Gregorio Torres Quintero / La sirena

Literatura

Fuente: El Barrio Antiguo

—¿Es cierto, Basilio, que existen las sirenas?

—Tan cierto es que existen como que me llamo Basilio —contestó el pescador.

—A mí no me parece que sea tan cierto, y en cuestión como esta, yo soy más desconfiado que Santo Tomás.

—¿Ver y creer? Pues yo vi y por eso creo.

—¿Tú has visto? ¿Has visto sirenas? No delires. Habrás sido juguete de un engaño.

—¡Juguete de un engaño! No, señor, ¡si lo recuerdo como si hubiese sido ayer!

Aquella aventura la tengo aquí en la frente, como una fotografía en su estuche. Todavía me horrorizo al considerar el peligro que corrí. Mas no hagamos recuerdos pavorosos, señor. ¡Mejor es beber!

El pescador apuró su vaso de aguardiente hasta la mitad. Llevóse la pipa a la boca y arrojó luego una bocanada de humo que envolvió en una nube su cabellera de alborotados rizos.

—¿Y cómo son las sirenas?

—¡Oh! Las sirenas son hermosísimas. Tienen medio cuerpo de mujer y medio cuerpo de pez. Cantan con una voz dulcísima y armoniosa y dicen que se llevan a los hombres a unos palacios de nácar y coral que tienen en las peñas submarinas. El que se deja seducir por el canto de la sirena, es perdido.

—¡Tomemos otro trago a la salud de las sirenas!

—¿A salud de las sirenas? ¡Bebamos!

—Ustedes son unos incrédulos empedernidos… ¡Pues bien! Voy a contarles lo que a mí me sucedió, para que ya no tomen a burla lo que les digo… Esa sonrisita… Ya, ya tendrán ustedes que suprimirla.

***

Pronto va a hacer diez años. Era la cuaresma. Paseaba yo siempre en la madrugada. Jamás he usado otra cosa que la atarraya, y mi sistema ha sido recorrer las playas desiertas con el agua a la rodilla o a la cintura, según el vaivén de las olas.

Una mañana (aún brillaban algunas estrellas en el cielo) me llamó la atención un objeto que se movía allá lejos, sobre la arena, a la orilla del mar. La mortecina oscuridad no me permitía distinguir bien aquel objeto. Sentí grande curiosidad por saber lo que era y al instante me dirigí hacia él. Mientras avanzaba, mi vista se fijaba con insistencia en aquel punto, y pronto adquirí la certidumbre de que se trataba de una persona tendida en el suelo. ¿Pero esa persona qué hacía allí? Las olas, en su intermitente ir y venir, la medio cubrían y luego se alejaban dejándola aislada en el declive arenoso. Algunas aves zancudas agitaban sus nerviosas piernas muy cerca de ella persiguiendo las sardinillas que plateaban la orilla líquida. ¿Se trataba de un náufrago? Pensé que aún sería tiempo de salvarlo. “¡Eh! ¡Oh!”, grité con todos mis pulmones y apreté el paso. Mas casi al instante, aquella persona se incorporó y se deslizó rápidamente hacia el mar en cuyas olas desapareció como por encanto.

Mi estupor fue grande. ¿En presencia de qué estaba? ¿Era forma humana la que yo había visto? No me cabía duda, pero había algo de extraño que yo no podía explicarme. Emprendí de nuevo la marcha y llegué al lugar del misterio. Las olas habían borrado toda huella que me diera luces, y por tal razón lancé ansiosamente mis miradas al agua para explorar las olas. Y vi, sí señor, una cabeza humana que sobresalía en la espuma. ¡Qué ojos tan penetrantes clavaba en mí! A pesar mío, sentí un frío inmenso, un miedo que me heló las venas. Grité no sé qué explicaciones inarticuladas y vi que la cabeza desapareció bajo el amargo líquido.

Las olas se sacudían sin interrupción y algunas se elevaban allá lejos como muros de transparente esmeralda. Yo estaba como enclavado en el suelo, mas no podía apartar la vista del mar.

Surgió de nuevo la cabeza muy cercana de las grande solas. En ese momento la mar se hinchaba, una arruga creciente se deslizaba con lentitud, se adelgazaba y se elevaba absorbiendo el agua de la base con ansia de tromba; muy pronto era una larga muralla líquida vacilante, próxima a desplomarse… ¡Ah! ¡Mis pupilas se ensancharon como dos cráteres! ¿Qué veía?

En el cristal glauco del tumbo vi dibujarse la luminosa silueta de una sirena, con su medio cuerpo de mujer y su medio cuerpo de pez. La ola perdió el equilibrio y se derribó con estruendo, disolviéndose aquella mágica visión. Así como cuando un muro sólido produce al caer una nube de polvo, un remolino de espuma argentina se elevó a grande altura disponiéndose por la gravedad y el viento. Mis ojos anhelantes buscaban a la sirena entre la quebrada superficie del mar…

***

—¿Y la volviste a ver?

—Por entonces toda pesquisa mía fue inútil, pero después…

—¿Después? ¿Cuándo?

—Era el Domingo de Ramos. Pescaba con ardor, pues había grande demanda de pescado. La luna, próxima a hundirse, alumbraba el mar con plateados fulgores. El agua me daba a la cintura y sentí que un cuerpo extraño había tocado el mío. Se agitó el agua y vi muy cerca de mí la cabeza de la sirena alumbrada de lleno por la luna. Me miró un instante y se hundió…

—¿Nada más?

—Por entonces nada más, pero después….

—¿La volviste a ver?

—¡Ah! ¡Pluguiera a Dios habérmelo evitado! Era el Jueves Santo. La luna, brillante como un foco de arco, parecía una inmensa perla colgada en el vacío. La pesca era abundante. Lanzaba mi red, que se abría en el espacio como un grande disco, cayendo luego en armonioso rumor en el cristal de las aguas y hundiéndose bajo el peso de sus plomos. Los peces quedaban prisioneros. Con mi red al hombro, salía hasta la arena enjuta y allí sacaba los pescados y los guardaba en mi costal. Afanoso andaba. Armé mi red y la arrojé con enérgico impulso sobre una ola. La red se desenvolvió en el aire. ¡Oh! ¡Dios mío! Bajo la red, ya en descenso, surge la sirena. Todo fue inevitable y rápido como un relámpago. Oí un grito y yo me sentí atraído hacia el mar. “¡Me lleva la sirena!”, pensé. Y en efecto me llevaba. Acostumbraba a atarme la cuerda de la red en la mano izquierda y por ella sentí la tracción. ¡Horror! La sirena estaba presa en la red y pugnaba por libertarse. Entre tanto a mí me faltaba la respiración, pues iba ente dos aguas, y la mar era profunda. Por fin la red se hizo pedazos, y esa fue mi salvación. Dejé de ser arrastrado, me vi en medio de un laberinto de olas y perdí la noción del rumbo en que quedaba la orilla: estaba aturdido. Permanecí así flotando algunos instantes. Unos ojos brillaron sobre las olas: ¡eran los de la sirena! ¡Me sumergí y nadé desesperadamente! Una ola inmensa me envolvió, me hizo girar por unos momentos y casi perdí el conocimiento. Con la azorada vista exploré a mi rededor, y en cada rizo, en cada pequeña ola, en cada fugitiva onda, en cada arruga, en cada ángulo, creí ver a la sirena con su busto y su cara fascinadores. ¡Qué dulces acentos! Truena una ola junto a mí y siguen las demás como una salva de artillería. Giro, me sumerjo y la ola me arrastra con irresistible fuerza. Ya estaba casi exánime cuando mis rodillas tocaron el fondo arenoso; me arrastré penosamente y me tendí como un difunto sobre la playa. Así me sorprendió el sol cuando asomó su rutilante faz por la suave curva de los médanos.

—¿Y la sirena?

—Nunca más he vuelto a verla.

—¡Pobre Basilio! Tu propia credulidad y tu aturdimiento te han engañado. ¿Conoces las focas?

—¿Las focas? No, señor.

—Tienes razón: no son propias de nuestro clima, pero suelen presentarse. Tu aventura con una sirena no es más que una aventura con una foca.

—¡Digo que no! —exclamó con vehemencia el pescador—. ¡Fue una sirena!

Y acabó de un sorbo el resto de sus segundo vaso de aguardiente.

…………………..

Texto de Cuentos Colimotes (2007).

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