Su advenimiento detenta el mayor rango de necesidad: resulta absoluto. La muerte es ineludible. Un bostezo oscuro, cataclísmico o parsimonioso, cuyo modo de darse ha de ser único e irrepetible. Quizás lo únicamente importante que sabemos acerca de la muerte radica en la certeza no tanto de su fatal advenimiento, sino de la postrera donación que nos hace: la apertura de aquel último espacio de experiencia que antecederá a nuestra finitud.
Por cierto, el pensar la muerte abre un evento límite de la experiencia. Un tipo de experiencia, por así decirlo, contrafáctica. Por lo mismo, algunos filósofos tan centrados en la vida, han hecho de la muerte un margen de negatividad no sólo imposible de ser tematizado, sino también un acto afectivamente perjudicial para el despliegue de un feliz habitar en el mundo. Así, tras afirmar que la muerte no es nada con respecto a nosotros y de mostrar el necio terror que anima al anhelo de inmortalidad, Epicuro, con un tono de despreocupada sabiduría, a la vez que profundo y ligero, afirma lo siguiente:
Pues no hay nada temible en el vivir para aquel que ha comprendido rectamente que no hay nada temible en el no vivir. Necio es, entonces, el que dice temer la muerte, no porque sufrirá cuando esté presente, sino porque sufre de que tenga que venir. Pues aquello cuya presencia no nos atribula, al esperarlo nos hace sufrir en vano. Así, el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros no somos más. (Epicuro, 125; 2012, p. 15)
Aquí, en su Carta a Meneceo, Epicuro no remite a la muerte en cuanto experiencia límite, capaz de reconducir y reconfigurar el sentido de la vida. A diferencia de ello, concibe la muerte en calidad de límite de la experiencia. En efecto, Epicuro termina por expulsa la angustiante cavilación acerca de la muerte a una tierra incógnita y negacionista de las gráciles praderas que dulcificarían la vida. Así, la única manera de pensar la muerte, sería pensarla qua inexperienciable y, por lo tanto, como si se tratara del mayor de los flatus vocis.
Si bien el argumento de Epicuro parece ser lógicamente satisfactorio, al tiempo que, visto desde el sentido común, bastante razonable, en ningún caso agota el problema. Es cierto que resulta imposible realizar un análisis fenomenología de la muerte vivida, esto es, de la vivencia de la muerte a partir de un acto intencional. Sin embargo, allí está, frente a nuestros ojos o grabado a fuego en nuestra memoria, los agónicos padecimientos de cada unx de nuestrxs muertxs. Es ahí, en esa lucha condenada al mutismo, donde las brumas del misterio han de activar la fantasmagoría de nuestras imágenes. Y, entonces, gracias a la agonía de quienes mueren, imaginamos la muerte a la cual, de golpe (siempre de golpe), inexorablemente arribaremos.
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-Y ahí, ¿qué más?
– Nada.
– ¿Sólo nada? ¿Acaso la nada de la soledad?
– No.
– Entonces, ¿cuál nada? ¿Ninguna? ¿Acaso ni siquiera la soledad de la nada?
– No
– Entonces ¿qué?
– En la muerte, el qué es el cómo: la vivencia de la muerte que realiza el/al muriente.
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La experiencia de la muerte, es decir, la vivencia que hace el/al muriente, abre un espacio imaginal que nada tiene que ver con el espacio empírico ni trascendental. Es allí, cuando la consciencia rompe los relojes y se dispone a ser una sombra que proyecta el mismo espacio donde ésta se proyecta; allí, cuando la consciencia ha de disolver las formas puras del tiempo y del espacio que, desde un detrás indesmontable, determinan cualquier tipo de experiencia sensible; allí, difiriendo tanto de lo empírico como de lo trascendental, la experiencia se abre, tal vez, hacia lo Otro. Sí: “tal vez”. Porque lo Otro, lo absolutamente Otro que sintoniza con nuestra absoluta condena a la muerte, sólo puede ser concebido a partir de una interrogación radical y asignificante, pero transpuesta a una inacabable respuesta: la vivencia mortuoria es un “tal vez” que, sin ser susceptible de comprobación alguna, ha de mantener abierta la posibilidad, más que del acceso a otra vida, de cruzar lo Otro de la vida: la posibilidad de una vida que sí pueda vivenciar la muerte.
Por lo mismo, en la intransferible singularidad de cada muerte, el muriente ha de vivir su propia muerte. Así, el modo de darse de la muerte, la muerte de cada cual (y aquí nada queremos decir de algo así como un significado esencial de la muerte, esto es, de remitir a la muerte en términos quiditativos), se hallará indisolublemente ligado a ese resto de experiencia que latirá, por última vez, en cada unx de nostrxs. Llegado tal momento, el instante irrumpirá como final; un instante, tal vez, susceptible de ser dilatado (¡quién sabe!), pero innegablemente instante último, único e incomunicable. Un último instante tendiente a la fuga, cuan irónico remedo de la misma fugacidad de la existencia, pero ahora a la fuga definitiva. Fuga de lo fugaz; fuga de lo fugaz hasta, tal vez, estallar, estrellarse contra la finitud o, al contrario, fuga arrojada hacia lo Otro, hacia la nada o hacia la potencia de una Experiencia Otra. Estertor en fuga, fuga de lo fugaz en obstinada y frustrante preservación de sí, aunque también en inquieta disposición a cruzar y reconstituir el universo. Allí, habitaremos un mínimo espacio imaginal, sólo experienciable gracias a la disolución de la experiencia. Como si vida le encomendara a la muerte hacernos entrega de un último regalo: un último e inefable lugar de despedida; el regalo de una ocasión de despedida en tanto lugar imaginal y, a la vez, en cuanto momento coincidente con aquel lugar paralelo, amplio y espacioso, donde, alzada por las manos de amigxs y amores, una sábana blanca descienda sobre nuestro cuerpo inerte, para arroparnos en íntima y absoluta singularidad de vida. Y los rastros de dicha íntima y absoluta singularidad de vida, únicamente han de quedar signados al reverso de nuestros (impropios) ojos muertos. Porque nuestros ojos verán el rostro informe de la muerte y, tras ello, devendrán una huella abierta o un ilegible vestigio, un bostezo eterno y vacío, tal cual el espacio de nada que une y separa un átomo de otro átomo. Un abismo invisible, mínimo, casi inexistente, pero cuya certeza ha de ser tan real como insondable.
En el seno de nuestra agonía, habrá preguntas, claro; mas no obtendremos respuestas. Nos haremos preguntas fundamentales a cuyo reto jamás hemos estado ni estaremos en condiciones de responder, pues toda respuesta ha de ser insuficiente de cara a lo absoluto. Preguntas que, según Kant, pertenecen al ámbito de la metafísica natural, pero, por lo mismo, que han estado aquí, junto a nosotrxs, desde los albores del tiempo. Por ejemplo, ¿habrá vida tras el advenimiento de la muerte? Entonces, frente a la visión, guardaremos (el) silencio.
En ese instante, en el instante del muriente, nos tornaremos testigos de un evento cuyo testimonio jamás tendrá lugar. Desnudos, extendidos en la desnudez del universo, nuestra piel retornará a la memoria de las estrellas sólo para expresar el mutismo de su última visión. Porque, reafirmémoslo: el secreto, las sombras o los esplendores contemplados por cada muriente, sólo han de guardarse en el silencioso reverso de nuestras pupilas muertas. Nadie más que cada muriente ha de poder ver lo que vió; cada muerto ha de ver y guardar su singular, su única e incomunicable visión, su visión. En efecto, se trata de una visión ya desprendida del sentido visual, ya emancipada del órgano ocular; una visión en ascenso o declive, quizás abriéndose a una intimidad común, tal vez diluyéndose en aquella imponderable cosmogonía que no deja ni nunca dejará de hacer danzar cada átomo de materia. Muerte y topología imaginal: padecimiento de una potencia creativa que, destituyendo la red de separaciones (pues, dado que toda separación es ya un tipo de relación, su destitución ha de constituir una facultad topológica), vuelve a unir la vida al sueño de lo Uno.
Señor, da a cada cual la muerte que le es propia.
El morir de que aquella vida nace
en la que tuvo amor, sentido y pena. (Rilke, 2010, p. 177)
En el tercer y último capítulo del Libro de Horas, el joven Rilke escribe el más breve de sus poemas del ciclo. El hablante lírico eleva una plegaria de singularidad creadora dirigida a Dios. Un Dios que, sin nunca mostrarse en plenitud y morando más acá de cualquier trascendencia, se expande de modo panteísta y, al mismo tiempo, nos dona el más absoluto espacio de intimidad: la ocasión de vivir la propia muerte.
La potencia de lo Uno ha parecido, desde siempre, estar contenida y en despliegue, comprendida e inicialmente desenvuelta en todas y cada una de las cosas. Un puente entre el átomo y la historia del universo. El panteísmo, esa intuición inmemorial, esa olvidada e incomprobable causa y razón de cualquier efecto yafecto, también ha de filtrarse en la incompartible intimidad que llevará a cabo el muriente.
*
Al fin hacia el fin. Desnudos y a secas, eludiendo la gramática por decir o constatar, esculpiendo sombras en la faz de una irrecuperable luz, apenas empezando a transitar el curso de un horizonte desclavado del cielo, así, nos abismaremos hacia un fondo sin fondo, tan desnudo como nosotrxs, y carente de promesas y de destino. Entre las tinieblas del abismo, habremos de dejar partir los rasgos de cada rostro amado, los contornos de las alegrías vividas y de esta misma melancolía con que escribimos los días y pensamos la muerte.
Entonces te será concedida tu propia e inapropiable muerte. Y, sin buscarla ni buscarnos, allí, en aquel intersticio de aire que une y separa la vida y la muerte, nos habremos de encontrar: tú y yo, nosotrxs y lo Uno; cada unx de nosotrxs y lo Uno en nosotrxs, nos habremos de encontrar en todo, en cuanto nada.
Bibliografía
Epicuro (2012): Carta a Meneceo. Coedición Centro de Estudios Griegos Universidad de Chile – Ediciones Tácitas: Santiago de Chile. [Edición bilingüe de Pablo Oyarzún R.]
Rilke, R.M. (2010): Libro de Horas. Ediciones Hiperion: Madrid. [Traductor: Federico Bermúdez-Cañete]

