de Defensa Nacional) del Congreso de EEUU, que afirma sin ambages que EEUU debe prepararse para la «gran guerra» contra el Sur global, en cuyo centro se encuentran Rusia y China. En los próximos años, habrá que movilizar a todos los sectores de la sociedad, siguiendo el modelo de lo que se hizo antes y durante la Segunda Guerra Mundial, para destripar la amenaza a su existencia, que nunca ha sido tan grave desde 1945.

El primer objetivo, sin embargo, es transformar una industria (que ya no existe) en una industria de guerra: «la Comisión cree que la base industrial de defensa estadounidense (DIB) es incapaz de satisfacer las necesidades de equipamiento, tecnología y munición de Estados Unidos y de sus aliados y socios. Un conflicto prolongado, en múltiples escenarios, requeriría una capacidad mucho mayor para producir, mantener y reponer armas y municiones. Para hacer frente a este déficit se necesitarán mayores inversiones, capacidades conjuntas adicionales de producción y desarrollo y, en colaboración con los aliados, una mayor flexibilidad en los sistemas de adquisición. Es necesaria la colaboración con una base industrial que incluya no sólo a los grandes fabricantes tradicionales de defensa, sino también a los nuevos participantes y a una amplia gama de empresas dedicadas a la producción subnivel, la ciberseguridad y los servicios de apoyo.»[2].

El Estado y las administraciones deben coordinarse hacia lo que el documento denomina «disuasión integrada». Hay que prestar especial atención a la mano de obra, a fin de reciclarla para la economía de guerra, después de haber sido desmantelada por la financiarización y el consiguiente desmantelamiento de la industrialización. Los diversos departamentos de la administración tienen que coordinarse en la preparación para la guerra: «incluyendo el Departamento de Estado y la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional (USAID), los departamentos económicos (incluyendo el Tesoro, Comercio y la Administración de Pequeñas Empresas), y aquellos que apoyan el desarrollo de una parte importante de la mano de obra estadounidense más fuerte y mejor preparada, como el Departamento de Trabajo y Educación. Al igual que durante la Guerra Fría, estos departamentos y agencias deben tener un enfoque estratégico en la competencia, ahora, en particular, en China».[3].

De acuerdo con los preceptos de la renta y la oligarquía, las grandes inversiones necesarias deben ser privadas, para inundar los monopolios con miles de millones de dólares. Se habla claramente de una «llamada a las armas» bipartidista por parte de demócratas y republicanos que deben educar a una opinión pública inconsciente del peligro mortal que corre y prepararla para asumir los costes de una guerra mundial (se cita el enorme porcentaje del PIB invertido en armamento en la Guerra Fría). «La opinión pública estadounidense ignora en gran medida los peligros a los que se enfrenta Estados Unidos y los costes (financieros y de otro tipo) necesarios para prepararse adecuadamente. No se dan cuenta de la fuerza de China y de sus alianzas, ni de las ramificaciones en caso de que estalle un conflicto. No prevén interrupciones en el suministro de energía, agua o acceso a todos los activos de los que dependen. No han internalizado los costes de que Estados Unidos pierda su posición como superpotencia mundial. Se necesita urgentemente una «llamada a las armas» bipartidista para que EEUU pueda realizar los cambios e inversiones más significativos, en lugar de esperar al próximo Pearl Harbor o 11-S. El apoyo y la determinación de la opinión pública estadounidense son indispensables».[4].

Ernst Jünger habría dicho que se están preparando para la «movilización total». Sin embargo, tienen un pequeño problema porque la economía y la riqueza que han impuesto es para unos pocos, mientras que los muchos han sido empobrecidos, marginados, precarizados y culpabilizados de su condición. Ahora, parecen darse cuenta de que necesitan a los muchos, de que se necesita una mano de obra «fuerte y preparada» para defender la nación y el espíritu nacional… la economía y la propiedad de unos pocos. Con un país tan dividido como siempre, sólo podemos desear buena suerte a las oligarquías que promueven la movilización total para la guerra que quieren librar contra tres cuartas partes de la humanidad, y que seguramente perderán como están perdiendo en Oriente Medio y Europa del Este. Es sólo cuestión de tiempo.

Notas

[1] Lea aquí (italiano)

[2] Commission on the National Defense Strategy.

[3] Ibid.

[4] Ibid.

Maurizio Lazzarato vive y trabaja en París. Entre sus publicaciones con DeriveApprodi se encuentran: La fábrica del hombre endeudado (2012), El gobierno del hombre endeudado (2013), El capitalismo odia a todos (2019), Guerra o revolución (2022), Guerra y moneda (2023). Su último trabajo es: ¿Guerra civil mundial? (2024)

Fuente: Machina Rivista

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