Hay que pensar la máquina parental como biopolítica del capital. La «bio-familia» del modelo terciario nunca tuvo rostro, pero se alzó como un proyecto voluptuoso (1990). Es la escisión llevada hasta sus últimas consecuencias. Hasta ese punto donde la intimidad se disuelve en la transacción que pretende ser intimidad. Una bio-familia no está en algún lugar específico, sino en cada esquina. Eco y recoveco de los rictus urbanos. En la madrugada cuando el padre regresa de su viaje pagado con cuotas infinitas y la madre lo recibe con la pregunta que ya es costumbre: «¿cuánto ganaste?» En la cocina donde los hijos comen en silencio, cada uno mirando su celular, cada uno calculando qué objeto poseerá mañana. En la alcoba donde la pareja hace el amor pensando en la cuota del siguiente viaje, donde el goce se convierte en cifra, donde la caricia es apenas el movimiento hacia la siguiente compra.
Es la intimidad de socios que pactan en susurros, que negocian la densidad de sus propias vidas como si fueran acciones en bolsa. Es la intimidad de quienes comparten techo, pero habitan mundos paralelos, de quienes duermen en la misma cama, pero despiertan cada mañana como si fueran extraños. Y aquí hay que detenerse con cuidado. Porque la verdadera intimidad de la familia Parisi (cuya genealogía política hunde sus huellas en Francisco Javier Cuadra –Frafra) no es la intimidad del cuerpo ni siquiera el afecto. Es la intimidad de la mentira común. Un espacio donde todos saben que están escindidos, donde todos conocen la verdad de que no hay amor sino transacción. Donde todos entienden que el proyecto de estar juntos es un proyecto fallido desde el inicio. Pero ninguno lo dice, salvo nombrar la escisión. Pues la casa es una empresa y todos sus miembros son competidores desesperados en una guerra de supervivencia cotidiana. La verdadera intimidad es la intimidad de quienes comparten el mismo secreto: están fingiendo que son familia cuando lo que realmente hacen es negociar las condiciones de su soledad compartida.
No es la mentira ocasional que alguien cuenta a los demás, sino la mentira que todos viven juntos, que todos respiran, que se convierte en el aire que los rodea. Los padres fingen que aman a los hijos mientras calculan su productividad futura. Los hijos fingen que respetan a los padres mientras interiorizan la lección de que el dinero es la única demostración de afecto. La pareja finge que se desea mientras está pensando en cuotas y deudas. Todos están en el mismo teatro, cual grottescos, todos conocen el guion, pero todos continúan actuando como si fuera realidad. Y esta es la verdadera intimidad: no el acto sexual, sino el acto de fingir juntos, el reconocimiento mudo de que están todos comprometidos en una actuación que nadie abandona porque el abandono significaría confrontar la verdad insoportable.
La bio-familia (Parisi) es una subjetividad (perpendicular, transversa, oblicua, torcida) de la sociedad chilena, es lo que sucede cuando el texto orquestal ha sido reemplazado por tácticas individuales, cuando la responsabilidad mutua ha sido sustituida por pactos de conveniencia. Porque la verdad más brutal sobre la intimidad de la familia es que es la intimidad de gente que se odia a sí misma a través de los otros. El padre odia en el hijo la versión de sí mismo que no pudo ser. La madre odia en la hija la libertad que nunca tuvo. Los hijos odian en los padres la razón de su existencia como proyecto fallido. Y todo este odio, toda esta frustración, toda esta negación de la vida que podría haber sido, se traduce en la forma particular del cuidado: el padre compra la camioneta para que el hijo no sienta lo que él sintió. Y en esto reside la lepra arribista de Parisi: en la incapacidad de reconocer que se ha traído la exclusión al corazón de lo íntimo, que la jerarquía mercantil ha penetrado hasta la respiración compartida. La lepra no es externa. Habita en el susurro, en la caricia, en cada acto de fingimiento que pretende ser cuidado.
Y aquí está lo que hay que nombrar sin miedo: el neoliberalismo no penetra la familia Parisi -biopolítica- desde afuera, no es una fuerza externa que invade los espacios privados como un virus. El neoliberalismo se expresa como consumación infinita en la bio-familia Parisi. Cuando el padre dice a su hijo «te compraré la camioneta que quieras, pero tienes que estudiar para ganar más dinero», no está inoculando neoliberalismo en el hijo, sino que revela que el neoliberalismo ya habita el seno de la familia, que nació con ellos, que es más antiguo que cualquier ideología porque es la forma en que decidieron estar juntos.
La familia come, duerme, respira neoliberalismo. No porque lo haya elegido conscientemente. Lo hace porque el neoliberalismo se ha vuelto la única forma posible de estar vivo, la única manera de entender qué significa estar juntos sin la muerte. Y aquí es donde la escisión se vuelve radical, donde la intimidad familiar se desgarra desde adentro: porque la familia Parisi sabe, en el fondo más oscuro de sí misma, que está escindida. Que no hay amor, hay negociación. Que no hay responsabilidad colectiva, hay acuerdos de conveniencia. Que cada miembro de la familia Parisi es fundamentalmente solo, navegando la vida en un bote individual, tirando del remo hacia su propia salvación mientras todos fingen que navegan juntos. La modernización prometió igualdad. La familia Parisi vive la desigualdad en cada comida silenciosa, en cada mirada evitada, en cada promesa incumplida que se convierte en cuota pagada.
Pero aquí está lo que debe hacerse visible: Parisi es el vector perfecto del dinero sin proyecto. No anida en élites porque no hay élites en Chile. Hay dinero circulando sin responsabilidad, sin futuro que lo justifique, sin sujeto que responda por él. Parisi no trae consigo ninguna promesa de perpetuación, ningún código de sangre, ninguna visión que trascienda el beneficio inmediato. Las élites, si existieron alguna vez, tenían proyecto colectivo y un compromiso de perpetuarse como grupo elital. Esto las obligaba a fingir al menos cierta dignidad, cierta visión de lo que debería ser. Pero Parisi —y aquí está el horror donde la lepra espanta desde sus rincones más oscuros— no finge nada de eso. El único bróker que promete dividendos sin capital, rendimientos sin inversión, y ganancias sin riesgo… todo financiado con likes. Es la afirmación pura de que no hay nada detrás, que no hay élite que lo contenga, que no hay proyecto colectivo que lo justifique, que no hay huella del otro que lo reclame responsabilidad. Parisi vota, compra, viaja, vive, muere, todo como vector del dinero puro: sin rostro, sin tradición, sin la dignidad corrupta de quienes al menos pretendían gobernar.
Lo que existe en Chile es gente con dinero que compite ferozmente por mantenerlo, que mira con pánico a los que están abajo temiendo que algún día se lo roben. Gente guetizada porque el neoliberalismo fragmenta todo, incluso a los que tienen dinero. Especialmente a los que tienen dinero. He aquí su expresión más pura: no el síntoma de una clase dominante, sino la prueba de que no hay clase alguna, solo dinero en pánico permanente, solo la circulación de un valor que ha perdido toda relación con la responsabilidad. Toda huella o promesa está a cargo, de que alguien es responsable de la diferencia que prometió honrar. Lo que asusta a no es la lepra arribista. Lo que asusta a Parisi es que alguien le pida que sea élite, que alguien le demande responsabilidad, que alguien le exija que responda por la huella que ha dejado, que alguien le diga: hay un otro al que le hemos hecho promesas. Parisi, aunque Franco, escapa precisamente porque no es élite, porque es solo dinero hablando a través de una boca que no sabe de qué trata el poder, el gobierno, la responsabilidad, la huella del otro. Parisi es la desaparición de la élite hecha carne. Es el fin de toda pretensión de que hay alguien gobernando.
Y esto revela la verdad más incómoda que la modernización dislocada se niega a enfrentar: en Chile no hay élite. Lo que hay es gente con dinero que no tiene cohesión ninguna porque cohesión requeriría proyecto. Parisi, como familia tachada, es gente con dinero. Se insulta mutuamente en las redes sociales, se denuncia a la fiscalía, se sabotea en el ámbito empresarial. Es la prueba de que el progreso fue, desde siempre, la disolución de toda diferencia, incluso la que la modernización misma intentaba crear. La huella del otro se convierte en la herida que no cierra, en el reconocimiento de que prometimos una cosa y entregamos su opuesto.
La familia Parisi es la forma que ha adoptado la esperanza en Chile: la esperanza de que el presente puede ser soportable si cada uno se salva a sí mismo. No es la esperanza de una clase que cree en su perpetuación, que se siente segura de su futuro. Es la esperanza de gente con dinero (lo obsceno) hoy que tiembla cada noche pensando en cómo será mañana. Vive en la promesa de que, si todos compiten lo suficientemente bien, si todos adquieren lo suficientemente, si todos se aíslan lo suficientemente, entonces quizás, apenas quizás, lograremos que nadie nos quite lo que tenemos. La soledad compartida no parece familia: es apenas la forma más honesta de la supervivencia. Y esta es la verdadera intimidad de la familia Parisi: no es la intimidad del cuerpo, sino la intimidad de la mentira común, el acuerdo tácito de fingir que están juntos mientras cada uno está solo, profundamente solo, navegando en su bote individual hacia un horizonte de pánico que nunca se detiene. La modernización prometió acceso y Parisi consumó servicios (redes) como el espacio de mayor soledad.
Franco/Parisi avergüenza al progresismo porque muestra que su promesa de inclusión era ya exclusión disfrazada, que su discurso de igualdad operaba sobre la desigualdad como condición de posibilidad. Y avergüenza a los conservadores —a los especuladores del orden— porque revela que su defensa del orden es apenas la defensa del caos organizado, de la circulación sin sujeto, del dinero que habla sin tener nada que decir. La paternidad aquí no es genealógica sino espectral, las autoridades son ya iteraciones, repeticiones de una promesa que se difiere eternamente mientras finge cumplirse. Lo que une a estos padres fantasmales no son los valores, como esa ausencia que Kaiser (facticidad chabacana del capital) deplora como si alguna vez hubieran estado presentes, sino precisamente el vacío que ocupan, la huella de una diferencia que nunca existió salvo como simulacro. Parisi no es hijo bastardo: es el heredero legítimo de una tradición que consiste en no tener tradición, en ser apenas el vector de una circulación sin origen. La derecha no perdió valores, más bien descubrió —y esto la avergüenza— que nunca los tuvo, que lo valórico era ya su propia ausencia operando como presencia. Parisi es el suplemento que revela la estructura: todos los padres políticos son padres sin paternidad, figuras que repiten el gesto de prometer mientras inscriben su traición en el mismo acto de prometer. Hoy nuestros pastores dispensan cátedras sobre populismo con la misma seguridad con que Kant hablaba de lo sublime sin haber salido de Königsberg: ignoran que Parisi no es una aberración del sistema, sino su síntoma más fiel. Mientras ellos defienden la pureza del logos ilustrado, Parisi opera en la economía libidinal de la promesa imposible, ese resto inasimilable que la razón comunicativa no puede metabolizar. Su asco kantiano (Bellolio/Matamala) no es sino el reverso especular de aquello que pretenden conjurar: ambos participan del mismo teatro de la representación, solo que Franco (sin redención) admite sin pudor que el escenario está vacío.
Pero hay que pensarlo también de otra manera. Porque en 2019, en 2020, en esa revuelta que rasguñó el espejo, apareció algo que la familia Parisi no esperaba, la aparición de otros Parisi. No los de arriba, no los de abajo, sino un assemblage sin destino. Los marginales que habían aprendido también, sin cuotas infinitas, sin camionetas ridículas, sin viajes pagados, a vivir la escisión, a negociar su soledad. Porque la lepra arribista no es exclusiva de quienes tienen dinero. Es la torcedura de la modernización: alcanza a todos, penetra a todos, enseña a todos que la única forma de estar vivo es compitiendo. Los Parisi de la revuelta son aquellos que quemaron lo que no podían poseer, que destrozaron lo que no les pertenecía, porque habían entendido, quizás sin palabras, que la diferencia que les fue prometida nunca llegaría. Y aquí está lo que las marginalidades mediáticas nos gritan sin que podamos escuchar: que la familia Parisi no es un privilegio de clase, es una forma de la vida que el neoliberalismo ha inoculado en todos. En el trabajador que gasta su último sueldo en ropa de marca. En el estudiante que endeuda su futuro por un celular. En el migrante que arriesga su vida por «ascender». En el joven que quema la ciudad porque no puede «acceder». Todos viven la escisión.
Mientras la familia (Parisis) continúan su viaje pagado con cuotas infinitas, mientras respira neoliberalismo en cada habitación, mientras traduce el afecto en cifras y el deseo en deuda, la política que debería oponerle resistencia simplemente le sonríe. En su desgarramiento, en su renuncia fundamental a la intimidad verdadera, en su aceptación de estar juntos mientras están solos, es el reflejo más honesto del neoliberalismo. No se trata de solidaridades, aquí no se miente diciendo que hay horizontes compartidos. Es simplemente continuar con la escisión, continuar viajando, continuar siendo familia sin serlo, continuar siendo gente con dinero sin tener que convertirse en élite.
Agradezco los generosos comentarios del Dr. en sociología Andrés Leiva
Dr. Mauro Salazar J. Ufro/Sapienza.
Imagen principal: Christian Hiadzi, The Candidate, 2020

