Mauricio Amar Díaz / El Estado policial del capitalismo contemporáneo

Filosofía, Política

En los últimos meses ha estado en boga, a propósito del caso del independentismo Catalán, la pregunta por la autonomía territorial. Pregunta y no demanda concreta porque no está del todo claro qué se entiende por tal y cómo en América Latina aquello puede ser interpretado. Al poco tiempo del plebiscito de Catalunia, las voces por la independencia de Rapa Nui surgieron con fuerza, así como también, obviamente, la de los mapuche, cuyos presos políticos se encontraban en plena huelga de hambre. El pueblo mapuche ha sido, en este sentido, el principal articulador de una demanda por la autonomía, existiendo diferentes interpretaciones que van desde el independentismo estatal al federalismo y la autonomía territorial bajo el paraguas del Estado. Las preguntas centrales, en esta situación, son qué rol juegan hoy los Estados y cómo una comunidad determinada puede construir un imaginario de pertenencia al interior de sus márgenes y, luego, qué ocurre cuando una comunidad no puede incorporar en dicho imaginario las aspiraciones de un Estado central, ya sea porque su modo de vida es diferente al punto de no ser aceptado, o debido a que sus símbolos culturales sean transterritoriales y su imaginario apele a la construcción de un nacionalismo territorialmente incompatible con el del Estado.

Ambos elementos –modo de vida y transterritorialidad- pueden llenarse de múltiples formas simbólicas, adquirir infinitas maneras de representación y de praxis política. En algunos casos resulta posible establecer con mayor claridad una diferencia articuladora de identidad, como ocurre por ejemplo con el caso de la lengua. Los Estados nacionales se fundaron en el siglo XIX con la aspiración de unificar la lengua, estableciendo un medio hegemónico que invisibilizó o exterminó lenguas. Aquello fue un pilar fundamental para la construcción mítica de un origen común, pero también para acallar cualquier historia, relato que tuviera su fuente en lenguas ajenas a la estatal. Bajo la mirada estatal primigenia nunca hay varias nacionalidades, sólo un pueblo en el que se hacen coincidir lengua, cuerpo y destino, es decir un proyecto nacional determinado. Por cierto los Estados pueden ser más comprensivos de su diversidad e integrados regionalmente, pero el proyecto nacional no ha dejado de configurar el destino de los Estados.

Este destino, sin embargo, es vacío. Los Estados tienden sólo hacia una promesa que en algunos lugares puede ser el desarrollo, en otros la recuperación de una imaginaria grandeza perdida. En nuestros tiempos, cualquiera de esos sueños irrealizables está ligado al capitalismo y su forma neoliberal, aunque en realidad, es el propio neoliberalismo el que ha tendido a mermar la capacidad de los Estados de crear imágenes de bienestar futuro. Lo que resta verdaderamente del Estado en el momento más agudo del capitalismo financiero mundial, es su capacidad policial al servicio de dicho flujo de capital, que a sus ciudadanos ya no llega bajo el nombre de desarrollo, sino sólo de seguridad. Y en esa red de securitización de todos los aspectos de la vida contemporánea, la policía se muestra como el último reducto de un sueño nacional.

Seguridad contra el Islam, seguridad contra el narco, seguridad contra el mapuche, seguridad en botones callejeros, en cámaras por todo el territorio, en rostros y huellas debidamente identificados e incorporados a bases de datos mundiales. En el momento histórico en que el Estado sólo puede ofrecer seguridad, la discusión política trata sobre quién puede dar más seguridad, generando cada vez más tecnologías de reconocimiento del peligro y clasificaciones de humanos fabricadas para calzar exactamente con los niveles de alarma de las tecnologías. De ahí que la discusión sobre la identidad nacional o religiosa, sea siempre en base a cómo determinado grupo, clasificado como peligroso, puede ser normalizado e ingresado formalmente en la senda recta de la homogeneidad masiva, la del ciudadano “común”.

La tendencia al multiculturalismo, en los últimos años, coincide con la penetración del neoliberalismo y la securitización en todos los espacios y tiempos de la vida. El propio capitalismo contemporáneo se desenvuelve generando diferenciaciones múltiples, que en un punto parecieran volverse hasta antagónicas pero, en realidad, son entrelazadas por las relaciones de mercado. Las identidades se vuelven tan variadas como integradas en un campo de relaciones sin destino más que el consumo. Una identidad nacional es exactamente igual a otra identidad nacional, aunque se supongan opuestas, porque el modo de vida capitalista ha anulado toda singularidad. En otras palabras, debemos decir que mientras la diferenciación y la homogenización son procesos inherentes al capitalismo, una forma de vida no capitalista es aquella que tiende hacia la igualación y la singularidad, es decir, que comprende a todos sus integrantes y no integrantes como iguales, al tiempo que es capaz de articular un modo de habitar definido por las necesidades del entorno, las relaciones con otras comunidades iguales y la acogida a cualquiera que busque residir en ella.

Al ser ciertas formas de vida especialmente difíciles de incorporar dentro de la normalidad estatal contemporánea, frente a lo cual el Estado recurre normalmente a la violencia. La militarización de la Araucanía es un caso evidente de despliegue de un operativo de seguridad policial, donde las posibilidades de reducir al pueblo mapuche a un “caso normal” (por ejemplo a campesino pobre) se han esfumado por completo y sólo queda la clasificación de terrorismo, que permite desechar el carácter humano de individuos o poblaciones enteras y, por tanto, intervenirlas violentamente sin otra justificación.

¿En qué punto una identidad se clasifica como peligrosa y policialmente intervenible hoy? Fundamentalmente cuando ella se comprende como un modo de vida no capitalista, es decir, no alineada con el proyecto destinal del vacío consumo. Suspender la obra capitalista o impedir su avance, tiene como consecuencia, hoy, ser objeto de violencia de Estado no sólo en la forma de la represión utilizada para apagar tontamente cualquier descontento social, sino en la forma de la desafección, la persecución y el asesinato. Esto no sería posible si la masividad de los proyectos anticapitalistas fuese mayor, de modo que empujaran al Estado a convertirse en otra cosa que la policía del empresariado mundial, pero tampoco ocurre que esto sea una posibilidad, al menos no en nuestro tiempo histórico. Por el momento, la izquierda prefiere ver cómodamente sentada cómo los verdaderos modos de vida anticapitalistas son avasallados por el despliegue policial, o –peor aún- participar directamente en la “inteligencia” estatal.

El autonomismo territorial es una alternativa desafiante al neoliberalismo si abre espacios de reflexión sobre la comunidad, su medio ambiente y la relación –sus límites difusos- con otras comunidades. Si se confunde con el mero nacionalismo, su función no será otra que reproducir a menor escala la promesa imposible del desarrollo, destino prefijado que todas las “naciones” creen que les corresponde por derecho biológico o cultural. Por el contrario, si se pone en práctica como una comunidad en la que todas las formas de vida sean posibles, incluso cuando no responden ni a la idea de producción o consumo, lo que se pondrá en evidencia es la naturaleza inoperante del humano. Tal vez no sea tanto una voluntad de autonomía lo que muestre caminos a seguir, sino las propias condiciones de un mundo a punto de ser destruido. Allí habrá que encontrar los medios para hacer emerger no las identidades o las naciones, sino las singularidades independientemente de sus predicados.

Imagen principal: Alexander Berdysheff,

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