Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Hacer silencio

Filosofía

El modo es imperativo: “¡hagan silencio, por favor!”. Esta frase la podría enunciar un niño, quien, creciente en impaciencia, reclama a sus padres que bajen la voz para, así, poder oír el canto con que los pájaros invocan al amanecer. Pero también podría ser enunciada por sus padres, quienes le habrían de ordenar al niño que reprima su jubilosa búsqueda con el fin de apreciar los silencios que sostienen y horadan una sinfonía de Bruckner.

Sin embargo, para hacer real silencio debemos detenernos en la frase. Si respiramos en ella, si mantenemos la respiración en y con ella, suspendiendo el sentido de eficacia que impone el deseo de concretar imperativamente ordenado, aquello que ha sido imperativamente, se abre la posibilidad de escuchar los silencios que atraviesan y sostienen a esa misma frase. Silencios, por cierto, sin los cuales la modulación material de la frase, sus ondulaciones bucales, no podrían desplegarse. Es decir, para escuchar la manifestación del silencio entre los intersticios que recorren la voz cuya voz no nombra, debemos neutralizar el modo imperativo que lo exige, que, falseando su voz, impone el silencio.

Un salto al vacío en pleno vorágine de la ciudad, una caída a la blanquecina opacidad donde se unen y separan las palabras de las palabras, donde se hilvana y diferencia cada letra de su antecesor y de su convencional consecuente. En cada vivencia, si nos detenemos a pensar, atravesamos la inadvertencia del silencio. Pensar, entonces, consiste en pensar desde la interrupción que es el silencio. Pero también, de un modo extrañísimo, el pensamiento es y explora la interrupción que forja él forja la idea del silencio. Una dialéctica sin superación: el pensamiento y el silencio conforman una dialéctica cuyo movimiento permanece insuperable, reacio a cualquier integración o captura. De ahí que la vacía eternidad del silencio parece abrazarse con la labor infinita del pensamiento.

Pues, al contrario de cómo el modo imperativo suele exigir, buscando imponer el efecto del cual él ya está siendo causa, nunca podremos ejecutar un lenguaje performático a la altura del silencio. Solicitar silencio, ordenar silencio, hacer silencio, nada de ello apela a la acción: porque guardar silencio no puede ser una acción. Al contrario, el silencio, más bien, se expresa con la levedad de un don: pasar en silencio, sin poder asirlo ni manipularlo. Cuando el silencio parece acabar, no es porque él cese en sí mismo, se corte una porción de su etérea piel, resulte rasgado el pañuelo junto al cual ondula su palma ni se vea amputada un parte volumen: cuando pasa el silencio, cuando pasa nuestro pasar por el silencio, es porque nos aferramos a otra cosa que nada tiene que ver con el silencio. Sencillamente, sólo disponemos delante suyo, pero sin tocarlo ni alterarlo, la tangibilidad de una materia perteneciente a una dimensión cualitativamente distinta a él.

Pasar en silencio significa pasar por el silencio; nosotros pasamos por el silencio. Y, ¿hasta cuándo pasamos por el silencio? Hasta que él pase, hasta que no se mantenga nuestro paso por él, hasta que el silencio emprenda la indescifrable y eterna espacialidad de su paso.

Pero, a su vez, el silencio también insta al reconocimiento de un crisol de silencios: aquellos silencios intersticiales que perforan nuestra carne. Se trata del reconocimiento de una inadvertida y humilde sensibilidad: el silencio no se deja tocar por la voluntad constructiva de ningún hacer, pero él hace espacio, permite el movimiento, y con ello la ritmicidad, de nuestro hacer.

Así, el uso que hacemos del silencio, nuestro paso por él, marcado, de un lado, por la decisión de suprimir el curso informe de los ruidos cotidianos para pasar por aquel, o, de otro lado, interponer alguna materialidad al frente de tal silencio, sin llegar a tocarlo ni afectar el inmovil desarrollo de su ausente presencia, revela una suerte de posibilidad en la imposibilidad: ser capaces de pasar por y dar paso al silencio. Pero, al mismo tiempo, también revela un rasgo intrínseco al silencio: el de coincidir eternamente consigo mismo, es decir, la de bastarse a sí mismo.

Dicha coincidencia del silencio consigo mismo abre una pregunta acerca de nuestras capacidades de relacionarnos con lo imposible, con un fenómeno que, penetrándonos y atravesando nuestra constitución, no se deja aprehender. ¿Cuál es el rol que ocupa la quietud del silencio con respecto a la interrogación acerca de ella? O, para extremar el problema: si, en última instancia, cualquier clase de pregunta pone en juego una inquietud, ¿qué es lo que pasa, sin inquietarlo, por la quietud del silencio? Cuando nos empeñamos en escuchar algo, sea lo que sea, hemos de callar: el acto pasivo de callar implica, de por sí, una pregunta que busca una respuesta, la cual, a su vez, reposa sobre el silencio. Una invocación, antes que a la respuesta, al silencio que, casi imperceptiblemente, la acuna y cobija. Esto quiere decir que precisamos de la invocación a un silencio cuya sutil amenaza sobrevuela a cada objeto y fenómeno, justamente, por hacerlo descansar en él. Sólo podemos escuchar la respuesta porque lo respondido ya está pasando por el silencio, a la vez que la pluralidad del silencio ya atraviesa cada pliegue del objeto expresado en la respuesta. Se trata, en efecto, de una amenaza a distancia: el silencio amenaza con distanciar no sólo el deseo de lo deseado o la pulsión de su dirección, sino también de distanciar eternamente a los átomos de los átomos, a a la fisura de su relieve, al universo con respecto al rugido que le acompañó en un origen. De lo contrario, únicamente habría eternidad, parménides y esférica, perfección sin historia; esto es, sólo habría silencio.

Pero la distancia del silencio -distancia en virtud de la cual el silencio parece plurificarse para dar lugar a una multiplicidad de únicos silencios- horada cualquier engranaje, permitiendo con ello toda articulación. El silencio atormenta a todo objeto tanto con diluirlo como con alterarlo, con destruirlo como con confundirlo o co-fundirlo a otro objeto: el silencio amenaza la identidad unívoca e inmutable de cada objeto. Aquella absoluta distancia con que el silencio taladra a los objetos da cabida tanto a la caducidad del alma de cada objeto, como a esa espacialidad de articulación necesaria para hacer de un objeto una posibilidad de transformación, para que cada objeto se revele, más que en calidad de mero objeto, en negatividad abierta a la infinita imaginación de una mano. La descomposición de sí mismo, la desapropiación de sí, no puede ser pensada sin silencio ni tampoco sin pensar acerca del silencio: en él habita el fantasma que se ha ausentado y, sin embargo, no ha de retirar su amenaza. En última instancia, se trata del mismo fantasma del silencio absoluto, del fantasma de la negación absoluta; pero también del asedio de la negación absoluta como nuestro gran fantasma: el fantasma de una imaginación que, en silencio, abre las cosas a su propia distancia, a esa condición que permite modelarlas, inquirir sobre ellas, mezclarlas y destruirlas, en plena e implena desapropiación de ellas y de nosotros. Sólo desde ese silencio que reconocemos en las cosas y en nosotros, podemos escuchar la respuesta que resuena en ese mismo silencio.

Por cierto, en nada de esto tiene relevancia alguna adoptar una posición cientificista: el hecho de que el silencio no exista físicamente jamás representará un veredicto decisivo. Las ondas acústicas no se dejan mostrar inmediata ni directamente a la consciencia de quienes, envueltos entre el paso cansino del silencio, oran por sus muertos (al igual como las ondas y los espectros cromáticos tampoco se presentan explícitamente mientras cedemos ante el encantamiento fauvista de Matisse).

Ahora bien, puede ser cierto que el silencio no exista físicamente. Esto es un dato. Sin embargo, aunque bajo el prisma de la razón cientificista y abstracta no se puede afirmar la existencia del silencio, esto no implica aniquilar la dimensión vivencial en la que emerge el mismo. Aquí no se trata de unidades de medidas, de inextinguibles MegaHertz sólo imperceptibles para el oído humano. Físicamente inexistente, el silencio no es pura privación del ruido. Al contrario, la comparación disyuntiva entre cómo él aparece en nuestra experiencia, por un lado, con su inexistencia física postulada por la ciencia, viene a despertar en nosotros una atmósfera dubitativa o meditativa, mistérica: un quizás; un quizás, tal vez, la existencia del silencio. Dicho quizás, silencioso quizás,nos inunda con una suerte de aura de trascendencia presente y, al mismo tiempo, tan ausente como el propio silencio. Hablamos del inefable espejismo de un quizás, tan científicamente falso como irrefutablemente cierto al pálpito de nuestra experiencia. La experiencia de escucha del silencio, así, abre la imaginación a la posibilidad de lo imposible, a la posibilidad de vincularse con la inexistencia, de arrojarse al tragaluz de un más allá cuya trascendencia ya está aquí. Silencio: un quizás compuesto de descomposición; un exceso de sentido casi religioso, pero no accesible ni merecido por obra de buena fe religiosa ni por gracia divina, sino por la vivencia del simple pasar por silencio y ser traspasados por el silencio. Así, el silencio y su virtud meditativa se tornan un acontecimiento no dado por “saturación” de actividad de acogida, sino por “supresión” de toda voluntad. Remite al meditativo paso por aquel silencio concomitante con los silencios que recorren y atormentan a cada pliegue de nuestro cuerpo y a cada esquina del universo. Cada fenómeno y objeto temen y mantienen su propio silencio en una hermandad ontológica derivada de un único, originario y absoluto silencio.

En fin, la imagen del silencio, su simultánea existencia e inexistencia, nuestro paso por él y su pasar por nosotros, no ha de ser más que una idea: la misteriosa e infundada idea del silencio, la cual abre lugar a la voz pluriforme de la imaginación, con sus caleidoscópicos estruendos marinos y sutilezas de sus pasares.

Volviendo a nuestra escena inicial, ahora podemos afirmar que, precisamente porque el silencio no tiene por consistencia más que una idea encarnada, ni los padres ni los hijos están en condiciones de responder a la orden imperativa de “hacer silencio”. En efecto, que la existencia e inexistencia del silencio, que el quizás del silencio, lo torne una idea capaz de albergar la imaginación y la esperanza, se condice con nuestro pasar por el silencio y con el pasar de un silencio que nos traspasa y lleva a otra parte, no con un “hacer silencio” en cuanto acción concreta o intención concretable.

En última instancia, la ideade silencio no pretende silenciar al pensamiento ni a la imaginación; pues, aunque sea imposible realmente “hacer silencio”, la misma idea de silencio posibilita, imaginalmente, hablar él, así como concebir su despliegue. Es cierto, no podemos “hacer silencio”, a la manera de una acción positiva y voluntaria más entre otras. ¿Por qué? Porque la idea de silencio, al pasar y hallarse traspasada por tal silencio, ha de engendrar, ella misma, el silencio. Así, la idea de silencio no permite “hacer silencio”, cuan acto llevado a cabo por la intención de un agente; la idea de silencio, en contraste, nos torna capaces de hacer lo imposible, pues en ella reside la única forma, la forma imaginal, de concebir y dar existencia a la inexistencia del silencio: la idea de silencio “hace el silencio”.

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