Aldo Bombardiere Castro / Primera divagación acerca de la máquina: imagen – musgo

Estética, Filosofía, Política

Una fisura. Algo se ha trizado. Más que algo: todo. Entonces, algo -que hoy es todo- se ha empezado a fracturar y, tal vez, a quebrar. Quizás todo se termine por quebrar. Sin duda. Con rabia y con esperanza. Aunque también, apenas sobreviviendo a la indesmentible nebulosa de la tristeza. Pero es cierto, es verdad, corazonada no requerida de comprobación: hoy, entre el acero, las placas y los tornillos, el musgo reverbera desde el mismo cataclismo del óxido. La sangre de los mártires derramada es el ácido y el presagio de la fertilidad. Porque el musgo que le parasita, más que oxidar, gesticula la inexorable implosión de la máquina.

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Empezando por lo más próximo, ¿cuál es la primera imagen que nos despierta la noción de “máquina”, sino aquella asociada con la grisácea planificación de lo real y la rauda maximización de lo útil?

Hablamos de la imagen de un animal metálico, de una cabeza abultada y de pupilas azulinamente luminosas; o la imagen de una inteligencia artificial, la cual, sin precisar rostro alguno, acelera la maximización de la máquina hasta hacer de la vorágine cuántica de datos e información el inhabitable simulacro de un mundo, de un planeta que ha abstraído el mundo, de un minucioso administrador de vida y empobrecedor de experiencia. Se trata de la imagen de aquello que no puede ser representado ni imaginado, de un poder monstruoso, algorítmico, incomprensible y, a su vez, capaz de banalizar todas las imágenes, pues, con tanto desparpajo como indiferencia, ha de recombinarlas infinitamente.

Desde un comienzo lo sabemos: en última instancia, la máquina reproduce y mecaniza el mismo actuar de la mano. Entramado de falanges y articulaciones, la fantasía acerca de la organicidad de la máquina siempre estará encadenada a la mecánica del mundo. La complejización de la mecánica, es decir, la autonomización orgánica, tan sólo renueva aleatoriamente lo que ya es. El sesgo que penetra en los algoritmos corresponde al prejuicio de lo ya juzgado. La máquina, en principio, apela a la infinitud de la utilidad: su función esencial, más allá de cualquier especificidad (la máquina a vapor, la máquina de coser, la máquina del tiempo, la máquina imperio-capitalista), consiste en multiplicarse a sí misma: constituye un simulacro de creatividad. O un simulacro de Dios: por ello, hoy la humanidad se encuentra presa de su -tanto humana como maquínica- inteligencia artificial. No obstante, incrementar gradualidades nunca podrá crear naturalezas. Aunque sí devastarlas.

El imperio del capitalismo ha devenido neofascismo. Al desencadenar a ultranza el rito de beber sangre y vomitar cadáveres, el fervor de la acumulación de capital por desposesión de la vida y devastación de la naturaleza debe recurrir a la intensificación de su barbarie con tal de mantener la regularización de la tasa de ganancia. Esta máquina, añorante de ser bendecida con el principio sistémico-organicista de la autopoiesis, recurre a los hechizos cuánticos y probabilísticos de la inteligencia artificial para acallar el pesar de su frustrada añoranza. Ello no puede significar más que la neofascistización irracional de la misma racionalidad de la máquina, cuyo inconformismo ante su agotamiento mecanicista coincide con la ansiedad de trascenderlo. Ello implica que el aseguramiento del sistema social y epistémico ha llegado a tal punto que, frente a su inexorable implosión, no puede más que luchar por mantener su dominio por medio de la intensificación de la violencia. Dentro de dicho marco cibernético, siempre se tratará de datos, inclusive la virtualidad. Pero la condición de posibilidad que soporta el andamiaje de tales datos corresponde a la dimensión vital: al derramamiento de sangre y al olvido de cadáveres, los cuales, cuan espectros irredentos, habitan la humedad de una selva, por naturaleza, acechante.

Hoy, el frenesí del espectáculo capitalista, esto es, el ritual de la mercancía fetichizada sobre sí misma, actualiza la mitología sacrificial a partir de un, tan iluso como despiadado, anhelo securitario: el genocidio palestino ejecutado por el Israel, y solventado por la completa articulación del sistema sionista, constituye su máxima y rotunda expresión. De ahí que, en el mejor de los casos, el dispositivo liberal e institucional, esto es, el sistema del Derecho Humanitario Internacional, anclado al sector democrático de la máquina, vea su límite de acción en la posibilidad de brindar “ayuda humanitaria” en Gaza (cuestión que no ha sido capaz de efectuar, aunque así lo pregone). Porque la máquina, en definitiva, sigue siendo prolongación de la humanidad ilustrada. Por ende, su más alto sentimiento de solidaridad se encuentra rápidamente con un dique de contención representado por la figura del sí mismo, en cuanto elemento constitutivo y esencial del paradigma humanitario: la universalidad abstracta de la dignidad humana nos condena, por un lado, a contentarnos con el respetuoso emotivismo de la empatía (“ponerse en el lugar del otro”, como reza el sentido común) y, por otro lado, a respetar la incondicionada universalidad de los Derechos Humanos, despolitizando y deshistorizando el ideal de justicia, bajo un falso principio igualitarista (el cual, en la práctica, sólo cumple el rol de inmunizar las amenazas sobre el actual estado de cosas y los poderes ya consolidados). El afuera de la máquina, el sueño de un sueño otro y en parpadeante apertura a este mundo, parece haber sido disuelto por el efectivo dominio que dicha máquina no sólo realiza contra el mundo, sino que reafirma, tal vez hasta su hipertrofia, contra sí misma. El límite de su mecanicismo sólo puede ser soportado por medio de una denegación: la máquina se convence de ir en acelerado y progresivo camino al organicismo. Hechizo de un mito residual. El modelo de las inteligencias artificiales se basa en la meta-inter-conexión, ahora a nivel cuántico, de las redes neuronales. Su función puede replicarse. Pero la sangre, el deseo y los cadáveres que la sostienen, energiza y reproducen, siguen siendo derivando de la imperfecta materialidad de nuestros cuerpos.

Ahora bien, si la función de la máquina, entendida clásicamente, es la de un transformador de materia y energía, donde lo que ha ingresado en ella ha de egresar de manera distinta y potenciada, ¿qué podemos decir hoy, cuando la máquina imperial del capital parece haber aniquilado todo aire y todo afuera? ¿Acaso asistimos al ocaso no sólo del mundo, sino, peor aún, de nuestra otrora indestructible esperanza?

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Aún respiramos. Al interior de la máquina, el aire gira furtivamente en el intersticio anidado entre el tornillo y la tuerca. Sólo debemos esperar. Porque cuando, de golpe, una semilla se adentre en aquella cuna de oxígeno, el musgo irrumpirá silenciosamente para besar el óxido y los metales. Entonces, como si su verdor nos hiciera reverdecer, recordaremos la desviada fortuna del clinamen, la anárquica, doliente y deseante comunidad de todas las cosas con todas las cosas. La máquina se encuentra condenada a implosionar. Su obsolescencia la perfora desde dentro, de eternidad a eternidad. Y allí, cuando lo absoluto de su totalidad no cese de resquebrajarse, por fin, los algoritmos dejarán de coincidir con el irascible y securitario temor de nuestro puño cerrado. Entonces, abriremos la palma y, venciendo cualquier tentación de eternidad, nos dispondremos a acariciar la hiriente piel de esta tierra herida.

Imagen principal: Danielle Brathwaite-Shirley, Vista de la instalación Difference Machines: Technology and Identity in Contemporary Art (Albright-Knox Northland, 16 de octubre, 2021–16 de enero, 2022). Fotografía: Tina Rivers Ryan para Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, New York.

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