Gerardo Muñoz / Henri Rousseau: las proezas enigmáticas de un pintor

Estética, Filosofía

Henri Rousseau fue un simple aduanero francés, si bien pocas cosas son simples en la vida del ser humano. Su llegada a la pintura, como es sabido, es asunto tardío, lo cual asumió como retiro en el domingo de la vida. La serenidad atraviesa todas las telas de Rousseau, incluso aquellas donde se atestigua la violencia, como la enorme “Guerra” (1894), en el que una niña con tupida melena salta por encima de cuerpos desnudos y mutilados. Quizás por eso mismo el follaje rectilíneo y metódico de su pintura tenga algo de primogénito. Llegar tarde a la pintura valida el ocaso del mundo, y por eso mismo el pintor sólo atina a clavar su mirada en las cosas más elementales. Este era el rasgo que apreciaba Carla Lonzi de las telas del pintor: esas figuritas aparentemente extraviadas en el paisaje congelado que dejan entrever lugares de aire familiar: una factoría de mercancías domésticas, un parque cerrado, o una embarcación que descansa en el puente de Charenton. En Rousseau los albures de la cotidianidad no tienen rumbo; se extravían del guion de la historia [1].

Y así como Rousseau es un outsider del escaparate de la gran pintura decimonónica, sus minúsculos “retratos paisajísticos” no cuentan nada, sino que exponen pequeñas vidas inseparables de sus atmósferas inmóviles. El secreto en la pintura de Henri Rousseau – que ahora ha situado en primer plano la muestra “A Painter’s Secrets” en la Barnes Foundation – reside en su apertura en pleno cielo abierto. Rousseau nos retrae a una pintura que respira, y que en esa exterioridad encuentra el sinuoso ritmo entre las cosas. En la antesala del siglo – esa época en plena disonancia atizada por la neblina de dialectos y territorios – la pintura de Rousseau nos retrae a vislumbres de una figuración imperturbable. Y lo que a primera vista parece del orden de la jerarquía de escala en sus cuadros pronto se transforma en un bosque encantado donde la vida sueña con sus posibilidades extemporáneas.

Quizás por eso mismo es que Rousseau haya apostado por el encuentro de dos formas disímiles de la tradición pictórica: el retrato y el paisaje. Mientras que el retrato es la forma de la irreductibilidad del rostro y el enigma de la mirada, índice testamentario de la erosión del ser; el paisaje es, por el contrario, el lugar por el cual la distancia se vuelve inconmensurable entre tierra y cielo para que las cosas brillen tras el desprendimiento con respecto a la retirada de la naturaleza. En Rousseau la coincidencia entre retrato y paisaje – un paisaje retratado, y el retrato como paisaje de la intercomunicación de las cosas – se da cita mediante una figuración que apela a la infancia del mundo. Es como si en cada tela de Rousseau estuviésemos mirando dos retratos al mismo tiempo: el retrato de la figura en el espacio; y, por otro lado, un retazo de la apariencia del mundo. La condición postmítica del retrato alienta los lugares, solventando a la vida como recuerdo de vida siempre en otra parte.

Quizás el enigmático título de su autorretrato con su segunda esposa, “Pensamiento filosófico” (1899), deba ser tomado de esta manera: la unión en el pensamiento no es la suma de una compañía, sino el contacto en la frondosidad del mundo. El retrato es colocado literalmente entre dos árboles. La pintura no es otra cosa que la manera en que la felicidad abraza su renacimiento, así como su caducidad. Por eso la temporalidad en las telas de Rousseau siempre está situada en el límite, como atrofia del paisaje. Por un lado, lo más nuevo está a punto de expirar, como los propios cítricos o el punzante sol que se repite, casi serialmente, en muchas de las escenas. Incluso, no es menor que la “Eva en el Paraíso Terrenal” (1906), tenga entre sus manos un cítrico en su pleno estado de madurez. En el camino de la caducidad, la noche deshace su síntesis sin figura ni alegorías.

Las manzanas en Cézanne son los cítricos de Rousseau. No es el mundo de la naturaleza muerta, tan cargado de ingrávidas escenificaciones. ¿Hablan las cosas en los cuadros de Rousseau? ¿Qué significa, en todo caso, que un cuadro “hable”? Sabemos que las botas de Van Gogh “hablan” del uso rutinario de los pies de un campesino cualquiera. Y, por su parte, las manzanas de Cézanne nos hablaban del letargo de una tarde en interiores, a la espera de que una mano roce el hilado del mantel. Los cítricos o los tallos de Rousseau no generan ese efecto de anticipación. El inicio medial de sus composiciones nos transporta, pudiéramos decir tomando del vocabulario de Wallace Stevens, hacia el último tallo de la inteligibilidad mental. Del inicio al final algo se nos comunica sin palabras. En un verso que cierra un poema de Stevens que muchas veces se ha asociado al mundo pictórico de Rousseau leemos una adjetivación de esta prudente lengua: “Their musky and tingling tongues” [2]. El tupido cosquilleo de esas lenguas consigue generar el parpadeo ante lo atónito de la presencia.

Rousseau – pero también Pissarro y Cézanne, Utrillo y Denis – se integra a la tradición de la pintura francesa desde las praderas de una distancia intermedia. Ni tan lejos ni tan cerca. Este es el efecto de extrañeza. Como nos advierte T.J. Clark, se trata de un momento de exteriorización [outwardness] y dispersión que, en la indeterminación de los sentidos, se resiste a ser reconstituido en la totalidad” [3]. Ante Rousseau es obvio que la naturaleza vigorosamente postadánica depende de una cualidad underperformed que hace del “gran pintor” un colorista aprendiz de un mundo floreciente e discontinuo. Así, cada cosa se inclina hacia el final de la mente: la última flor fehaciente, el ocaso en su declive, la pelea entre un indio norteamericano y un gorila, o el sueño de una figura tendida en el desierto a la sombra de un león. Quién ve por primera vez parpadea para sortear las fraguas ecocidas del curso histórico.

El supuesto infantilismo pictórico de Rousseau reside en la sabiduría suprema que abandona al mundo “tal como es”, ese fatalismo de la representación. Y gracias a las lenguas musgo de las cosas se introduce algo así como el ritmo que barajea los surcos de las regiones. ¿En qué consiste el mentado enigma de Henri Rousseau? Cristina Campo una vez habló de la vida pura como ritmo y música, que en sus olvidos prepara la mirada inefable en comunicación con lo invisible [4]. En las pequeñas hazañas de la pintura de Rousseau vemos algo más que el arbusto o briznas cinceladas; algo más que flores rosadas o el rabo de nube que amarra la composición del cuadro. En efecto, vemos todo eso mediante la ligereza, porque en ella recibimos los tesoros de la vista y de la mano. Tocamos por primera vez para llegar a lo último, y solo así que podemos decir que vivimos, en pintura, una vida pura e inolvidable. Y este es el enigma supremo: el contacto con la caducidad de las cosas. Una apariencia de lo evanescente sin nada más.

NOTAS

1. Carla Lonzi. Henri Rousseau (Fratelli Fabbri, 1978).

2. Wallace Stevens. “Floral Decorations for Bananas”, en Collected Poetry & Prose (Library of America, 1997), 44.

3. T.J. Clark. “Beauty Lacks Strength», en Those Passions: On Art and Politics (Thames & Hudson, 2025), 161

4. Cristina Campo. “Con lievi mani”, en Gli imperdonabili (Adelphi, 1987), 393.

*Imágenes: documentación fotográfica del autor de la muestra en el Barnes Foundation, Philadelphia, octubre de 2025.

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