Dionisio Espejo / Miento, luego existo

Estética, Filosofía, Política

1. Pasado y presente de la relación entre la burguesía y las ciencias y las artes

Una de las características más importantes de la cultura burguesa fue la capacidad de coordinar e integrar todas las esferas del sistema representativo entre los siglos XVI y XVII. Se estableció un orden bajo el que se integraban y se estructuraban aspectos varios que aparecían como partes de un organismo. Así sucedió con novedades tan importantes como las relativas a la concepción del poder contractual, la transformación operada por el cristianismo reformado, la valorización de las artes y sus significados, el desarrollo de la ciencia empírica y racional, la importancia creciente de la actividad económica capitalista, o el sistemático avance de las nuevas tecnologías mecánicas. Ahí está la clave del triunfo de la emergente burguesía, y el nuevo orden político-social, frente al sistema estamental y el feudalismo. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, hubo dos pilares fundamentales en los que se apoyó el poder de la burguesía: las artes y los saberes. El proyecto político se identificó con la praxis artística, así como con la investigación científica. Y es importante recordar aquella conexión para comprender el significado de la actual ruptura entre los diferentes componentes del programa burgués. Precisamente hoy, que nos encontramos en una nueva fase de lo que algunos han llamado “capitalismo cognitivo”.

Hemos podido identificar el proceso por el cual a lo largo del siglo XX se produjo una separación entre la creación artística y la sociedad, a la que ya no podemos llamar simplemente burguesa. De esa quiebra ha aparecido la cultura de masas, una forma de creatividad enfrentada a la concepción del viejo saber artístico y a la clase social burguesa que lo creó. Las masas abandonaron los referentes culturales de la burguesía y se produjo un proceso de descomposición de la alta cultura cada vez más sofisticada y más alejada de su público. Las razones son bien conocidas: el arte de vanguardia se convirtió en una forma de resistencia frente a la burguesía que lo había creado. De alguna manera, ese arte vanguardista de entreguerras reflejaba la lucha de clases que Marx anticipara. El nuevo arte, teatral, plástico, literario o musical, y en especial el Surrealismo, al igual que sucedió con el proletariado decimonónico, se presentaba como el liquidador de su benefactor burgués. El gesto artístico de Duchamp, Aragon, Buñuel o Malevich, se presentaba como una forma del complejo de Edipo, en la que el hijo vanguardista, líder de la masa, iba a liquidar al padre, encarnación de la burguesía, en su versión clásica y romántica.

Pero la novedad es que a finales del siglo XX, por primera vez, desde la época de Galileo, la élite dominante burguesa comienza a considerar a la ciencia como una amenaza. Es sabido que las ciencias naturales fueron la cobertura de las revoluciones industriales, como las ciencias humanas lo fueron de los nuevos movimientos sociales del siglo XIX. Este fenómeno es más raro pues nuestra salud, nuestras tecnologías de la comunicación, nuestras infraestructuras, todo nuestro mundo se ha basado en la investigación natural y social de los siglos XIX y XX. Al final del siglo XX el desarrollo industrial y económico encontraba los primeros frenos en la investigación que comenzaba a mostrar los límites de la sostenibilidad del planeta. Muchas de las fábricas que motorizan la lucrativa revolución industrial, y muchos de sus mercancías, se basaron en una forma de producción altamente contaminante. Los motores de combustión, los aires acondicionados, los abonos y fertilizantes, las centrales nucleares, etc. se descubren que son causantes del deterioro y la contaminación de suelos, acuíferos, animales, humanos, capa de ozono, en definitiva, responsables de ese Antropoceno que parece estar mostrándonos los límites de la vida humana en el planeta tierra.

2. Las cenizas de la verdad

La perfecta lógica entre apariencia, arte, verdad y ciencia, que mantuvo a la mentalidad burguesa, se resquebrajaba a pasos agigantados al final del siglo XX. El arte y la ciencia eran abandonados, y frente a la apariencia artística se creaba un mundo apariencial en las redes y con la cultura de masas que pretende convertir a la propia vida en una obra de arte (Bauman, 2010: 193). A eso se suma una novedosa oposición a la concepción científica, especialmente a aquella que se mostraba hostil a la explotación de los recursos naturales. Contra la investigación se comenzó a recurrír a viejas mitologías y a un complejo sistema de infoxicación y negacionismo que cala fácilmente en una desconcertada ciudadania. Hoy estamos en una situación desconcertante, en el umbral de una nueva era, pero con el peso descomunal de la vieja era. Los “viejos” oligarcas se resisten a perder sus fuentes de ingresos y con ellos sus privilegios, sabemos que van a resistirse, que lo están haciendo y lo harán mientras dure la larga transición que estamos viviendo, eso que algunos, ni más ni menos que la mayor parte de las instituciones internacionales encargadas de velar por nuestro bienestar y seguridad, llaman agenda 2030, una transición turbulenta y desorientada aunque sepamos que tenemos un inventario de soluciones (https://drawdown.org/) y sepamos lo que debemos hacer.

En una cultura de masas los grupos de poder saben que tienen que dirigir a la opinión pública y lo están haciendo con sus batallones de influencer que se multiplican en las redes como verdaderos oráculos, que apelan precisamente a un saber oculto que ellos son capaces de desvelar. Son los mismos que cuestionan la democracia de partidos, los mismos que ponen en marcha las motosierras parlamentarias, movilizan el miedo y el desprecio. Nos debemos cuestionar que condiciones se han dado para que se produzca esa gran desconfianza hacia la verdad que Nietzsche nos enseñó que era consenso, comunidad. Porque estos nuevos oráculos que inundan las redes no se oponen a una verdad sustantivada que criticaba el mismo Nietzsche, sino a verdad que funda los pactos que articulan nuestra convivencia. Algo ha pasado en el siglo XXI para que las masas prefieran la “mentira” (entendida como estado de guerra), una “mentira” que para ellos es solo un arma en la lucha contra los cambios que perciben como amenazantes. Desde Nietzsche podemos apuntar a una voluntad nihilista, un deseo de destruir un orden que ya no satisface las ansias de poder de algunos. Solo un estudio atento de la voluntad de poder nos podría hacer comprender porque no se aceptan los discursos de verdad consensuados hasta ahora, y se prefiere, incluso se aclama, el fake. La conquista del poder supone crear nuevas condiciones de verdad, repensar y reformular los consensos, incluso contra los consensos.

Uno de nuestros grandes problemas filosóficos de nuestro tiempo es comprender lo que queremos decir cuando hablamos hoy de verdad, de interpretaciones y de hechos. Son muchos los que a la luz del devenir social y moral, político y económico, han achacado a Nietzsche, y a sus lectores últimos, de Foucault a Derrida, la responsabilidad del deterioro del principio de verdad. Se entienden los diagnósticos de estos pensadores como prescripciones y no como descripciones de lo que está sucediendo. Y comprender esa diferencia es fundamental. No podemos contraponer la concepción de verdad de Arendt a la de Derrida como dos teorías de la verdad, porque mientras Arendt prescribe unas condiciones ineludibles a lo que llamamos verdad, Derrida, o Foucault, sin embargo, como por otra parte nos enseñó a hacer Nietzsche, describen el devenir y el comportamiento en tanto que acontecimiento, de ese concepto. Precisamente Derrida o Foucault nos enseñaran a comprender que se quiere hoy decir cuando se dice verdad, que está sucediendo con la antigua objetividad lógica o empírica de tal concepto. Cuando Derrida, en Historia de la mentira, se interroga por el concepto de verdad en Arendt lo que cuestiona es si esa concepción de verdad que emplea la pensadora sea válida para nuestras actuales experiencias. De la misma forma que cuando Steiner en Presencias reales hace una crítica de las filosofías de la «ausencia» no se enfrenta tanto a Derrida como a ese mundo en el que toda presencia de realidad, el hecho mismo, se desvanece.

Tanto los que describen, como los que denuncian, la deriva que nos ha tocado vivir nos aportan algo importante para el camino que debamos emprender. Podremos saber donde nos encontramos, porque llegamos aquí, y hacia donde queremos dirigirnos. Incluso podemos llegar a comprender, en el momento en el que nos encontramos, como la verdad ya no está activa en nuestro discurso donde se multiplican las «narrativas» y los adeptos de cada uno de los marcos discursivos. La verdad, esa que fundamenta derechos igualitarios, ha llegado a ser, para ciertas formas anarcoliberales, una amenaza a la libertad de los individuos. Proceda de donde proceda, sea fruto de una investigación doctoral o policial, sea un descubrimiento físico o periodístico, sea la consecuencia de un proceso judicial o universitario, las conclusiones ya no tienen valor, porque las mismas instituciones tampoco lo van a tener. El deterioro de los distintos marcos institucionales, los tradicionales focos de producción discursiva, afectó gravemente al concepto de verdad.

3. ¿Por qué las masas hoy desprecian la verdad?

El desprecio hacia las formas de verdad que hoy comienza a verbalizarse en la gente es un fenómeno complejo que resulta de varios procesos históricos, sociales y tecnológicos. No se trata simplemente de que la gente haya dejado de valorar la verdad, o a las instituciones productoras de verdad (Publicaciones científicas, universidades, investigaciones policiales, judiciales) sino que ha cambiado la función simbólica que ésta ocupaba en el espacio público. Y por otra parte los sistema de producción discursiva se han atomizado, multiplicándose las fuentes que antes estaban concentradas y custodiadas por una serie de estructuras verticalizadas. La desaparición de los monopolios editoriales o discográficos es solo un ejemplo de la diseminación actual de los discursos.

Durante la Ilustración, se fue formando un nuevo «orden» discursivo por el que la «verdad», producida por ese orden, se consolidó como el fundamento racional de la vida política: el ideal era que las decisiones colectivas se basaran en hechos y argumentos verificables empíricamente y no con meros argumentos como en la tradición aristotélico-tomista. Sin embargo, en el siglo XXI, este consenso se ha visto erosionado. Y si por una parte reconocemos los riesgos, como señala Hannah Arendt (1972), respecto a la política moderna en tanto que renuncia a la verdad «factual», que abre la puerta a la manipulación y al espectáculo más banal, por otra parte, la actual horizontalidad de las fuentes discursivas, nos proporciona infinitas posibilidades de «verdad», lo que supone algo así como una visión cubista de los hechos, es decir una realidad contemplada desde múltiples ángulos. Quizá lo más importante de esta mutación que estamos viviendo es que puede permitir que se reactive una tradición retórica (Pujante, 2024) que sufrió un importante descalabro con la imposición del paradigma científico-matemático, aunque esas posibilidades solo se lograran si se crea una conciencia de rechazo de los usos fraudulentos del discurso.

La digitalización de la comunicación ha acelerado estos dos procesos, la banalización discursiva y su opuesto. En las redes sociales, todos los discursos aparecen en el mismo plano: el dato riguroso y el rumor infundado compiten por su cota de atención en condiciones de igualdad, es la horizontalidad discursiva, peligrosa solo en tanto que diluye los mensajes fundamentados y los puramente ideológicos, pero necesaria en tanto que priorizamos la democracia. Peligrosa para quien no ha desarrollado un «gusto intelectual» que le permite identificar el trabajo mediático bien hecho frente a las chapuzas discursivas, y para eso las AI no nos van a ayudar pues ella amplifican y repiten lo que se reproduce masivamente. Pero necesaria por cuando es la prueba de esos mensajes apocalípticos de los influencer totalitarios son falsos. Como explica Byung-Chul Han (2014), las plataformas digitales privilegian la emoción sobre la reflexión, lo inmediato sobre lo duradero. El conocimiento, tradicionalmente vinculado al trabajo minucioso, al esfuerzo y a la verificación, cede ante las gratificaciones instantáneas del “me gusta” y la viralidad que actua como premio. Comenzamos a percibir que más importante que el mensaje no es solo el medio, es el éxito en la interacción que se produce con los receptores. Eso que ha creado un nuevo fetiche diferenciado del emisor mismo: el sujeto expuesto en la comunicación. Después de los diversos procesos de fetichización que hemos conocido en los últimos siglos, hoy estamos en plena era del «fetichismo de la subjetividad» (Bauman). No sabemos hasta que punto esta mutación antropológica permitirá la supervivencia de la Democracia o inventará una nueva forma de acordar y deliberar en común, de dialogar, algo difícil para el nuevo sujeto escénico de las redes.

Pero, con todas estas idas y venidas, con toda la erosión del canon normativo y las instituciones de la verdad, no hemos perdido el eje bajo el que gira la vieja concepción de verdad, tanto ayer como hoy se llama verdad a aquel tipo de juicio, a aquella forma de nombrar hechos o experiencias, donde encajan las percepciones, empíricas o simbólicas, de una comunidad entera. Nos guste o no nos guste siempre fue así, discutida o impuesta, investigada o dogmática, la verdad solo fue verdad cuando fue admitida un un conjunto suficientemente significativo, y ahí fue cuando fue expulsado el sofista, como bien recuerda Foucault en El orden del discurso, y fue expulsado precisamente por recordar la necesaria convencionalidad de los juicios. Cuando los hombres llaman verdad a un juicio o a una percepción quieren decir que no hay otra forma de llamarlo, que no es metáfora como nos quiere recordar el sofista.

Las verdades son formas de expresar una determinda percepción o el fundamento de una imagen del mundo, son representaciones o meros juicios, una complejidad con muchas aristas, y lo primero a lo que nos remiten es a los hechos o a los argumentos. Son complejas porque se producen en las relaciones sociales, nadie asume ser un mentiroso, eso te lo achacan los demás. Y si eso fuera poco debemos asumir que, como para los griegos, la verdad no es una cosa sustantiva, es solo un proceso, alezeia, desvelamiento. La verdad es un camino no un destino, como para Ulises la patria es el camino atravesando el mar no Itaca. Además, la verdad implica una renuncia: aceptar hechos, acontecimientos, experiencias vivas y en movimiento, puede obligar a cuestionar creencias, identidades o intereses asumidos desde hace tiempo. Y sin esa suspensión identitaria, renuncia a un conjunto de creencias que nos identifica, que nos recuerda la a epoche husserliana, no hay verdadero pensar ni verdad, pues la capacidad de juzgar por la que buscamos la verdad más que con el conocer está emparentada con el pensar. Pero, aquí surge el problema, frente a la incertidumbre creciente de nuestro tiempo, muchas personas prefieren relatos que les proporcionen certidumbre emocional, aunque sean falsos. En un mundo masificado parece necesario presentarse de alguna forma, tener una identidad. Por eso son demasiados los que rechazan las aspiraciones de verdad tanto como la posibilidad pensar, se refugian en viejos o nuevos dogmatismos que aceptan como verdad sin haber comenzado siquiera una búsqueda seria. De ahí el éxito de teorías conspirativas y noticias falsas, que no buscan informar sino confirmar prejuicios. Umberto Eco (1995) advertía que en momentos de crisis, las sociedades tienden a refugiarse en relatos simples y maniqueos. Es indiferente que los mensajes tengan más o menos solvencia, que tengan autoridad o que no la tengan, solo se desea que la información confirme el prejuicio, solo se aceptan pruebas de que los principios que rigen su propia opinión están operativos y son compartidos, la propuesta discursiva debe ser simple y localizar adecuadamente a los “buenos” y a los “malos”. El discurso se construye desde aquello que espera el consumidor, y eso es así desde que el discurso es una mercancía no una necesidad vital, desde que la educación es un mero instrumento no un verdadero fin. Hay un momento donde las palabras no nombran experiencias, ni percepciones sino deseos. El discurso afín supone una primera confirmación de que el deseo será cumplido.

El paradigma económico parece que tiene que explicarlo todo, por eso toda experiencia o acontecer, incluso las relaciones comunitarias, familiares o de pareja, se comprenden como transacciones económicas, donde dos o más consumidores comparten sus pulsiones adquirientes. Finalmente, el neoliberalismo ha desplazado la noción de comunidad hacia la primacía del individuo consumidor. La verdad, como bien común, pierde relevancia frente a la “verdad personal” que se adapta a los deseos del sujeto. Como escribió Zygmunt Bauman (2000), vivimos en una modernidad líquida, donde todo —incluso la verdad— se vuelve flexible y volátil. Nada que no satisfaga el deseo del sujeto puede ser verdad, es más, ese supuesto es simplemente inconcebible. Ese concepto de “líquido” no solo se contrapone a una ilusoria solidez que nunca existió sino que conecta con la idea heraclítea de la vida como flujo, en la metáfora del río.

De nuevo, la de Bauman, alude a una concepción subjetiva de los procesos históricos que hacen hincapié en el deseo, ese mismo deseo que para las éticas clásicas solo era susceptible de ser limitado mientras que en la era del fetichismo de la subjetividad, en tanto que aliado del consumo, solo es considerado en proporción a su capacidad máxima de amplificación. Liberarnos del malestar en la cultura, poner el eros al descubierto, eso que tanto ansiaba Marcuse, ha tenido un precio: hemos precarizado el nosotros sobredimensionando el yo consciente e inconsciente. Y precisamente el deseo es el aspecto más inconsciente y obtuso de nuestra personalidad, lo que nos individualiza y nos aísla. Solo nos acercamos a una apariencia de comunidad en la imaginación ilusoria de un conjunto de deseos compartidos. La verdad como consenso se ha transformado así en el deseo quimericamente «consensuado», un imposible que se vuelve constantemente contra un deseo plagado de fantasias y una realidad colectiva huérfana de nexos comunitarios. Es así como el deseo se presenta como verdad, no siendo sino una mera apariencia subjetiva. La ética clásica, basada en el autocontrol del deseo, abría a los hombres a la comunidad, mientras que la actual liberación del deseo los cierra, los encierra y los incapacita para la relación con los otros. No es posible el consenso desde esa clausura subjetiva, ni parece posible el dialogo, entendido como el camino emprendido por un conjunto de individuos que buscan acuerdos, eso que luego llamamos verdad. Dejemos fijada esta idea: una ética basada en la satisfacción del deseo no es compatible con ningún proceso cognitivo, y en consecuencia ético y político, que tenga por finalidad la verdad. No podemos pensar fuera del marco liberal subjetivo, el socialismo, en el contexto de mónadas subjetivas en el que nos encontramos, es un espectro.

Así, el desprecio actual por la verdad no es una moda ocasional, ni un accidente, sino la consecuencia de una transformación que se está produciendo en la cultura, la tecnología y la política. Y este proceso no podemos interrumpirlo, es ya un acontecimiento, lo que debemos hacer es dirigirlo y eso supone cuestionar el espejismo de la identidad y recuperar el suelo real de nuestra tierra y nuestro cuerpo. Eso supone cuestionar el idealismo subjetivista que hace que todo sea mediatizado por el deseo, supone rescatar otros principios articulados de la vida que no pasen por el criterio económico, que no supongan desarrollo ininterrumpido sino habitabilidad y convivencia. Superar la confusión entre verdad y mentira o entre apariencia y realidad no implica regular la información y los canales de comunicación, sino reconstruir un nuevo compromiso colectivo, un gusto, con el valor de la verdad como condición de posibilidad para cualquier convivencia democrática. Algo así como reconstruir el “pacto lingüístico” descrito por Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extramoral.

Y quizá la primera de las tareas es familiarizarse con los procedimientos representativos, y sobre todo amar la ficción. No respetaremos la verdad si no disfrutamos con el juego artístico de la mentira. La ficción es metáfora y surge de la voluntad creadora, surge cuando esa voluntad se topa con una experiencia que no tiene nombre, entonces la metáfora la identifica nombrándola. Las mentes más rígidas y dogmáticas no conciben el juego apariencial como ficción, no entienden ni el juego ni la ficción, no entienden que no todo es realidad o todo es ficción, o todo es verdad o todo es mentira. No hay dualismo sino un proceso dialéctico que nos lleva de un sitio al otro. Hay puentes muy sutiles entre el acto creador ficcional y su posterior acuerdo fundante de verdad. Lo uno y lo otro se oponen y se suponen, su dialéctica ni afirma ni niega un valor del par, se afirma y se niega según las circunstancias, pero genealogicamente la verdad se sabe procedente de la mentira. Ese es el valor de la literatura, de la ópera, el cine o el teatro, que, aunque nos pueda enseñar a mirar y comprender nuestra experiencia, sabemos que nos es nada más que un producto creativo de la imaginación. Pero para percibirlo hay que haber aprendido a imaginar. Ese es el desafío, al final tiene que ver con nuestras capacidades, y nuestras capacidades hay que desarrollarlas, es precisamente de lo que se debería ocupar la formación familiar y escolar de los niños.

Hay un mito para pensar el origen de los conceptos que comienza como todos los cuentos: “Erase una vez…” que es como comienza Verdad y mentira en sentido extramoral. Para Nietzsche el problema de la verdad surge en el decir, en el lenguaje. Comienza en la percepción y acaba en el concepto. La decisión acerca de lo que es verdad atañe al nombrar y Nietzsche supone que el nombre originario es metafórico no literal. Por eso no hay verdad sino metáfora en ese decir primero. Y contra el caos de las múltiples y creativas denominaciones, y de frente al bellum omnium contra omnes, es como se decide seleccionar la metáfora que en adelante será tomada por el nombre literal de la cosa. Ese es el Pacto lingüístico. Mentir, usar metáforas no convenidas para nombrar las cosas, es por tanto un atentado contra el acuerdo, el mentiroso o el poeta son expulsados de la República (Platón).

Lo que los filósofos han intentado demostrar después de Auschwiz (Adorno, Dialéctica Negativa) es que toda verdad, en tanto discurso, no solo hace referencia a los hechos sino que constituye un hecho en si misma. La realidad puede confundirse con la apariencia de dos formas: o genealógica o metafisicamente. Nietzsche, y cuantos le han seguido han querido mostrar que lo real tiene un origen apariencial. Los metafísicos en su versión dogmática o relativistas postmodernos, han creado una (contraposición) entre lo real y lo apariencial. Por eso cuando Nietzsche reivindica la mentira y la sitúa, como metáfora, en el origen, no está justificando a aquellos que no distíngen entre la realidad objetiva y su representación o apariencia. La cuestión es que el valor de mentir es completamente diferente dependiendo de quien miente, es decir, no es lo mismo una mentira-metáfora que pretende desvelar lo originario, y se presenta artísticamente, que una mentira que quiere hacerse pasar por verdad religiosa o científica. Mientras uno describe el discurso que precede al acontecimiento el otro niega el acontecer mismo.

4. La indistinción emocional entre lo ficticio y lo real.

Sabemos que lo real no es solo un conjunto de acontecimientos y representaciones, también sabemos que todos no percibimos por igual la ficción, que muchos no perciben la ficción artística, y quizá por eso muchos la rechazan. A veces parece que los mayores enemigos de la ficción, los amantes de esos relatos basados en “hechos reales” temen a la ficción porque la ficción les revela que su mundo es una pura quimera. El mundo, la vida misma, se convierte para algunos en algo incómodo, incluso temible. Por eso inventan fabulas, como Nietzsche nos recuerda constantemente, para protegerse, pero estas fábulas deben comportarse como su fueran la única representación posible del mundo. Tenemos una dudosa relación con nuestra capacidades fingidoras, es tan compleja que el mayor fingidores el mayor negador de la ficción, nihilismo es eso. Reconciliarse con la vida supone conocer el estatuto de la ficción.

Sabemos que no nos relacionamos directamente con los hechos en sí, sino que los procesamos a través de nuestras representaciones, que nuestra realidad contiene un elemento fantasmal, irreal, ficcional. Pero el arte nos enseña a relacionarnos con la ficción. La creación artística no se puede reducir a mera mercancía, objeto de consumo. Nos desarrollamos humanamente de niños en el juego y de adultos en la ficción artística. Estamos tratando de uno de los rasgos por los que nos identificamos como seres humanos. Hoy que la AI nos la venden como una nueva etapa del desarrollo y una superación de los limites de la inteligencia humana, estamos más precisados que nunca de una revalorización de las capacidades creativas y de la ficción. No existen descubrimientos, tan solo invenciones, y nuestras invenciones no deben reducirse a mercancías. Tampoco se trata de una cuestión de gusto, puedes no tener sensibilidad artística y, sin embargo, ser capaz de identificar una determinada construcción dramática o plástica, incluso diferenciar racionalmente una invención mecánica o un buen relato. Lo importante de la ficción artística es que nos permite darnos cuenta de la diferencia que hay entre los hechos y sus representaciones. Nos hace vigilantes respecto a las construcciones que niegan los hechos y confiados respecto a aquellas representaciones que nos acercan a la vida, incluso cuando aquellas representaciones son deformantes como en Picasso o en Klee o son matéricas como en Millares o Frutos Llamazares.

Amamos el arte porque allí los discursos no se presentan como verdades absolutas: el Faust de Berlioz no es más verdadero ni menos que el de Gounod o el de Busoni. La experiencia artística nos enseña muchas cosas, y precisamente esa es la aportación principal: su capacidad de hacernos aprender. No consumimos arte como pizzas o zapatos. Su postulado principal es que no existe naturaleza humana sustantiva sino proceso de construcción de lo humano, y en ese camino del hacerse humano, eso que llamamos educación, nos hacemos adictos al aprender. Escuchar una ópera, contemplar una serie de pinturas o leer determinadas obras, es una nueva experiencia en tanto que aporta un determinado aprendizaje. No, la creación artística como la investigación científica, no son mercancías que se consumen y se pueden tirar u olvidar, no solo no se olvidan sino que debemos volver una y otra vez a ellas para descubrir, o descubrinos, en esa nueva aproximación. Y precisamente la experiencia artística, en parte cognitiva, en tanto que nos aporta un conocimiento, es sobre todo, a diferencia de la experiencia filosófica o científica, una escuela para las emociones. En la escucha de una Lulu de Berg no solo conocemos sino que aprendemos a sentir con esas músicas, desarrollamos infinitas sutilezas emotivas que se despiertan en la escucha.

No estamos ante una mercancía de consumo inmediato, como con las músicas de moda, ni ante un protocolo de autoayuda. Tampoco sirve la obra artística como materia para el curriculum escolar. Como, la literatura, la experiencia musical y la habida con las artes plásticas, forma parte de una cierta forma de escuela sentimental, pero no solo, pues es también una forma de acceso a la metafísica. Lo primero que nos enseña la obra de arte es a acercarnos a los discursos, tomarlos como tales, puras representaciones aunque no representen nada externo ni objetivo. A ello nos enseña la retórica, escuchar lo que nos dicen sin pretender conocer ninguna verdad oculta, sin aspirar a ninguna revelación, escuchar, respirar, cantar. Por eso el arte es como la vida y tiene que ver con nuestra polifacética capacidad de representarnos pero también de reinventar el mundo. Claro, no necesitamos simples representaciones, necesitamos que nuestros mapas del mundo se quiebren cuando no sean suficientemente operativos y el arte nos ofrece infinitos mapas sustitutorios. Ninguna información, por muy veraz que sea, tiene la capacidad de orientarnos como lo puede hacer una buena novela.

La experiencia emocional que los seres humanos experimentan ante obras de ficción ha sido objeto de debate en la estética filosófica contemporánea. Una de las paradojas más llamativas es el interrogante acerca de cómo podemos sentir miedo, tristeza o empatía hacia personajes o situaciones que sabemos que no existen. Walter Lippmann (1922), en su obra Public Opinion, distingue entre el “entorno” (environment) y el “pseudoentorno” (pseudo-environment), que es la representación mental que cada individuo construye sobre el mundo que normalmente es mucho más extenso que la pequeña parcela de mundo en la que cada uno vivimos, nuestra caverna. Las personas no reaccionan directamente a los hechos objetivos, sino a las imágenes simbólicas que se forman en su mente a partir de su cultura, creencias, o lo que llama Lippmann estereotipos, que en buena medida se forman a través de la educación y de los medios de comunicación. Uno de los ejemplos que Lippmann emplea en este punto es el de una joven que se asusta, al romperse un cristal, presa del pánico, acontecimiento y respuesta emocional que cuando analizamos sabemos que se produce no por el evento en sí (entorno), sino porque en el pseudoentorno de la muchacha la rotura del cristal simboliza una muerte inminente: «Lo que cada persona hace no se basa directamente en el mundo tal como es, sino en la imagen del mundo que se forma en su mente» (Lippmann, 1922). Claro, ella no se asunta por el cristal sino por su padre al que cree súbitamente en peligro.

Por eso comprendemos que diga Noël Carroll (1990) que las emociones frente a la ficción son auténticas e incluso racionales. En su libro The Philosophy of Horror, Carroll argumenta que lo que sentimos no depende de creer que los personajes existen en el mundo real, sino de aceptar su existencia dentro del mundo narrativo. El miedo que sentimos hacia un personaje como Drácula es racional dentro del universo ficcional, porque en ese contexto él representa una amenaza. «El miedo que sentimos en el cine puede ser apropiado, no porque creamos que hay un monstruo real, sino porque aceptamos la lógica interna de la narrativa en la que aparece el monstruo» (Carroll, 1990, p. 80). En realidad el miedo y la aversión que nos producen las amenazas de determinado dictador no debería diferir mucho del que podríamos sentir frente a un Dracula, uno en un entorno real y otro en un pseudo entorno, ambos, despertarían sentimientos reales en nosotros. Este marco conceptual hermenéutico resulta especialmente útil para entender las emociones que sentimos ante la ficción: cuando sentimos miedo frente a personajes como Drácula, no reaccionamos al entorno físico, sino a una construcción simbólica que activamos temporalmente a través de tal narrativa. Y eso es lo que intenta explicar María José Alcaraz León (2011) cuando propone como clave, para entender la autenticidad de las emociones frente a la ficción, lo que ella llama «discontinuidad emocional». Con esta lectura sostiene que nuestras emociones no siempre están alineadas con nuestras creencias racionales. Aunque sabemos que Drácula es un ser imaginario, la forma en que se presenta en la narración es suficiente para activar emociones reales, como el miedo o la repulsión. Para Alcaraz, la ficción funciona como un espacio simbólico que apela a nuestras respuestas afectivas sin requerir una creencia literal en la existencia del objeto temido. «No es necesario creer en la existencia de un objeto para tener una emoción en torno a él. Las representaciones, si están adecuadamente construidas, pueden provocar emociones auténticas» (Alcaraz, 2011, p. 106). Y probablemente es lo mismo que sucede ante las mentiras fabricadas por individuos en red o por los medios: los espectadores asumen que es una ficción, sin embargo, en su recepción se activan emociones auténticas. Y esta experiencia es decisiva para comprender la transformación actual del concepto de verdad. Lo que importa es la respuesta emocional, por eso percibimos que en la reacción al estímulo está la verdad del mensaje. Y los medios se basan en la capacidad de crear emociones no en informar. El receptor tiene una forma que va siendo reforzada por lo que le in-forma, y el mensaje puede activar o no las emociones del receptor, solo si lo logra hay comunicación.

Podemos encontrarnos posiciones teóricas contrarias a las de Carroll o Alcaraz en lo que respecta a la valoración de la respuesta emocional frente a la ficción. En su obra Mimesis as Make-Believe, Kendall Walton (1990) propone que las emociones ante la ficción son en realidad «cuasi-emociones». Es decir, no son emociones reales, sino estados afectivos que surgen en el contexto de un juego imaginativo. Cuando sentimos miedo ante Drácula, estamos participando en un juego de «hacer como si» estuviéramos en peligro, pero no creemos realmente que lo estemos. Esta postura resuelve la paradoja negando que las emociones ficticias sean del mismo tipo que las reales. Por eso: «Cuando lloramos por la muerte de Anna Karenina, no lloramos porque creemos que ha muerto una persona real, sino porque participamos en un juego de hacer como si la ficción fuera real» (Walton, 1990, p. 245). La forma en la que reaccionamos y nos comportamos frente a emociones basadas en ficciones sería diferente a la manera en la que respondemos frente a los hechos.

La comparación con el sueño es aquí pertinente, pues las ficciones o las mentiras serían como sueños que suceden en un espacio virtual y, en realidad, no confundimos con el espacio real de nuestra experiencia. Sin embargo, su verdad procede igualmente de la reacción emocional subjetiva no del hecho objetivo. Cuando Susan Feagin (1996) nos sitúa frente al valor ético de las emociones, que se despiertan en nosotros de frente a una ficción artística, alcanzamos a comprender otro aspecto de esta verdad que concedemos a la ficción. Para nosotros, nuestra respuesta emocional, aunque dentro de un juego o una ficción, es real porque se introduce en nuestras formas de representación. Es algo así como un entrenamiento, y seguramente la industria cinematográfica norteamericana ha jugado mucho con los espectadores desde esta perspectiva. Por eso Feagin en Reading with Feeling, sostiene que dichas emociones no solo son reales, sino que tienen un papel educativo y moral. Para ella, sentir miedo o empatía hacia personajes como Drácula o sus víctimas, nos permite desarrollar sensibilidad y juicio ético, preparándonos para responder emocionalmente en la vida real, por eso podemos leer: «La experiencia estética tiene un valor moral cuando las emociones que provoca nos ayudan a cultivar la empatía y el juicio ético» (Feagin, 1996, p. 97). De esta manera mientras que Alcaraz y Carroll defienden la autenticidad de dichas emociones y Walton propone que son simulaciones afectivas, Feagin resalta su potencial transformador en tanto que emociones verdaderas o simuladas.

La consecuencia más inmediata para comprender este fenómeno es que no importa tanto la realidad o la ficción de lo que acontece sino el sentimiento que despierta en el sujeto, y finalmente la capacidad de aprendizaje con la que la ficción se convierte en un elemento decisivo de la humanización del sujeto. La verdad no está en el estímulo, la obra artística, la ficción, sino en el sujeto que la percibe, se ha producido un desplazamiento en nuestra comprensión del fenómeno, incluso a la hora de considerarlo como una cuestión estética. Es decir, la emoción que hoy despierta determinada obra de arte, por ejemplo un Crucificado de Matthias Grünewald, puede ser parecida o no tiene nada que ver con la que despertó en su momento, porque el hecho ficcional no es una evidencia, no es un hecho. Lo que hacemos a través del sentimiento es convertir en hecho determinadas ficciones, y por la misma razón los sentimientos son los que convierten en verdad determinadas mentiras. Así comprendemos porque aun sabiendo que ciertos discursos sean falsos el receptor los toma por verdaderos. El giro copernicano de la filosofía ilustrada no ha dejado de actuar en el siglo XXI: todo se comprende desde el individuo, en particular, desde sus sentimientos. Y es aquí cuando nos cuestionamos si la mentira del arte es o no parangonable a la mentira de la publicidad o la de la propaganda.

5. Representación y verdad; recordando a Nietzsche.

Las interpretaciones estéticas que hemos referido reducen la experiencia artística al marco psicológico, y la verdad, en ese marco, se reduce a una relación entre el sujeto, sus emociones, y el objeto; y de la misma forma todo el problema metafísico suscitado por la ficción artística y su inserción social e histórica se reduce a un compromiso del individuo. La apariencia y la exterioridad son interiorizadas. Pero no podemos considerar solo desde una perspectiva individual, y psicológica, el concepto de verdad. Sabemos que verdad o mentira solo se calibran desde un determinado marco o contexto social. Pero, también es cierto, que considerar que la verdad sea una construcción social no significa que cada cual tenga su verdad; sí, construcción, pero social, no psicológica, aunque también podamos reconocer que cada psique tenga una determinada «voluntad de verdad» (Foucault). Nietzsche nos explica con detalle la forma en la que se fabrica esa forma de consenso que llamamos verdad, su origen artístico, él lo llama metafórico. Y de ahí se desprende la explicación que Foucault nos da acerca de como funcionan las estrategias por las que se produce un discurso, cuya voluntad tampoco es psicológica sino más bien social o institucional. Pero la afirmación que se deriva de esta crítica o genealogía de toda verdad no es que la verdad sea una mera perspectiva individual ni tampoco se deduce de eso la inexistencia de lo fáctico como han venido repitiendo los “postmodernos”. Al negar la sustantividad de la verdad no se niega la verdad sino que esa negación metafísica afirma su historicidad. La verdad no es ser o sustancia, es devenir, proceso constante. Historizar la verdad significa asumir su convencionalidad y descubrir su procedencia, los juicios que asumimos como discursos de verdad tienen autor y surgen en determinadas circunstancias. Confundir hechos e interpretaciones es una forma de sustantivizar la verdad. Por eso, si no queremos extraviarnos por la ruta postmoderna, es prioritario asumir, como dice Nietzsche, que los hechos no son morales, lo moral es una interpretación, y la verdad, es también una forma de interpretación. Como buen nominalista Nietzsche asume que moralidad y saber son juicios no cosas. Si queremos salvar los hechos, y ese es el objetivo de este ejercicio de pensamiento que realizamos aquí, debemos reconocer cuantas interpretaciones los rodean y envuelven, cuantas los suplantan.

Sabemos que hay muchas ventajas en esta convencional confusión entre la verdad y los hechos, primero para la vieja metafísica de la presencia (Cristianismo y poder político fueron sus beneficiarios) y ahora para la nueva metafísica subjetivada de lo virtual. Desde la publicidad o la propaganda se defiende esa forma de verdad que se confunde con el deseo. Como con el arte era real el sentimiento del sujeto, aunque el estímulo fuera una ficción, ahora lo que confiere realidad al juicio es el deseo subjetivo, y eso aunque sepamos que la mercancía que adquirimos no cumplirá con nuestras expectativas. Seguramente eso, psicologizar o negar los hechos, convertirlos en mera interpretación, una entre tantas, fue la solución que se les ocurrió a aquellos que quisieron negar la historia. No hay otra forma más eficaz que esa para borrar sus actos ignominiosos, esa por la que el dogmatismo racionalista se convierte en el blanqueo de los crímenes. Los perpetradores, los que se ríen de El loco (Nietzsche, el Loco, no es el asesino de Dios, tan solo es el que denuncia tal acontecimiento), buscan tornar invisibles los cuerpos explotados. Los verdaderos asesinos nunca lo reconocerán, la negación de los hechos que proporciona la virtualización de todo es su aliado perfecto. Tanto el viejo como el nuevo integrista del capital son incapaces de percibir la realidad, solo perciben aquello que les conviene, y de lo que acontece solo captan cuanto le proporciona los beneficios esperados. Por eso recuerda Arendt que Adolf Eichmann solo percibe cuanto contribuye a fomentar la ascensión de su carrera, no percibe nada que no incluya sus perspectivas de notoriedad o riqueza, lo demás, todo lo que no contribuye a su ascensión profesional, son obstáculos. El perpetrador no percibe hechos, ni percibe seres humanos, percibe instrumentos, medios para sus fines. Es decir, para ellos el acontecer mismo se confunde con su deseo. Por eso nada ni nadie es un fin en si, ningún ahora dura, y esta incapacidad de vivir el presente se convierte en la esquizofrenia del capitalismo en su versión clásica y en la versión digital.

Muchas veces la sospecha y la denuncia, lo que se ha venido llamando la perspectiva de los filósofos de la sospecha, solo son breves interrupciones de la marcha gracias a las que se descubren nuevas rutas. Por eso sabemos que la verdad compete a un discurso conceptual propio del saber científico-racional, más o menos cuestionado en nuestra época, pero hay otra forma de discurrir, o verdad, otro camino, que Nietzsche ya señala en Verdad y mentira en sentido extramoral, y que es la del “hombre intuitivo”, que ejercita el pensar no sometido a los límites del saber convencional. Precisamente en Humano, demasiado humano hace una loa a las cosas, «su terciopelo y encanto», a sus superficies; escribe en Gaya Ciencia: «los griegos son profundos por su superficialidad», canta a esa epidermis de la que la enfermedad romántica le habría alejado cual «matador de dragones» (Nacimiento de la Tragedia. Ensayo de Autocrítica). Lo profundo, lo que está bajo la epidermis, son las vísceras, la sangre, que deben ocultarse para que se mantenga la vida. No hay otra realidad que la visible, otorgar cualquier genero de realidad a lo inteligible es una quimera esquizoide, la dolencia de un tejedor de telararañas. Sin embargo, hay una racionalidad, la del intelecto, la de los amantes del orden, que construye interpretaciones y desprecia la materialidad de los hechos de la que se enamora el intuitivo. Los racionales, como puras inteligencias artificiales, no perciben los cuerpos y no registran las múltiples apariencias de lo sensible, su celo calculador, puramente instrumental, convierte a la vida en un medio, y de ahí al “asesinato categorial” (Bauman, 2010) no hay un gran salto. El orden también es un criterio de verdad, desde esa exigencia se construye el sistema, y la sistematicidad es dogmática, desde ella no es posible ningún dialogo. Por eso el racionalismo dogmático no puede comprender que la verdad sea fruto del consenso, que su apariencia, su ficcionalidad sea su fuente originaria. Ellos, dogmáticos racionalistas, no conciben otro origen que la trascendencia sustantiva de lo sobrenatural o la del calculo matemático. Los que hoy planifican sus negocios sobre cientos de miles de cadáveres están convencidos de que asumen un destino superior a los de las mayorías y la abstracción burocrática, económica y estadística contribuye a oscurecer los cuerpos de las posibles víctimas. Al final eso significa que no existen los hechos, todo son cálculos, especulaciones de un sujeto hegemónico que deviene acontecimiento tan solo en la ganancia. Los perdedores no son, no existen. La Historia no recoge sus testimonios, se borran todas las huellas. Amnesialand es el título de una instalación que en 2010 presentó en Manifesta 8 (Cartagena) el artista checo Stefanos Tsivopoulos. Se trata de una obra impactante donde se reflexiona sobre las huellas y la memoria, la desaparición de todos aquellos que trabajaron en en las minas de La Unión, que fueron explotados a la par que el territorio, pero fueron borrados de la memoria. Trata de la amnesia colectiva, de la tolerancia de la explotación de las vidas y de los territorios. Eso convierte a la Historia en la mentira del poder, y a nosotros, los supervivientes, en sus cómplices.

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Imagen principal: Stefanos Tsivopoulos, de Amnesialand, 2010.

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