En un libro de 1993, Moralités postmodernes, Jean-François Lyotard cuenta una fábula que transcurre cuando se acerca el final del ciclo de vida del Sol, dentro de 4.500 millones de años. Es la historia de un éxodo desde la Tierra cuyos protagonistas ya no son humanos, sino dos energías en perpetua lucha entre sí: por un lado, la entropía, que no cesa de impulsar la destrucción de los sistemas, sean vivos o inertes; por el otro, el proceso discontinuo —y en el fondo sumamente improbable— que tiende a crear nuevos sistemas multiplicando sus diferencias. La fábula no dice en qué se habrían transformado para entonces, un futuro ni siquiera imaginable, “lo Humano y su Cerebro, o más bien el Cerebro y su Humano”. Lo que describe Lyotard, en cambio, es la aparición de una crisis actual que no puede comprenderse ni con las herramientas de la ciencia ni con las de la política o la ética. Una crisis de la verdad, crisis de la soberanía estatal y territorial, crisis de la forma de gobierno que nos pareció la más adecuada para satisfacer un proyecto de emancipación: la democracia. Para Lyotard, la despedida de la modernidad, el tránsito hacia moralidades posmodernas, coincide con nuestra salida de la Tierra: no dentro de unos miles de millones de años, sino ahora, cuando al mirar nuestro planeta desde fuera no nos descubrimos unidos por un mismo destino en un planeta frágil, sino como una especie que se puede extinguir y, en definitiva, sustituir.
El proceso de politización que ha llevado a Elon Musk a convertirse en el representante de unas derechas cada vez más extremas en todo Occidente —el último acto cronológicamente, mientras escribo, es su apoyo a los neonazis de AfD en Alemania a través de una escueta declaración en la red social de la que es el principal accionista, X— se inició precisamente con el interés por los viajes espaciales. La colonización de Marte, el turismo alrededor o sobre la Luna y, mientras tanto, su empresa SpaceX convertida prácticamente en la compañía privada monopolística que asegura las conexiones de la Estación Espacial Internacional (ISS) con la Tierra: todos estos proyectos encarnan a la perfección una visión que considera el mundo como un vacío que hay que reconstruir desde cero, donde las relaciones sociales, las comunidades e incluso la misma política son variables manipulables a placer para llevar a cabo un nuevo orden basado en los principios de la propiedad y la empresa. Musk aplica hipérboles espaciales al entorno en el cual él mismo, a pesar de todo y como todos nosotros, sigue viviendo. Instituciones, historia, economía de mercado, así como lo Humano o su Cerebro, se vuelven básicamente irrelevantes. Las prácticas de gobierno se identifican con lo que la tecnología y los recursos financieros hacen posible, traspasando fronteras geopolíticas, mientras que las ruinas de lo moderno y de lo humano que esta transformación conlleva se contemplan como reliquias de un pasado demasiado lento en desvanecerse y sobre todo incapaz de estar a la altura de la actualidad. En consecuencia, las palabras que han marcado los sueños más grandes de la modernidad —emancipación, libertad, igualdad, sin mencionar la “fraternité”— se muestran a su vez como cáscaras vacías. Pueden ejercer todavía cierta atracción en las estrategias de comunicación, pero se convierten simplemente en #hashtags y solo valen mientras sean funcionales para generar una espiral cerrada en sí misma, cada vez más alejada de referencias al mundo externo. Sin duda, las tecnologías ya han cambiado el uso y la naturaleza de los poderes; su concentración en poquísimas manos permite ejercer una influencia sin precedentes y, sobre todo, sin fronteras. Por tanto, el de Elon Musk no es un caso aislado. Por otra parte, es el primero que da un salto tan activo al campo de la política, pues esta debe de parecerle la mayor oportunidad para que se cumpla un destino del que él mismo se presenta como realizador o facilitador. De hecho, la suya es una política que apuesta por la máxima entropía para que de esta se desarrolle la energía opuesta y se produzca un sistema de dominio a la medida de los vacíos que él ha creado. Si hay un sueño detrás de todo esto, podría pensarse que es la versión distorsionada del sueño de un niño educado en el Sudáfrica del apartheid que sigue con aquellos ojos de la infancia dorada y blanca. La fatalidad del futuro tecnocrático no prevé elecciones, sino oportunidades que deben acelerarse y ofrecerse a una sociedad civil ya no anclada a datos de la realidad y, por tanto, fundamentalmente reducida al fantasma de sí misma.
En Marte no existe sociedad civil: la que se cree, si en algún momento llegan a realizarse los proyectos de Musk, estará compuesta por una élite de multimillonarios privilegiados y por trabajadores inmigrados para garantizar la eficiencia de los servicios. Todo ello regulado no por las leyes de un Estado ni siquiera de una colonia, sino por un contrato privado que alude únicamente a la autoridad de un propietario. No hay imagen más clara de un nuevo feudalismo que niega de manera radical las aspiraciones de la modernidad libertaria. La Tierra, vista desde Marte, se vuelve superflua y el nuevo apartheid se hace realidad: en el nuevo planeta estará la clase servil y aquí, abajo, quienes permanezcan. Como el tiempo apremia, sin embargo, las condiciones de ese vacío civil deben recrearse y ponerse a prueba ya en la Tierra, alineándose provisionalmente con las políticas que persiguen con más diligencia la fragmentación de los individuos en entidades atómicas conectadas a través de procesos de rastreo y cálculo, es decir, la extinción de los vínculos sociales. Aunque Musk no sea nacionalista, en este momento el nacionalismo le resulta útil o puede serle afín precisamente como factor de fragmentación. Aunque no se sienta atraído por los movimientos identitarios, comprende que sus reivindicaciones comparten su mismo ideal de desertificación de las comunidades. En una crisis que muchos interpretan como un regreso al pasado, Musk ve una posibilidad de cambio que refuerza su posición: con un viaje mental de ida y vuelta fuera de la Tierra, pone a prueba la eficiencia de nuevas estructuras, nuevas cadenas de mando y nuevas técnicas de gobierno.
Consideremos el caso de la información. En los primeros meses tras la compra de Twitter, luego llamada X, Musk despidió al 80% de los antiguos empleados: 6.500 de 8.000. Centralizando en él mismo la moderación de contenidos, abrió el camino, en nombre de la máxima libertad de expresión, a la proliferación de palabras ya sin filtros. Nicholas Campiz, geógrafo ucraniano entrevistado por el «New York Times» el 27 de octubre de 2023, contó que al inicio de la guerra con Rusia, Twitter seguía siendo una fuente privilegiada de información, con fuentes verificables y relatos de primera mano de los soldados que aportaban lo que no salía en otros medios. Buscando noticias directas sobre los bombardeos en Gaza, Campiz comprobó que X es prácticamente inútil; al multiplicarse sin freno el ruido comunicativo, la poca información que queda se sumerge bajo una masa de expresiones sin verificación alguna. La realidad se esfuma y con ella los vínculos de las relaciones materiales construidas a lo largo de una historia que se equipara sin ambages a la construcción secular de un monstruo, la burocracia, como si cada conflicto del pasado no hubiera dejado alrededor suyo más que formalismos y factores de inhibición.
La esfera pública y la esfera privada se confunden hasta reunirse en un único megaproyecto de soberanía que ya no es ni siquiera global, sino orbital y viral al mismo tiempo, extendido hacia lo ilimitado en el espacio y hacia la microfísica de las partículas elementales del poder en la Tierra. X se prepara para ser una everything-app para conversaciones, pagos, entregas y mucho más. El tendido de la fibra óptica queda superado, al menos tecnológicamente, por un sistema reticular de satélites, Starlink, también de la misma propiedad. Si uno se agobia atrapado en el tráfico de Los Ángeles, como le pasó a Musk, ahí surge The Boring Company, empresa que descubre otro vacío en el subsuelo de las ciudades y perfora túneles de comunicación para ignorar el estorbo de la vida “afuera”. La ironía es un componente esencial de este escenario y debe entenderse exactamente en el sentido en que la describía Hegel: como un proceso de subjetivización radical de la experiencia que convierte todo “ser en sí y para sí” en “apariencia”. Solo que, en lugar de ser la ilusión de las “almas bellas” del Romanticismo, es un arma política de desactivación de la realidad. Reducido a un conjunto de vibraciones que resuenan sobre todo en los sentimientos de admiradores, aliados o potenciales imitadores, el mundo de las relaciones sociales se vuelve superfluo, superado, sustituible como lo son, justamente, lo Humano o su Cerebro. El ejercicio de la autoridad ya no depende siquiera de principios de lealtad, como ocurre en los movimientos de la nueva derecha a ambos lados del Atlántico, sino de la destrucción de cualquier límite externo que entorpezca un deseo ingenieril de control que abriga un nuevo estadio del capital.
El deseo es, a su vez, parte integral de una actividad tan intrínsecamente destructiva, que no se preocupa por lo existente y querría ponerle fin únicamente para llevar adelante su juego de construcciones. Si se quiere, es el componente infantil de Elon Musk, su delirio de omnipotencia, la idea de que el mundo es un terreno indefinidamente a disposición para experimentos de gobierno financiero y tecnocrático, en donde cualquier cosa pueda permitirse, es más, verse autorizada por la firma del destino, solo porque entra en los sueños que el poder de la empresa hace legítimos. Como ha escrito Massimo de Carolis, a simple vista la promesa contenida en este modelo “puede parecer no tan lejana de la ley del beneficio que siempre ha guiado la economía de mercado”. Observando más de cerca el sentido de esos procesos de “rifeudalización” en curso, sin embargo, “esta promesa se aparta de los patrones habituales de la utilidad o la productividad y ya no está ligada a ningún objetivo de contribuir a la reproducción del mundo común”. Se ha debatido si 44 mil millones de dólares —el precio pagado para comprar Twitter en 2022 junto con un consorcio de inversores— fue una cifra enormemente desproporcionada según cualquier lógica de mercado, hasta el punto de que los socios de esa adquisición hoy lamentan enormes pérdidas. Sin embargo, ningún gasto puede considerarse excesivo si su propósito no es la ganancia, sino la construcción de una red de poder autosuficiente que se postule como una alternativa al arcaísmo del “mundo común”. Viéndolo con retrospectiva, cada paso dado por Musk en esta dirección parece integrado en un plan; pero, en realidad, no se necesitan planes: basta con acumular en desorden las piezas de un sistema modular que puede, en el tiempo, también autodeformarse sin complicaciones, que no necesita seguir un diseño global y puede limitarse a integrar en su interior, una y otra vez, aquello que sea tecnológicamente factible, sin preocuparse de la coherencia ni del riesgo de perder homogeneidad y eficiencia.
Por eso, más que el pensamiento, lo que importa en esta modularidad es la velocidad de reacción. “Inmediato” es la consigna. ¿La IA plantea un empobrecimiento del trabajo humano sin precedentes? Hay que llegar cuanto antes, lo más rápido posible, soñando tal vez con una “renta universal alta” de contornos inescrutables que funciona, ya no como una promesa —ni siquiera en el sentido de las demagogias que conocemos—, sino como un #hashtag de compensación confiada al destino. ¿Influir en gobiernos autoritarios resulta más práctico que enredarse en los procedimientos de la democracia? Hay que apoyar de inmediato los autoritarismos, mientras aún están en el cascarón, para que, apenas lo rompan, el polluelo reconozca en el rostro de su promotor una impronta. ¿Una red de conexiones satelitales es más eficiente y es un servicio que ningún otro privado puede ofrecer? Hay que construirla ya. Y, de hecho, se ha llevado a cabo en poquísimo tiempo, desde 2019, y a pleno rendimiento costará 4 veces menos que Twitter. Tampoco importa que haya guerras, cualquier ocasión sirve para aumentar la autonomía de ese sistema en el que cada módulo hace referencia a los demás y teje una red cada vez más envolvente. Así, si Starlink inicialmente se puso a disposición de Ucrania, no hay que limitar ni desanimar el hecho de que también Rusia se haya conectado a partir de febrero de 2024, puesto que supone otro punto a favor de la extensión viral de una potencia de control.
En el fondo, el caso de Elon Musk personifica fuerzas nuevas que presionan sobre el presente. Escribía Gilles Deleuze que el corazón de las sociedades de control es la lógica de la empresa y que la empresa es intangible, “un alma, un gas”, un sujeto que se transforma “de un instante a otro” y cuyas mallas “cambian de un punto a otro”. La empresa, o más bien el cúmulo entrópico/constructivo de empresas de las que Musk es dueño, va un paso más allá. El gas se ha volatilizado hasta convertirse en un vacío en el que ya han empezado a registrarse los códigos de nuevas soberanías. Las mallas del cedazo filtran y dejan pasar solo los residuos más volátiles de un mundo cuyos conflictos se consideran defectos inevitables de producción, sucesos que pueden seguir ocurriendo sin mayor problema porque no restan nada a la formación de nuevas formas de dominio. Por otra parte, un mundo vacío que toma como modelo el espacio planetario es potencialmente ilimitado, ni siquiera está constreñido por los confines del entorno terrestre en el que vivimos. Y si se trata de realizarlo aquí y ahora, basta con considerar insignificantes la sociabilidad y los conflictos, hacerlos deslizar hacia la irrealidad cotidiana de una ficción gigantesca, unir finanzas y tecnología con los contornos de una obra surrealista, o incluso dadaísta, que sin embargo será mucho más concreta y material que cualquier hipérbole. Los cambios sistémicos que vivimos prefiguran un horizonte de dominio cuyas líneas de ejecución todavía nos cuesta entender, aunque veamos claramente sus signos. “No se trata ni de llorar ni de esperar”, decía Deleuze: “se trata más bien de buscar nuevas armas”. Hasta ahora, siendo sinceros, no se han vislumbrado dichas armas, pero sigue en juego la necesidad de imaginar un futuro alternativo, una nueva manera de pensar lo pleno del “mundo común” evitando su vaciamiento para no dejar que nuestras expectativas se reduzcan a las de convertirnos justo aquí, en la Tierra, en la primera colonia privada del Sistema Solar, el experimento de una forma de gobierno que, en realidad, ni siquiera serviría para Marte.
Fuente: Doppiozero

