Mauro Salazar J. / Decaro-Piazzolla. Zona de vanguardias

Estética, Filosofía, Política

Hacia 1880 Buenos Aires -año de la federalización- se comenzaba a comportar como la capital legal de la Confederación. Una ciudad cosmopolita, de incipiente aspecto europeo y cercada por un cinturón malviviente. Argentina se encontraba al servicio del mercado transatlántico. El tono que tenía ante el visitante de afuera o de adentro, era la orilla del mundo. Para Il Novecento,la concepción lingüística de los contingentes nómades fue el políglota, no siempre como lunfa-hablante, sino como aquel que se convierte en la condición engañosa de la lengua (mapas alteridad, extrañeidad y extranjeridad).

Bajo este “arco de temporalidad”, la ciudad portuaria fue un suburbio de luces amarillas, matarifes, cuchilleros, proxenetas, delincuentes sicilianos, puñetazos y conventillos que, más vale interrogar, con mal de hipérbole y sensibilidades expresionistas. El puerto, los astilleros y diques, fueron el “cementerio de las naves” que brindaban una “lengua franca” (Arlt). La expansión suburbana fragmentada en una trama aduanera, ensombrecida bajo la ferocidad de Hipólito Yrigoyen (1916-1922) puede ser concebida desde “novela rusa” (“realismo ante hacinamientos, marginalidad y criminalidad”). Las tensiones entre vocabularios policiales y figuras retóricas se entronizaron con los binarismos de la modernidad o tradición, la ciudad o el desierto, aquello que Borges denominó “orilla” para describir el límite entre la ciudad y la pampa. En medio de la brecha entre las planificaciones del Centenario, y el excedente de metáforas, la “deformidad física material [será] la deformación interior” -dice Mirta Arlt en 1964. Entonces, la reapropiación estética de los espacios hizo del suburbio uno de los temas recurrentes de la literatura y las artes plebeyas. Boedo encarnaba la implacable sordidez del arrabal donde los condenados a una vida gris abrazaban la humillación como una forma de autorreconocimiento.

Con todo, el ingreso de los artefactos cognitivos, salvo, la tecnología fonográfica (cilindros, gramófonos, aerófonos) nos brindó una primera generación de músicos fundamentales, arqueólogos. Julio de Caro -rítmico y polifónico- y Osvaldo Fresedo (arquitectural) abrieron una ciudad de partituras. Aquí el tango abandonaba su culpable minoría de edad y alcanzaba una consciencia histórica. El postulado decareano -sexteto de 1924- era que el “tango también podría ser música”. En 1912, en pleno Yrigoyismo tuvo lugar el encuentro entre la chusma ítalo-argentina y la “aristocracia acuerdista”. Este hito permitió una simbiosis político-social donde el liberalismo accedió a un pacto cultural -no menos táctico- entre los flujos migratorios y la oligarquía liberal que tenía intereses ceremoniosos. Luego la institución orillera, el prostíbulo, perdía su ancestral densidad rufianesca, ante el tango estetizado en alianza con la belle époque del cabaré.

Decaro emprendió en 1931 un viaje a Europa y a su vuelta organizó una orquesta sinfónica para la ejecución de solemnes arreglos de su viejo repertorio, fue una manera de marginarse, alejándose de la ritmicidad de la que nació su estilo. Dada su exquisita capacidad instrumental, el tango pasa a ser materia arqueológica y cobra visos de acontecimiento. Decaro viene a copar una epoché -pueblo de tango- y salta a la orilla al patriciado. La estabilización sonora y estilística de la guardia nueva tuvo lugar bajo Julio y Francisco De Caro. Junto a dos músicos talentosos -ambos bandoneonistas – Pedro Láurenz y Pedro Maffia diagramaron la corriente evolucionista más incidental en la historia del Tango (1924-1955). Estos lograron renovar el lenguaje musical del tango a través de sus nuevas composiciones, arreglos y recursos interpretativos: la riqueza en la instrumentación (solos, dúos, tríos); los distintos tipos de texturas (tratamiento contrapuntístico, contracantos de mayor complejidad y variaciones melódica.

La irrebasable escuela evolucionista fue un acontecimiento que adquiere el tamaño de una época; a saber, es todo lo extraño que se respira en un tiempo que se experimenta como inédito y, a la vez, como ajeno al programa evocativo de los años 40’. Salvo Pugliese y Salgan y el apéndice Troilo (según Blas Matamoro, 1982), tuvo lugar el marasmo de lo siempre igual. Tales tensiones ocurrían en medio de la época decareana, y su reinado en los años 20’. Y así, “en el cielo inmóvil de los años locos, una agüilla de dos cabezas -Marcelo Alvear y Julio de Caro- esta[ba] suspendida sobre la ciudad”. Blas Matamoros (1982) dice “que la guardia vieja descendió de los infiernos y paso a una altura luminosa que una aristocracia benevolente pudo reconocer”. Con el 1900 no solo se dispararon las ventas de discos (primero de goma, luego de vinilo), sino que aparecerán otras transformaciones en la reproducción, como las introducidas por las vitrolas, que incorporan cuernos para amplificar la capacidad de la señal acústica y eran disfrazadas como muebles delicados.

Entre 1940 y 1955 tuvo lugar la época dorada del peronismo, que cultivó una “zona gris”. Pero cabe consignar que no existió horizonte musical -futuro-, sino el pasado como intriga y mitificación gardeliana, cuyo corolario fue la versión gardeliana de Mi Noche Triste (1917). Un sublime industrial en materia de derechos sociales. Un universo barroco, absolutamente desjerarquizado. El presente urbanístico conforme a un pathos del ocaso fue un tiempo que aceleró el ocaso del género, pero se trata a la vez de un fin que no se termina nunca. Tras la caía de la época decareana, abundaba la violencia -Revolución libertadora- y emergía una nueva pulsión de fusiones ciudadanas, donde el nacionalismo identitario debía litigar con el “tango territorializado”. Pese al innegable éxito cultural del género en la sociedad de masas, a su indudable popularidad hispánica, el programa de evocación -formalizado- en 1920 padeció el tiempo del derrumbe. Blas Matomoro, define así su paradero final:

“El paraíso social peronista ha muerto, y como hecho letal, su muerte es única y definitiva” (1982, p. 220).

Una tesis perturbadora nos sugiere que el peronismo no fue hegemonía cultural, sino economía creativa, redistribución, y una vernácula cuando deviene exultante, a saber, la animalidad peronista. Pese a las masas exultantes y la producción de un sujeto político, más que una racionalidad política, existe un componente de «instinto/ manada» en las multitudes justicialistas. Además, instinto/manada, porque el peronismo se instaló en una determinada escena cultural que nace de la condición contrabandista del puerto de Buenos Aires, cuando Montevideo era el oficial, durante la Colonia, de la conciencia federalista y de la inmigración y su impacto. No construyó ninguna hegemonía propia, emergió contra la injusticia y por los cuerpos pobres (descamisados) y desplazó para siempre al socialismo argentino que no agarró fuerza popular. Lo que quedó del peronismo original fue esa vocación de transa. En ese espacio se desarrollaron todas las deformaciones y sobrevivió el “alma contrabandista” -sin agudizar la demonología.

El peronismo fue un tiempo sin acontecimiento -el spleen de lo siempre igual- y nunca elaboró un programa propio para el centro de la ciudad, sino que optó por la redistribución de los beneficios, accesos urbanos y economías creativas (industria del espectáculo). La idea fue más bien el derecho a la ciudad, la transformación urbana no fue concebida como un nuevo imaginario cultural. Los deseos sociales centrados en las condiciones de vida como acceso a viviendas modernas. La característica distintiva del peronismo fue la masividad de las intervenciones con relación al «acceso». No hay rastros consolidados de un imaginario creativo, sino distributivo en sociedad de masas. En suma, el deseo denunciante-testimonial fue su frontera. La historia cultural, en materia de creación, no puede ser el simple paso de un tiempo al siguiente, sino el difícil proceso por el que se ingresa en un nuevo tiempo sin abjurar del anterior. Si solo fuéramos contemporáneos de “nuestro” tiempo, nunca existiría cambio alguno.

Nunca existió un imaginario creativo, sino distributivo. En el campo cultural terminaron destrozando la vanguardia decareana (1955) mediante un programa evocativo testimonial. Pero esta trama de mixturas no debe ser registradas con el término “hibridación”. La musicóloga Malena Kuss rechaza radicalmente su pertinencia. El campo semántico utilizado para definir la música de Piazzolla no tiene relación alguna con los usos de Néstor García Canclini en su libro fundamental Culturas híbridas: Estrategias para entrar y salir de la modernidad (México, Grijalbo, 1990), porque conlleva de alguna manera la posibilidad de ‘pureza’”. Puede parecer extraño hablar de los placeres del exilio, pero hay algunas cosas positivas relacionadas con el exilio que deben mencionarse. Considerar ‘el mundo entero como un país extranjero’ puede moldear una manera original de ver el mundo. La mayoría de las personas son conscientes de una cultura, de un entorno, de un país; los exiliados conocen al menos dos, y esta pluralidad los hace conscientes de que existen dimensiones simultáneas. Cabría admitir que las formas rítmicas que Piazzolla le imprime al bandoneón como máquina sensitiva -ritmo, ciudad, sentido- se apartan de los pactos de los años 30’, donde la oleada de masificación (Doble AA, Alfred Arnold) ordenaba una economía de cuerpos y lenguajes para reciclar -quizá mitigar- el canyengue, lo afrodescendiente y la Habanera. El Doble AA fue una máquina industrial que supo diagramar pactos de modernización y cohesionar subjetividades del éxodo (puertos, océanos, «lunfa-hablantes»).

En efecto, la existencia de dimensiones simultáneas es central para pensar las atribuciones de sentido, lo experiencial y figural-imaginativo de Piazzolla entre las manzanas de Nueva York. Se trata de una temporalidad exílica (Mar del Plata) como perpetuación de la extranjería. En medio de tales ensamblajes la música de Piazzolla puede ser concebida como un contrapunto donde se trama los mundos del tango, el jazz y la música culta. Según María Susana Azzi, Piazzolla habría sostenido “La Argentina está podrida por culpa de Juan Domingo Perón –le dijo a un periodista brasileño en 1986–. Fue él el responsable de dividir a la gente en peronistas y antiperonistas (218: 240)”. Ello implicaba salir del oscurantismo epocal. Es posible habitar la ciudad, si quiera pensarla, es posible leer «Le Flâneur» de Astor, como una disyunción con la ciudad-masa y nuevos ejes de modernización donde las percepciones ciudadanas se encuentran excedidas de “comercio interpretativo”. En medio de tales ensamblajes la música de Piazzolla (Deleuze, 1992; 1998), puede ser concebida como un contrapunto donde se trama los mundos del tango, el jazz y la música culta (Saboga, 2017).

En el corpus musical del “territorio piazzolleano” permanece implícita la relación con la tensión rítmica del contrapunto —punctus contra punctum— el ostinato, pianísimo, la acentuación del marcatto, fortísimo, adagio, andante. La fórmula rítmica de la música judía, 3+3+2 de Manhattan. En el motivo de los afectos, y a partir de una ontología vitalista del contrapunto, el sol, la alegría o la tristeza, el peligro. El Bandoneón deviene sonoro, rítmico, rubato (porteño) melódico y gótico, o bien, de una polka rusa -en agenciamiento de afectos. Cada “afecto” o “afección” representaba un sentimiento o una emoción particular, como la alegría, la tristeza, la ira, el amor. Los trayectos de Piazzolla, en su inventividad, exacerba la “metáfora del nomadismo” centrada en hibridaciones de una frontera movediza, desanclajes y el deseo incontenible de itinerancia en las modernidades regionales sin que el nómade tenga como obligación una divisoria física o deba irse de una geografía como el caso del migrante. El nomadismo en Piazzolla -líneas de fuga- desafía tal soberanía y sus aparatos de captura (territorialización de la “orquesta típica” y políticas de cultura). La alteridad como interludio o movimiento transfronterizo nunca proviene de un afuera, sino de un devenir estepa, desierto, o un mar que rechaza toda “figura englobante”.

El género habría fallecido de una muerte cerebral en los años 60’ –salvo excepciones puntuales. Ante ello, Piazzolla ofrecía otro cuerpo posible; un cuerpo instrumental y un verdor compositivo masificado por la economía digital de los últimos años. El corpus piazzolleano, la banda sonora que buscaba captar las “bases estéticas” de la ciudad mediante interludios que aportaron una experiencia libidinal a la composición popular. Pero no hay terquedad por una ciudad representable o gestionable para consumar una ciudad sumisa, identitaria y librada al nacionalismo musical. Las imágenes se desplazan de lo representacional a lo no representacional, de la primacía de la percepción humana de los cuerpos, al pathos del movimiento.

La música de Piazzolla configura un cuerpo sonoro, una ciudad hecha cuerpo, cuyos latidos fragmentan el tiempo al oscilar entre extremos: de la intensidad dinámica a la agonía, de la densidad polifónica al grito solitario. Un cuerpo musical desprovisto de explicación literal tal vez sea en el modo en que esta música se despliega —como un cuerpo heterogéneo en perpetuo movimiento cíclico— donde se exprese una temporalidad compartida. Por fin en Corporeidad y experiencia musical, Ramón Pelinski (2005) nos recuerda que, “Piazzolla territorializado simbólicamente en el tango porteño, es al mismo tiempo el compositor nómade de siempre dispuesto a desterritorializarse sobre la música de otro, y a integrarla dentro de su propia invención” (2000, p. 38).

Dr. Mauro Salazar. UFRO-La Sapienza

*Reconozco mi deuda intelectual con mi amigo y colega, Dr. Javier Agüero Águila.

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