Physis y Kosmos
Suele decirse que «la física está en todo». Tal proposición resulta innegable. Si concebimos el todo como un conjunto absoluto cuya característica esencial consiste en reunir la totalidad extensiva de los entes intramundanos materialmente constituidos, la física, en cuanto ciencia que estudia las leyes universales que rigen sobre el decurso material de los fenómenos empíricos, ha de expresar su dominio sobre todos y cada uno de aquellos entes. Así, el objeto de estudio de la física, el reino de lo físico, manteniendo su connotación etimológica originaria, esto es, el sentido de la noción de “naturaleza”, propia de la physis griega, no tan sólo representa, sino que constituye materialmente la objetualidad fenoménica de los entes circunscritos bajo la idea de naturaleza.
Sin embargo, los filósofos presocráticos advirtieron algo -literalmente- fundamental: la physis no es el kosmos. En efecto, el kosmos cuenta con una primacía con respecto a la physis, pues, establecería el orden, la distribución y la organización de ésta. Dicho en términos latos, la physis sería simplemente la piel del kosmos: la naturaleza material sólo habrá de representar la superficie, o bien un área menor, dentro de un ordenamiento cartográfico el cual, jerárquicamente, determinaría su posición. Así, la naturaleza, en tanto physis, se hallaría formalmente fundamentada en el orden impuesto por el kosmos, el cual sería capaz de generar el reparto de las regiones específicas de la materialidad entitativa, determinando los dominios y las funciones físicas, o sea, las leyes mecánicas a las cuales se han de subordinar tales entes. En efecto, el kosmos distribuye, o mejor dicho, él mismo es la distribución, de los dominios donde ha de reinar el agua o el fuego, la tierra o el aire, así como de las leyes empíricas operantes a la hora de marcar la relación entre dichos elementos. Esta subordinación de la física a una dimensión, a la vez que trascendente también fundante de ella, verá su réplica inmediata, pero en una escala más alta: metafísica. Por ende, si dentro del horizonte de la filosofía presocrática la dimensión rectora de la physis corresponde al kosmos, su estudio ha de llamarse cosmología: el estudio del orden del universo, así, pareciera apuntar a constituir, en sí mismo, parte del orden del universo. Y es aquí donde se ha de replicar, a un nivel más alto, idéntico recurso.
Entonces, para los presocráticos, la subsunción de la physis en el kosmos mantendría una relación de recursividad en base al mismo movimiento que, anteriormente, la physis ejercía sobre la totalidad de los entes intramundano, tomados por objetos materiales. Así, si los entes materiales se fundamentan en la physis, a su vez, la physis encontraría fundamento en el kosmos, cuya labor constaría de distribuir y estructurar el ordenamiento, mecánico y orgánico de la naturaleza física. Para decirlo con una imagen: la piel de la naturaleza responde a la ordenación de un cuerpo que la posición bajo la forma de tejido: en la piel de los ojos no predomina la misma piel que sí lo hace en los brazos, tal como en la materialidad del mar, el agua, no predomina la materialidad de los montes, la tierra. El reparto de tales regiones sería la expresión del rigor del kosmos, fundamento de la physis. Desde un punto de vista epistemológico, tal recursividad se trataría de un movimiento descendente o, en términos lógicos, de una operación de índole deductiva, marcando la primacía ontológica de lo general sobre lo particular. En una palabra: asistimos a un proceso de generificación.
Ahora bien, aquí valdría preguntarse si el funcionamiento del kosmos, ordenador de la physis, cuenta con una suerte de esencia, en efecto, no material o, al menos, trascendente a la materialidad, donde se insinúe un incipiente giro metafísico. Acaso, ¿la recursividad que va desde la particularidad de los entes materiales al conjunto general de la idea de naturaleza, es decir, de la physis, es de la misma “clase” que aquella que va desde la physis a el kosmos? ¿No será justamente ahora, en el paso de la physis al kosmos, de la naturaleza al universo, donde esta dimensión cósmica demande un nuevo núcleo esencial, un fundamento también trascendente y, por cierto, intrínsecamente metafísico?
Arché
Por lo mismo, al tratarse de una dinámica recursiva, los presocráticos advirtieron un riesgo terrorífico: el de remontarnos, de dimensión en dimensión, de fundamento en fundamento, a una reproducción jerárquica ad infinitum. Asistimos, por ende, a un proceso de generificación perpetuo: el salto infinito de las especies a los géneros en constante alternancia y prolongación. A raíz de tal problema (un amenazador tormento contra las altísimas pretensiones de la razón), ya los filósofos presocráticos tuvieron la lúcida intuición de pensar en la necesidad de un arché. Es decir, la respuesta a la necesidad de pensar un principio capaz de fundamentar y sostenerlo todo, desde la materialidad objetual de los entes intramundanos y determinados por las leyes físicas, la physis, hasta la distribución de tales entes a partir de las determinaciones cosmológicas. Se trata, en efecto, de concebir el arché en cuanto “fundamento infundado” de todo lo real, piedra de toque de la comunión entre pensamiento y realidad. Principio absoluto, por cierto, que coincidirá con el inicio de la metafísica. El arché, como principio absoluto e infundado, y desde el carácter irrecusable que él por sí mismo ostenta, sostendrá la totalidad de lo que vemos y no vemos, de lo pensado, de lo impensado y, sobre todo, de lo impensable.
Ahora bien, si atendemos al conjunto del sistema, podremos apreciar cómo la recursividad, en lo que respecta a la experiencia humana, ejerce un movimiento opuesto al deductivo, esto es, va desde lo particular a lo general, ascendiendo desde las observaciones más mínimas, contingentes y concretas con dirección a las supuestamente más relevantes, universales y abstractas. Sin embargo, contrariando el decurso de la experiencia, el pensamiento metafísico realiza una inversión: fundamenta la totalidad de lo real, tanto material como ideal, tanto física como cósmica, en un arché inexperienciable pero, a la luz de su razón, absolutamente necesario. Arché, fundamento infundado, principio absoluto y sin inicio, origen increado de todos los orígenes; fuerza coactiva e inmaterial, sombra de sentido sin sentido cuya misión se eleva más allá de los astros, al tiempo que sostiene y coarta el libre movimiento de las cosas.
Nous y Ápeiron
Anaxágoras concibió este arché en su valoración más elevada: en calidad de Nous, esto es, inteligencia ordenadora, luz que, sin ella misma poseer consistencia ni sustancia, permite iluminar toda consistencia y substancialidad. Inteligencia ordenadora, por cierto, que subsume a la distribución material que opera el kosmos sobre la physis. En otras palabras, el nous será el pensamiento que se piensa a sí mismo; la irrecusable divinidad ya no sólo de nuestro pensamiento, sino de lo por sí mismo pensable. En definitiva, el nous, como forma aún informe del arché, constituye el máximo recurso de la razón: la irrecursable y ubicua virtud de todo lo real. Totalidad de lo real que, en última instancia y gracias al nous, estaría impulsada por un impulso de perfecta redondez emanado de sí misma, justificando, así, su idea de autofundación en calidad de infundada, absoluta y apodíctica. En fin, hablamos de la ontologización del pensamiento metafísico, en el seno de su propio nacimiento.
Con el posterior desarrollo de la lógica aristotélica se podrá afirmar que, abordada desde la perspectiva de la primacía teórica y en oposición a la experiencia, nos hallamos frente a un esquema deductivo, donde los principios generales determinarían a los elementos de ellos necesariamente derivados, esto es, tornándolos elementos deducidos a partir de una premisa de la más absoluta magnitud y extensión lógica. Y lo haría, incluso, aunque el arché, dada su esencia formal e ilimitada, no posea contenido.
Por lo tanto, y en contraste con Anaxágoras, Anaximandro había concebido el arché a partir de lo indeterminado: el Ápeiron. La concepción de lo inconcebible, de un rebasamiento no susceptible de ser representado y, por ello mismo, soporte que fundamenta y atraviesa lo real. En Anaximandro, el arché no toma la figura de un Nous, entendido como inteligencia ordenadora, sino la de un sustrato del pensamiento, un sustrato del cual habría de fluir el movimiento de la negatividad motivadora de aquel mismo Nous. Al mismo tiempo, el Ápeiron no sólo sustenta la totalidad de lo real; también atraviesa al mundo, dinamizando el pensamiento y constituyendo la infinita eternidad del universo. Potencia de una “X” vacía. El Ápeiron siempre abre la incapturable lejanía del próximo pensamiento; él porta la emergencia de un porvenir sin cauce, como gesto de un futuro desprovisto de cualquier imagen representacional de futuridad. Por lo mismo, la irrupción del Ápeiron instala una expresión agridulce en los terrenos del pensamiento: perfora un abismo de angustia en aquel pensamiento que lo concibe en cuanto inconcebible. Lo erosiona desde dentro, lo carcome, mostrando que los alcances de dicho pensamiento se encuentran parasitados e impulsados por sus propias e impropias limitaciones: lo ilimitado de lo indeterminado. El Ápeiron se desata como la abertura donde el mundo siempre es más de lo que es y donde el pensamiento siempre es más de lo pensado, lo pensable y tematizado por él.
Filosofar
Lo anterior, con la bella e indesmentible profundidad que nos continúa regalando, no puede ser más que el punto de partida. El ascendente y recursivo esfuerzo del pensamiento que hubo de robarle a la nada el concepto de la physis, la imagen del kosmos, la falsaria impostura del Nous y el irrefrenable deseo con que día a día no deja de cruzarnos el Ápeiron, sólo dibuja la espectralidad de un horizonte, de un horizonte más, pese a toda su belleza y hondura. Por tal ascenso presocrático reverdeció la sequedad del tiempo, centellearon los astros y la imaginación se desencontró de sí hasta hallarse en su caudal más indomable. Hablamos de una generificación que representa una musitación, espléndida y angustiante, incuestionablemente maravillosa, emitida por ser humano desde el desgarrador laberinto del universo. En el inicio de la filosofía ya se advierte que el filosofar no tiene fin, aunque crea tener origen. Pensar significa derogar tal origen: anarquizar el arché.
En este esfuerzo de no ceder ante el sueño, en la misma sed del cansancio que languidece sobre un camino hecho a mano y gracias al cual hemos logrado sobrevivir a los insomnes tormentos de cada noche, por fin hemos llegado a puerto, pero solamente para volver a zarpar. Ahora, cuando pensamos imaginalmente, hemos de encontrar, estupefactos, lo que nunca creímos buscar: el asombro. En el cansino despertar con que nos acuna el alba, entre espejismos y vapores, también amanece el arrobamiento que guarda y nos enseña cada instante. Entonces la filosofía, como todos los sueños que soñamos, se ha empezado a hacer por sí sola, a donarnos su imaginación.
Si “la física está en todo”, como habíamos mencionado al inicio, ahora podemos afirmar que la filosofía “no está” en ninguna parte, pues su modo de expresarse nada tiene que ver con un mero “estar”. Por cierto, solo el academicismo filosófico se encuentra cautivo de coordenadas no filosóficas: él “está”, cita, reproduce, certifica y habla en nombre de lo inconcebible; la filosofía del academicismo filosófico “está” en el preciso lugar donde el filosofar ha dejado, con su mínima intensidad, apenas tartamudeando su murmullo, donde se desvanecen sus coloraturas, en el resonar entre el cual el filosofar sólo puede decirse a través de un flatus vocis, de la póstuma resequedad de sus frutos. La filosofía académica “está” donde “debe estar”, donde corresponde al mandato de otro lenguaje que le antecede; está donde es conveniente, para otros, que esté: en el orden impuesto y distribuido por un arché carente de filosofía: la arcóntica del capital.
Más que en la acción de emprender un camino reflexivo o en la mesura contemplativa ante la iluminación teorética, la tarea del filosofar consiste en un infinito juego de espejos que asume los riesgos de la negatividad: filosofar expone el pensamiento a un «no estar en». El pensamiento, estela lúcida del filosofar, emerge en el instante sin medida donde hemos de encarar y mirar a los ojos al Todo y a la Nada, al Ser y su inasibilidad, a la asonada de la muerte y al malsano amor por la locura. Su decir nunca viene dado, y ése es su modo de darse: irrumpiendo. Irrumpiendo, yendo más allá de sus posibilidades, palpando y tanteando lo imposible incluso en los bordes del más concatenado razonamiento.
Por lo mismo, la filosofía no cuenta con una funcionalidad, una metodología u objeto de estudio fijado de antemano. Más bien, desde el polo del pensamiento, ella rebasa potencia imaginal, actitud vitalizadora o melancolía de los confines, intempestividad de un acontecimiento o vibración de un cuerpo obsesionado, sin saberlo, con revivir la opacidad de su tra(u)ma. Desde el polo de lo pensado, se trata de una experiencia radical donde se dessangra y encarna y excarna el Ser, el cual, por desgracia, nunca efectivamente es ni jamás llega a ser. Filosofar es un equívoco sinónimo de hablar sobre lo que se desprende de alguna parte, de desgramatizar el extravío de una caída. Porque en cada pregunta que insinúa, la filosofía entiende, malentiende, plurifica, versifica y sodomiza al mundo y sus contornos, rebelándose contra los propios horizontes que se jactaban de orientarla: funda un nuevo horizonte tan rápido como se apresura en darle la espalda. Los esquemas metamorfosean en constelaciones; y éstas se pierden tras las galaxias.
En fin, la filosofía pareciera ser una intensidad, tanto retórica (erótica) como analítica (racional). Filosofar, entonces, comporta reunir pareceres en torno a un aparecer, habitar una metáfora hermanada y pronto enemistada con la clara y distinta tranquilidad de los conceptos. Filosofar es interrumpir las cartografías desde el irrumpir de la vida; bailar mano a mano con la locura y con la muerte. Al filosofar, habla por nosotros la noche y su relámpago, cuyo asombro cabalga la espera de fundirse con el alba.
Imagen principal: Lukas Ulmi, Illusion E18, 2018

