Mauro Salazar J. / El derrumbe ilustrado. Liberalismo, babelización y progresismos en fuga

Filosofía, Política

Escena de escenas: coup d’État.

Sin abjurar de sus plásticas, en las últimas horas Carlos Peña ha destilado una melancolía gestionada sobre los límites del liberalismo chileno (más allá de Bilbao, Arcos, la generación de 1913) respecto a sus enunciados performativos. Habría que precisar, si tal discernimiento entre el liberalismo histórico (que nunca existió en Chile, salvo en su dimensión decimonónica, anticlerical), como promesa incumplida y el liberalismo como gramática que organiza posiciones u horizontes sin habitarlos. Se desliza entonces una sospecha liminal, el liberalismo vive de una promesa que él mismo traiciona, y esa traición no es accidental sino constitutiva. El liberalismo fáctico (despinochetización) traiciona el espectro de una promesa que lo precede y excede, resto inasimilable en el corazón de aquello que pretende fundar.

Inquirición ¿Y cada columna dominical era un ritual de duelo fallido convertida ella misma en mercancía simbólica? Tribulaciones de una ficción normativa —racionales, públicos y liberales— que comienzan su lento desmoronamiento. Aunque no abrazamos la crítica glotona que pesa sobre Peña, la estética primitiva de la denuncia, sabemos que la modernización pierde su púlpito centrista. El propio rector ha subrayado hace dos días una «genealogía» (para entender actuales entusiastas) que descansaría en Jaime Eyzaguirre, devoto hispanista cuya sombra se proyectó sobre la revista Portada, fundada en 1969 por intelectuales nacionalistas vinculados al Opus Dei. Linaje de una tradición que se quiso ilustrada sin serlo, cobertura discursiva para una matriz corporativo-nacional que articuló, en los intersticios del autoritarismo, la combinatoria entre hispanidad católica y neoliberalismo económico: sutura que la dictadura consolidaría como atmósfera, como paisaje naturalizado donde lo contingente devino necesario y lo históricamente producido se presentó como suelo, como origen que nunca fue tal.

Entonces, la aporía no es punto de llegada ni estación terminal donde el pensamiento descansa: es condición de posibilidad de lo político, su suelo inestable, su única tierra. Hay que decidir en medio de la aporía —atravesarla, habitarla, exponerse a su vértigo— y no contemplarla desde la distancia que el comentario ilustrado se concede a sí mismo como privilegio. Pese a todo lo que se pueda decir en este momento de dolor y cólera —contra Peña o a su favor, da igual—, el rector rompe la norma inglesa, esa compostura que el comentario ilustrado. El coup d’État que Peña denuncia no es entonces una ruptura con el orden liberal sino la revelación de su fundamento: todo orden reposa sobre una violencia fundacional que debe ser olvidada para que el orden funcione como tal.

Genealogía, mutaciones

A pesar de los cambios implementados bajo la «modernización pinochetista», término que conviene retener en su equivocidad constitutiva, el conservadurismo chileno no responde a una contigüidad con las premisas que inspiraron el programa encabezado por los Chicago Boys a partir de 1976. Hay aquí un desajuste que el relato hegemónico de la transición prefirió obliterar: la soldadura entre liberalismo económico y conservadurismo valórico no fue natural ni necesaria, sino efecto de una operación de captura cuyas costuras permanecen visibles para quien sepa leerlas. Tampoco hay una relación evidente entre pensamiento conservador y partidos de derechas. De otro modo, habría que reconocer que también hay conservadurismo libidinal, centrista o de izquierdas: pulsiones de preservación, nostalgias de origen, fantasmas de comunidad perdida que atraviesan el espectro político sin dejarse capturar por las clasificaciones al uso.

Por fin no es posible hablar de una «ontología unitaria» en el entramado liberal-conservador: el término «ontología» comparece aquí menos como categoría filosófica rigurosa que como señal de una pretensión de fundamento que el propio objeto desmiente. Carlos Ruiz y Renato Cristi han consagrado análisis decisivos a la «singular transición ideológica» de Jaime Guzmán, esa mutación que permanece como nudo irreductible de la historia intelectual chilena. Tal nudo se extiende desde Jaime Eyzaguirre —devoto hispanista cuya sombra se proyectó más allá de su muerte— hasta Osvaldo Lira —tomista hispánico, guardián de una tradición que se quiso inmune al tiempo—, pasando por Encina y su antihispanismo reactivo, Michael Novak y la teología americana de la vía media, hasta el propio Hayek y su programa de aceleración de los mercados. De suyo, las tesis prevalentes de Mario Góngora —esas «planificaciones globales» que denunciaba como amenaza al Estado— quedan excluidas de facto del itinerario modernizador. Góngora, que concedió el voto a Salvador Allende, representa precisamente aquello que la síntesis guzmaniana debió forcluir para constituirse: un conservadurismo estatalista, refractario al mercado, incompatible con el programa de los Chicago Boys.

El «momento conservador» no es un universal genérico, invariante, o una identidad cristalizada como suele sostenerse —con notable pereza conceptual— en el campo de las izquierdas y su rezago cognitivo. Es, más bien, un concepto trenzado que goza de «porosidades», efectos de contaminación y trayectorias inestables: formación discursiva atravesada por tensiones que ninguna síntesis resuelve. El árbol «genealógico» —y aquí la metáfora arbórea merece ser interrogada en lo que presupone de origen, raíz, tronco común— opera como concepto mixto que, más allá del sujeto de fe, dota al término de una sistematicidad aparente mientras pierde univocidad en sus hermenéuticas políticas. Lo que se presenta como tradición unificada es, en rigor, campo de disputas, sedimentación de conflictos no resueltos, acumulación de capas que la presente reactiva según sus urgencias.

Y así, aumenta la heterogeneidad discursiva; la demografía del conservadurismo oscila bajo un campo de fuerzas que invocará diversos rostros y acentos, modulaciones y énfasis que resisten la reducción a fórmula. Si bien el núcleo gravitacional de «lo conservador» —como raíz o incluso formación discursiva— se suele oponer a reformismo, progresismo, marxismo y democracia, tal cuestión fue capturada por la fuerza fáctico-discursiva de la dictadura chilena: operación de apropiación que fijó sentidos, clausuró alternativas, naturalizó una versión particular como si fuera la única posible. Pero ello no agota sus posibilidades de sentido. Al punto de que resulta necesario asimilar las fracturas críticas que asisten a toda tradición, esas grietas internas que el relato oficial prefiere ignorar. La discursividad efectista de ciertos intérpretes normaliza la discusión desde una racionalidad homogénea cuando publicita al mundo Chicago-hacendal como un bloque monolítico, sin fisuras ni disputas de sentido, donde se torna recursiva —reiterativa hasta el agotamiento— la economización del «campo político». Más allá de las insalvables diferencias ideológicas, no es que Jaime Guzmán pueda ser reducido sin más al binomio economía más moral. Quizá el ideólogo del pinochetismo realizó la más intensa «revolución conservadora» precisamente mediante una libido liberalizante en consumos y servicios: paradoja que merece ser pensada en toda su densidad.

Ello permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que, parafraseando a Alberto Edwards, cuya sombra también se proyecta sobre estos debates, apela a la figura de un Estado soberano e impersonal, esa instancia que el propio historiador reconocía encarnada en Carlos Ibáñez del Campo. Tal pasaje fue constitutivamente hostil con aquellas posiciones utilitaristas que están en la base del paradigma aplicado en los años ochenta: las privatizaciones del shock antifiscal, la desarticulación sistemática de lo público, la reconversión del ciudadano en consumidor. Esto último comprende la herencia interrumpida del «Estado en forma» como sucesión colonial de la monarquía y ausencia de revolución democrático-burguesa: el vacío constitutivo que el mito portaliano vino a colmar, esa figura monarcal que se quiso fundamento sin serlo, origen retroactivamente construido. En suma, la vigencia reinante del Homus nationalis como fantasma que organiza el campo de lo político.

Cabe agregar que el paradigma managerial, en tanto política neoliberal, expulsó cualquier lastre ético-normativo proveniente de las «épicas militantes». Toda significación que pretenda exceder la nueva «asepsia económica» debe ser erradicada de facto, conjurada como residuo arcaico, descalificada como ideología. El emergente plan económico-social de fines de los años setenta se debe al orden qua orden: tautología que revela su carácter performativo, pues el orden que invoca es el mismo que produce. Entonces, el giro obligatorio del conservadurismo relacional/agonístico —un término que contra todo cultiva la equivocidad, que se resiste a la definición unívoca— es algo posterior a los ajustes antes mencionados, a lo menos un quinquenio, y consiste en su necesidad de adaptarse al factum de las desregulaciones ya activadas desde la segunda mitad de los años setenta por los halcones de Chicago. Provenientes de un mismo tronco que ahora se bifurca, liberales y conservadores fueron interpelados por una vocación antiestatista y abrazaron el «principio de subsidiariedad», inaugurando otro «momento conservador»: la modernización pos-estatal como horizonte compartido, como suelo común que permitió, temporalmente, suturar las diferencias.

Contra el sentido común —ese depósito de evidencias no interrogadas que funciona como cemento ideológico—, una concepción propiamente conservadora de la política económica quedó «parcialmente» excluida en los primeros años de la modernización pinochetista, entre 1976 y 1981. En aquel contexto se apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción «no» ideológica del proceso social —como si la pretensión de neutralidad técnica no fuera ella misma la más eficaz de las operaciones ideológicas—, conducción que años más tarde secuestró la imaginación política de las propias izquierdas, volviéndolas incapaces de pensar más allá del horizonte que sus adversarios habían trazado. Se asume entonces, dadas las circunstancias históricas, un «juicio de factibilidad» y una tecnificación del proceso social: el reemplazo de la deliberación política por el cálculo experto, de la decisión colectiva por el dictamen técnico.

El discurso conservador guarda otras implicancias conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros de Chicago. Se trata de una distinción incómoda —porque obliga a desmontar síntesis que el sentido común da por sentadas—, pero muy necesaria, por cuanto es evidente una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los típicos mecanismos de autorregulación del mercado: la conocida mano invisible y su preponderancia bajo el período de la libre concurrencia, periclitada definitivamente en la década de los treinta. El conservadurismo clásico busca defender poder y orden contra el mercado y no con el mercado: distinción fundamental que el relato de la derecha chilena contemporánea prefiere obliterar. Esencialmente desde su univocidad en asuntos valóricos asociados a una ontología religiosa, el conservadurismo clásico veía en el mercado una fuerza disolvente, corrosiva de los vínculos tradicionales.

En un mundo librado a la babelización —dispersión de lenguas, fragmentación de sentidos, imposibilidad de un código compartido—, el relato conservador se ha ganado una demonología en el lenguaje político de los progresismos: figura del mal que permite, por contraste, definir el propio campo. La comunión moral intenta compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y las patologías del liberalismo occidental, cuyo paradero fue el Jueves Negro de 1929: catástrofe que debió haber enseñado algo, pero cuya lección fue sistemáticamente ignorada. A pesar de esta tremenda advertencia histórica, a comienzos de los años ochenta el trabajo de Mario Góngora denunciaba la crisis de tradiciones cívicas en su célebre Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile (1981): texto que compareció como voz disonante, como advertencia desoída, como resto inasimilable para el consenso que se estaba forjando. Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía neoconservadora que Guzmán ya había iniciado. El Ensayo de Góngora permanece como documento de una posibilidad clausurada, de un camino no tomado cuyo espectro todavía trabaja el presente.

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia conceptual que obliga a discernir entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado —expuesta en la obra de Góngora— respecto de las premisas del paradigma managerial que terminó por hegemonizar el campo. Si bien es posible trazar una primera «fricción» entre las tesis de Chicago y el discurso conservador clásico, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización, a ese triunfo que naturalizó como inevitable lo que fue resultado de operaciones específicas, de decisiones tomadas en contextos determinados, de violencias ejercidas sobre cuerpos y discursos.

Si bien la década de los 60’ marca una inflexión colosal en la gramática del mundo conservador, por cuanto la modernización tiene un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols, ello viene a representar un potencial riesgo «identitario» y «programático». Los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el paradigma subsidiario, perdiendo aquellos rasgos que los distinguían de la tradición liberal propiamente tal. Quizás este momento del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas —si es que «genuino» puede decirse de una tradición que es siempre ya construcción retroactiva—, se entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la propia modernización, representados crudamente en la figura de los Chicago Boys.

A partir de lo anterior, el discurso neoconservador se consagró a «anudar» dos campos ontológicos que derivan en posiciones antagónicas, fusionadas —precariamente, provisionalmente— por la vía de la modernización pos-estatal. Tal operación contribuyó a reducir el margen de acciones que anteriormente eran gestionadas desde la autoridad estatal, ese ideario monarcal que el conservadurismo clásico pretendía preservar. De tal suerte, no podemos obrar de soslayo respecto de esta «peculiar» mutación entre mixturas argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar al tronco liberal-conservador y su actual cisma: fractura que hoy reaparece bajo nuevas formas, que retorna como lo reprimido de una síntesis que nunca fue tan sólida como pretendió.

Podemos arriesgar una hipótesis tentativa para abordar esta paradoja que acompaña el mentado eje liberal-conservador. Existe una abundante literatura que demuestra, con rigor difícilmente impugnable, que el inicio de las políticas de externalización, privatización, desindustrialización y transformación del Estado chileno tiene lugar a partir de 1976, bajo un expediente antifiscal orientado a conjurar los desbordes inflacionarios del período populista. Tenemos la impresión —y aquí «impresión» retiene toda su carga de inscripción, de huella que marca sin saturar— de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes mencionados, a lo menos un quinquenio, y consiste en su necesidad de blindar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de los setenta por la Escuela de Chicago. Esta vez, liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista cuya fuerza performativa excede las razones que la justifican, y suscriben al principio de subsidiariedad como si este operara en el registro de lo evidente, de aquello que no requiere fundamentación porque se ha vuelto atmósfera, paisaje naturalizado de lo pensable.

Esta mutación —tránsito de axiomas doctrinarios a procedimientos técnicos, de la deliberación política a la gestión algorítmica— da cuenta de un pragmatismo que no es mera adaptación táctica sino reconfiguración del campo de lo decible: lo que antes comparecía como opción ideológica deviene necesidad sistémica, lo que era programa se transmuta en dispositivo. Tal desplazamiento explica algunas de las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar entre conservadores y liberales dentro de la propia Unión Demócrata Independiente y Republicanos, fisuras que revelan menos una disputa de ideas que el retorno sintomático de lo forcluido: aquella dimensión ético-normativa que la asepsia económica pretendió erradicar y que ahora reaparece, desfigurada, bajo la forma del reclamo identitario. Pero debemos ser precisos, incluso implacables: a pesar de su impulso inicial —ese momento en que el conservadurismo todavía imaginaba poder subordinar el mercado a la forma estatal—, Guzmán giró hacia recetas liberalizantes y debe ser recordado como el arquitecto de la más desenfadada, y acaso más eficiente, fusión del neoliberalismo integrista. Fusión que años más tarde develaría la paradoja constitutiva, la obcecación propiamente revolucionaria del pensamiento conservador chileno: nacionalizar la globalización y mundializar Chile, hacer del afuera un adentro sin que el adentro deje de reclamarse como origen, como suelo, como patria.

Cisma, escombros del consenso

Jaime Guzmán comparece nuevamente como figura espectral que no termina de morir ni de nacer del todo: revenant que trabaja el presente desde un pasado que se resiste a pasar, que retorna cada vez que la derecha chilena intenta pensarse a sí misma. Su legado opera como herencia envenenada, don que obliga y compromete a quien lo recibe, transmisión de una deuda impagable que ningún heredero puede simplemente aceptar o rechazar. Porque heredar no es recibir pasivamente lo que viene del pasado, sino reactivarlo, seleccionarlo, traicionarlo incluso para poder serle fiel. El espectro de Guzmán asedia el campo político chileno precisamente porque su síntesis fue a la vez demasiado eficaz y constitutivamente imposible: suturó lo que no podía suturarse, anuló una tensión que ahora retorna como síntoma, como malestar, como cisma entre quienes disputan su herencia sin poder nunca apropiársela del todo. Lo que resta de Guzmán no es una doctrina que pueda aplicarse ni un programa que pueda ejecutarse, sino la huella de una operación cuya violencia fundacional permanece inscrita en aquello mismo que fundó.

Lo que hoy se despliega bajo el triunfo de José Antonio Kast es la escenificación de un cisma que estaba latente, trabajando en silencio bajo la superficie aparentemente compacta del consenso. Liberales de derecha y progresistas difusos —esas figuras que habitaron cómodamente el centro del tablero— descubren ahora que el terreno que creían sólido se ha vuelto arena movediza. Kast, como presidente electo, lo absorbe todo: captura las pulsiones que el centrismo despreció como arcaicas, moviliza los afectos que la razón ilustrada creyó haber conjurado, ocupa el espacio que la equidistancia dejó vacante. El progresismo difuso, ese que confundió gestión con política y técnica con transformación, asiste a su propia irrelevancia sin terminar de comprenderla: sus categorías ya no muerden lo real, su lenguaje resbala sobre una superficie que otros han reconfigurado. El liberalismo de derecha, por su parte, contempla cómo aquello que pretendía civilizar, la derecha dura, el conservadurismo visceral, ha terminado por devorarlo, por volverlo resto prescindible en una coalición que ya no lo necesita. La cismática no es externa al campo: estaba inscrita desde el origen en la síntesis imposible que la dictadura forjó y la transición administró sin resolver. Lo que José Antonio Kast revela no es una anomalía, sino la verdad de una estructura que funcionó mientras pudo reprimir sus contradicciones, y que ahora las exhibe como destino.

PD. El estallido de 2019 fue la irrupción de ese resto que no ofrece la restauración del antiguo consenso, sino un nuevo reparto: uno donde el conflicto no es negado sino administrado mediante la fuerza, donde la exclusión no es disimulada sino exhibida como programa, donde el orden no se legitima por su racionalidad sino por su eficacia.

Dr. Mauro Salazar, UFRO/Sapienza

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