Alberto Toscano / Los jinetes del Apocalipsis. Los gobiernos occidentales y la impunidad de Israel

Filosofía, Política

El 2 de julio, el Parlamento británico votó para incluir al grupo Palestine Action en la lista de organizaciones terroristas. La decisión llegó tras la última acción directa del grupo, ocurrida el 20 de junio, cuando algunos activistas dañaron dos aviones cisterna Voyager en la base de Brize Norton, desde donde parten regularmente vuelos hacia la RAF Akrotiri, la base situada en Chipre desde la que han despegado cientos de vuelos de vigilancia sobre Gaza. Mientras el gobierno británico insiste en que las operaciones de reconocimiento tienen como único objetivo localizar y rescatar rehenes, los activistas sostienen que el intercambio de información de inteligencia con Israel implica la complicidad del Reino Unido en crímenes de guerra.

En un encendido discurso parlamentario, la diputada Zarah Sultana —quien dimitió del Partido Laborista del Primer Ministro Keir Starmer y está lista para fundar un nuevo partido de izquierda contra la guerra junto al exlíder laborista Jeremy Corbyn— denunció la criminalización de una «red no violenta de estudiantes, enfermeros, maestros, bomberos y activistas por la paz», cuyo «verdadero crimen fue atreverse a revelar los lazos ensangrentados entre este gobierno y el estado israelí genocida y de apartheid, y su máquina de guerra». Sultana recordó que Palestine Action fue prohibida junto a dos organizaciones de extrema derecha y supremacistas blancos abiertamente comprometidas con la violencia contra civiles: Maniacs Murder Cult y Russian Imperial Movement. En la Cámara de los Lores, el par laborista y exactivista anti-apartheid Peter Hain condenó la equiparación entre Palestine Action y grupos como ISIS o al-Qaeda, calificándola de «intelectualmente fallida, políticamente carente de principios y moralmente errónea». Ya han comenzado los arrestos de personas acusadas únicamente de haber expresado apoyo al grupo.

La prohibición británica contra Palestine Action representa el último episodio de una duradera ola represiva contra la solidaridad con Palestina, que abarca desde detenciones y procedimientos de expulsión en Estados Unidos hasta la brutal represión de las protestas en Alemania. Estas políticas de tolerancia cero contra el activismo (o incluso solo las opiniones) anti-genocidio son el subproducto inevitable —y el complemento activo— de la impunidad ilimitada que sigue garantizándose a Israel por parte de sus aliados occidentales.

Estas políticas revelan una verdad brutal de la política contemporánea: que los palestinos (así como los libaneses, iraníes, sirios o yemeníes) no gozan de ningún derecho que Israel esté obligado a respetar y que, por el contrario, todo acto de violencia por parte de Israel, por extremo u horrible que sea, se considera por definición un acto de autodefensa. Como ha sostenido la jurista Brenna Bhandar, esta presunción de impunidad es una característica fundacional de los estados coloniales, donde los ciudadanos colonos son «sujetos paradigmáticos de un derecho primigenio y absoluto a la autodefensa».

Ante el genocidio en curso en Gaza, los gobiernos de todo Occidente han optado por tratar cualquier forma de disenso como una amenaza absoluta a la seguridad nacional y conceder a Israel carta blanca, además de un apoyo material ininterrumpido, para sus innumerables violaciones del derecho internacional.

Al hacerlo, han transformado la ya desgastada estructura del llamado «orden internacional basado en reglas» en una triste farsa y han creado un abismo profundo entre la política exterior y el sentimiento de la opinión pública. Aunque los medios mainstream se esfuercen por eufemizar la carnicería y dar el beneficio de la duda al gobierno de Netanyahu, la simpatía por Israel entre los ciudadanos europeos está cayendo rápidamente. Mientras tanto, la mayoría de los estadounidenses tiene hoy una opinión negativa de Israel, y los jóvenes votantes demócratas son ampliamente solidarios con la causa palestina. Pero cuando se trata de sionismo, los gobiernos occidentales siguen firmemente comprometidos en defender lo indefendible. Aunque esta fractura entre política oficial y opinión pública aún no se ha concretado en una verdadera ruptura política, es probable que produzca efectos de gran alcance —aunque impredecibles— en los próximos años.

Dos semanas antes del ataque no provocado de Israel a Irán y la subsiguiente «guerra de los 12 días», el Financial Times había señalado un cambio en la marea del apoyo occidental a Israel, citando la revisión por parte de la Unión Europea del acuerdo de asociación con Israel, la suspensión de las conversaciones comerciales por parte del Reino Unido, la prohibición de una empresa israelí por parte del fondo soberano noruego y las amenazas de sanciones por parte de Francia, Reino Unido y Canadá. El propio Financial Times se mostró favorable a sanciones de la UE contra Israel, modeladas según las impuestas a Rusia por la guerra en Ucrania. Las sanciones impuestas por Reino Unido, Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Noruega el 10 de junio contra los ministros israelíes de extrema derecha Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich fueron curiosamente motivadas por sus «incitaciones a la violencia contra las comunidades palestinas» y los «actos de violencia de colonos extremistas israelíes» en Cisjordania, como si estos episodios pudieran separarse del genocidio en Gaza y como si la violencia contra los palestinos fuera solo obra de unas pocas manzanas podridas y no una política y práctica del Estado.

Aunque estos gestos de censura han sido débiles —en el contexto de los bombardeos continuos, el hambre forzada, las masacres durante la distribución de ayuda y el constante ataque a hospitales, periodistas e infraestructuras vitales—, rápidamente quedaron eclipsados por el ataque israelí a Irán del 13 de junio.

En una demostración impactante pero completamente predecible de cuánto nuestro discurso político ha sido degradado por un compromiso inquebrantable con asegurar la impunidad de Israel, su guerra de agresión contra Irán fue recibida con el mismo estribillo mecánico que escuchamos desde el 7 de octubre (y en realidad desde mucho antes): «Israel tiene derecho a defenderse». Ignorando alegremente el hecho de que los «ataques preventivos» son ilegales, el presidente Emmanuel Macron declaró —incluso antes de la respuesta iraní— que «Francia reafirma el derecho de Israel a defenderse y garantizar su propia seguridad». Como observó mordazmente la relatora especial de la ONU Francesca Albanese: «El día en que Israel, sin provocación, ataca Irán matando a 80 personas, el presidente de una gran potencia europea finalmente admite que en Medio Oriente Israel —y solo Israel— tiene derecho a defenderse». La idea de que Irán (o Líbano o Yemen o, en efecto, el pueblo palestino bajo ocupación) pueda ejercer el derecho a la autodefensa ni siquiera se considera. En su cumbre anual en Canadá, los países del G7 difundieron una declaración que también ignoró el crimen de agresión cometido por Israel, transformándolo en «autodefensa», agregando además que «Irán es la principal fuente de inestabilidad y terror en la región», afirmación fácilmente refutable incluso solo con las cifras de víctimas, por no hablar de las sentencias del derecho internacional.

Para explicar los dobles estándares, ya tan evidentes, no basta solo con recurrir a la narrativa del compromiso de Occidente con la seguridad del Estado judío en la posguerra —un compromiso que Alemania considera incluso una norma fundacional, o Staatsräson. Y aunque son relevantes, ni la solidaridad entre estados coloniales de asentamiento ni la narrativa civilizadora que presenta a Israel como la vanguardia de Occidente en el mundo árabe, tan querida por Netanyahu, son suficientes para dar cuenta de la situación. El primer ministro alemán Friedrich Merz dejó entrever algunas de las motivaciones más profundas cuando declaró que, al atacar a Irán, Israel estaba haciendo «nuestro trabajo sucio». Un sentimiento que Joe Biden había expresado de forma más imaginativa, afirmando: «Si Israel no existiera, Estados Unidos tendría que inventarlo».

Hablando con periodistas después de su liberación de la detención israelí —luego del secuestro suyo y de otros miembros de una flotilla humanitaria en aguas internacionales—, Greta Thunberg resumió de manera incisiva por qué la tragedia de Gaza es recibida con cruel indiferencia por parte de los gobiernos mundiales. La causa, afirmó, es «el racismo y el desesperado intento de defender un sistema destructivo y mortal que sistemáticamente antepone las ganancias económicas a corto plazo y la maximización del poder geopolítico al bienestar de los seres humanos y del planeta».

A pesar de ocasionales notas de censura o preocupación, Occidente —es decir, la Unión Europea, el Reino Unido y los estados de asentamiento anglosajones como Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda— no muestra ninguna señal de querer frenar los proyectos genocidas y expansionistas de Israel. Las sentencias de la Corte Internacional de Justicia se tratan como papel mojado, mientras los líderes occidentales y los medios de comunicación mainstream siguen obstinadamente ignorando el hecho de que su aliado, Benjamin Netanyahu, es un criminal de guerra buscado —aunque fue alentador ver a Zohran Mamdani, quien prometió arrestar al primer ministro israelí si pisaba Manhattan, derrotar a Andrew Cuomo, quien se unió al equipo legal de defensa de Netanyahu en las primarias demócratas para la elección de alcalde de Nueva York.

Mientras la grotescamente llamada Gaza Humanitarian Foundation ha transformado los puntos de distribución de alimentos en zonas de exterminio y la anexión total de Cisjordania es solicitada con desparpajo por los ministros del Likud, la UE —que solo recientemente reconoció la violación, por parte de Israel, de la cláusula sobre derechos humanos contenida en el acuerdo de asociación— está predeciblemente hundiéndose en un pantano procedimental, discutiendo un abanico de posibles medidas —sin ninguna urgencia ni convicción.

Del mismo modo, el gobierno liberal de Canadá, aunque formalmente ha declarado apoyar un alto el fuego y suspender contratos y suministros de sistemas de armas que podrían ser utilizados en Gaza, ha aprobado recientemente nuevos contratos militares con Israel por un valor de 37,2 millones de dólares canadienses. No está claro cómo Canadá podría monitorear el uso efectivo de este material; además, no se ha impuesto ninguna limitación a su uso agresivo e ilegal en los múltiples teatros de guerra de Israel, incluidos Irán, Siria y Líbano.

Mientras tanto, el primer ministro Mark Carney, habiendo cedido a la solicitud de Trump de aumentar el gasto militar al 5% del PIB de todos los países de la OTAN, ha ido incluso más allá que su predecesor Justin Trudeau en cuanto a lealtad hacia Israel. En marzo, poco antes de dimitir, Trudeau declaró: «Soy sionista». Entrevistado por Christiane Amanpour de CNN durante la cumbre de la OTAN en La Haya, Carney propuso que una paz duradera requiere el nacimiento, junto a Israel, de un «Estado palestino sionista».

Incluso cuando algunos líderes occidentales —como el de España— se han atrevido a ir más allá, expresando críticas explícitas contra las acciones de Israel en Gaza, muy poco se ha hecho en la práctica para obstaculizar las bases materiales y económicas de la violencia genocida israelí. Como han subrayado activistas solidarios con Palestina y políticos del partido de izquierda Podemos, el gobierno del primer ministro socialista Pedro Sánchez no ha logrado imponer un embargo de armas en ambas direcciones: las importaciones desde Israel han aumentado, mientras que los puertos españoles siguen siendo utilizados para envíos de armas hacia Israel.

Como ha sostenido con contundencia Francesca Albanese en su último informe From Economy of Occupation to Economy of Genocide, «si el genocidio no se ha detenido, es también porque es un negocio lucrativo. Da beneficios, y muchos».

Desde el primer día, Estados Unidos ha sido el principal sostén, tanto material como ideológico, del genocidio perpetrado por Israel. Aunque los funcionarios de la administración Biden pronto se dieron cuenta de que el gobierno de Netanyahu estaba decidido a «matar y destruir por el simple hecho de matar y destruir», nunca se tomó ninguna medida concreta, y los discursos sobre las «líneas rojas» resultaron ser una pura pantomima.

Como observó el exembajador israelí Michael Herzog: «Dios le hizo un favor al Estado de Israel al hacer que Biden fuera presidente en este periodo. Hemos luchado [en Gaza] durante más de un año y la administración nunca nos dijo: «alto el fuego, ahora». Nunca lo hizo». El «plan Gaza» de Trump no hizo más que añadir una dimensión aún más macabra a esta política de total impunidad.

Pero también las demás potencias occidentales han desempeñado un papel crucial en perpetuar la destrucción de Gaza, no solo limitándose a privilegiar el derecho de Israel a la «autodefensa» frente a cualquier consideración legal o humanitaria —una actitud que comenzó inmediatamente después del 7 de octubre, cuando varios políticos europeos justificaron los bombardeos indiscriminados y el asedio total por parte de Israel.

Esta colaboración occidental también se manifiesta en forma de vacíos e hipócritas llamamientos a la «solución de dos Estados» y de investigaciones sobre derechos humanos carentes de toda incisividad. Mientras Israel se ha empeñado sistemáticamente en violar cualquier límite moral y legal en su guerra contra el pueblo palestino, sin encontrar ninguna resistencia real por parte de la llamada «comunidad internacional», las retóricas vacías sobre un futuro proceso negociador, provenientes de actores como la Unión Europea o Canadá, no hacen más que contribuir a los esfuerzos de Israel por borrar incluso la idea misma de la libertad palestina.

Como ha señalado el analista político palestino Abdaljawad Omar, «Israel no está simplemente combatiendo a Hamás. Está gestionando el tiempo del colapso de la infraestructura de Gaza [y] de la diplomacia regional».

Más que ofrecer un horizonte de paz, los ceses al fuego y las negociaciones —como las que estaban en curso al momento de redactar este texto— parecen simplemente otra modalidad de la guerra perpetua, a través de la cual Israel espera «agotar la indignación global así como espera agotar la resistencia palestina: mediante la postergación, la confusión, la normalización del colapso y, por supuesto, la coerción a través de la instrumentalización del antisemitismo».

Mientras tanto, las empresas privadas contribuyen activamente a la gestión del colapso, llegando incluso a elaborar modelos de negocio para la limpieza étnica.

Al negarse a considerar cualquier acción que pueda realmente detener —o incluso solo atenuar— la violencia de Israel, los gobiernos occidentales no solo se hacen cómplices del genocidio, sino que también revelan los cimientos podridos de un llamado «orden internacional liberal», en el que el «nunca más» no es un llamado universal a prevenir los genocidios, sino una prerrogativa exclusiva del Estado judío y sus aliados.

Al hacerlo, incluso el lenguaje ha sido distorsionado hasta volverse irreconocible: los mercenarios que masacran hambrientos se autodenominan Gaza Humanitarian Foundation, la agresión se convierte en autodefensa, y la autodeterminación palestina debe imaginarse como «sionista».

Al haber ligado su destino a un Estado que celebra abiertamente su impunidad —como declaró un miembro de la Knesset en directo por la televisión israelí: «Todos se han acostumbrado a la idea de que se pueden matar 100 gazatíes en una noche… y a nadie en el mundo le importa»—, los gobiernos occidentales han comprometido profundamente su legitimidad moral, especialmente a los ojos de las nuevas generaciones.

Parece incluso que los gobiernos occidentales ya ni se preocupan por construir consenso: prefieren recurrir directamente a la censura, el abuso legislativo y la represión policial. En todo el mundo se pide a las personas que no crean a sus propios ojos, y que acepten, por ejemplo, que las FDI deben ser protegidas por las leyes contra la incitación al odio, mientras que sacerdotes pacifistas octogenarios son tratados como peligrosos simpatizantes del terrorismo.

Como sabemos por las consecuencias aún presentes de la guerra de Irak, la corrupción y complicidad de las élites «democráticas» occidentales seguirán haciéndose sentir durante años. Solo el trabajo lúcido y tenaz de los movimientos globales contra las guerras imperialistas y coloniales podrá impedir que este fracaso moral y político de época genere aún más catástrofe y nihilismo.

Alberto Toscano enseña en la Simon Fraser University. Es autor de varios artículos y libros sobre operaísmo, filosofía francesa y crítica al capitalismo racial, de la cual es uno de los referentes en el debate internacional.

Fuente: Machina Rivista

Imagen principal: Taysir Batniji, Memories of a city frozen in photographs, 2022

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