1
A pies descalzos, los niños juegan sobre la arena gris y gastada. Las madres mantienen sus imágenes al interior de las pupilas, a una distancia incierta tanto de los niños como de los hombres. Los padres y los padres de los padres florecen en el cóncavo pecho de los niños. Anochece. Y a la luz de los venideros espectros, los nombres empiezan a desdibujar los contornos de las sonrisas: la cifra, el número, las bombas, son implacables.
2
Los niños juegan y se agitan entre la arena, mientras, aún con los pies descalzos, sienten cómo la aspereza y la humedad oxidan sus huesudas rodillas. Las madres, desde sus hogares, sueñan la estela que los niños han dejado en sus faldas durante años; estelas lejanas, cuan estrellas fugaces e incumplidos deseos idos con ellas, pero, así y todo, estelas capaces de evaporar ira cuando roza convertirse en odio. Los padres han perdido a sus padres, y el corazón de los niños huérfanos lleva a hermanos y hermanas a las entrañas de otros cielos. Anochece y un ángel anaranjado se anuncia desde lo alto. El rojo de la sangre es más veloz que la luz, pues, incluso antes de dejar de palpitar, arde desde dentro.
