Una vez más, Italia está experimentando procesos y vivencias que más tarde se ha vuelto globales. En el caso del coronavirus el fenómeno es completamente inédito, ya que no se trata solamente de un acontecimiento político o económico, sino de una pandemia que, dada su ferocidad y rápida propagación, requiere medidas extraordinarias. Italia se ha convertido en la vanguardia de Occidente; el primer país en estar completamente implicado en la pandemia después de su propagación en la China. Por esta razón fue considerada inmediatamente como el “laboratorio de Occidente”.
No sorprende que esta situación excepcional, en la que todos estamos implicados, muy pronto haya despertado el debate crítico italiano que en los últimos años ha gozado de un amplio reconocimiento internacional. Ha sido Giorgio Agamben quien lo ha iniciado con de la publicación de su artículo “La invención de una epidemia” el 26 de febrero en Il Manifesto, primero, y en una serie de notas “aclaratorias”, después. En contra las drásticas medidas de contención adoptadas por el gobierno, Agamben ha vuelto a proponer con vehemencia y determinación del paradigma del estado de excepción que lo ha hecho famoso. El mayor peligro, argumenta, no es tanto el virus, como el hecho de que los políticos aprovechen la situación para introducir medidas de seguridad y de excepción, dispuestas a ser regularizadas a través de la “invención” de un nuevo paradigma, el del dominio de la pandemia (como posteriormente ha aclarado en una entrevista publicada en el periódico francés Le monde, el pasado 24 de marzo) para así desplegar toda una serie tecnologías excepcionales del poder.
Dada la reputación internacional de Giorgio Agamben en el panorama contemporáneo y la complejidad de nuestro momento, y teniendo en cuenta las condiciones actuales en Italia, es importante reflexionar no solo sobre lo específico de las palabras de Agamben, sino sobre todo sobre el modo en el que es recibida su reflexión crítica para de esa manera poner a prueba el alcance del debate publico en este momento. No se puede ignorar la manera en que muchas de las intervenciones sobre el virus, a pesar de sus intenciones críticas, tienden a tratar las operaciones disciplinarias y las medidas de control como efectos de un proceso mucho más complejo que estaría siendo comunicado a través del propio coronavirus. De ahí que se vuelva necesario repensar la “vida nuda” que, según Agamben, es aquello que sigue siendo necesario sacrificar en nombre de la mera sobrevivencia.
Esta crisis pone de manifiesto el hecho de que vidas afectadas nunca están “nudas”, sino que siempre se sitúan en un contexto que “al menos” las reproduce y cuida. Este trabajo reproductivo y de cuidado, necesariamente adyacente a la supervivencia está completamente ausente en el trabajo de Agamben. También hace visible que el virus no puede ser tratado como un fenómeno meramente biológico, ajeno al contexto en el que se desarrolla. Al erosionar severamente la diversidad y variedad medioambiental, el capitalismo global ha contribuido a la destrucción actual de la ecología. Nuestros modelos de globalización han hecho posible la aceleración propia del COVID-19. Por eso, los agentes patogénicos no solo pueden mutar a velocidades previamente inimaginables, sino que también pueden adaptarse, generando mutaciones más agresivas y letales.
Si es posible pensar, que los procesos de extracción y explotación que hasta hace no mucho parecían imparables, ahora se han frenado, aunque sea por un breve momento de “bloqueo general” – como se describe en el fascinante “Monólogo del virus”– entonces, más allá de preocuparnos por nuestras libertades negadas (que no son sino la pérdida de nuestros privilegios), debemos, quizá, tratar de preguntarnos sobre lo que nos espera, o más bien, qué podemos esperar cuando todo vuelva a su curso.
Junto a otros nueve países europeos (entre los que destaca Francia, además de otros más endeudados como España y Grecia), Italia pide que la respuesta económica y financiera europea sea “rápida, contundente y cohesionada”. Por el momento, sólo una mayor “flexibilidad presupuestaria” parece estar en juego. Lo que significa que, esencialmente, los países miembros pueden ampliar sus presupuestos recurriendo al mercado para emitir deuda. El riesgo consiste en volver, una vez más, a las condiciones ya conocidas en un pasado no tan lejano. Ante la amenaza de presión externa, que en este tiempo se creyó haber controlado, se teme que los países que han gastado mucho se sientan impotentes a la hora de afrontar un eventual ataque especulativo. La única certeza hasta ayer era el Fondo de Salvamento de Estados, es decir, la concesión de préstamos a los Estados en dificultades, que a cambio deben, sin embargo, aceptar las dolorosas y sangrientas reformas ya conocidas. Nuevamente, nos encontraríamos ante la vieja división dentro de los países de la Unión: por un lado, los países del Norte (Alemania y Holanda en particular), y por otro, los países mediterráneos, que ven con terror la posibilidad de que se repita lo ocurrido en Grecia en 2015. Sin embargo, algo parece haber cambiado. Algunos de los países que se habían posicionado del lado del eje del Norte en la cuestión de la deuda de Grecia en 2015, como Francia, se encuentran ahora, junto con los demás países más endeudados, pidiendo “medidas de solidaridad” en la gestión de esta crisis. Además, ninguno de ellos parece querer suscribir un “memorándum de entendimiento” para salvar sus finanzas públicas, a partir de los mismos que las han disfrutado a su costa. ¿Es realmente posible pensar que el coronavirus es capaz de poner freno a ese mecanismo que, tras el crac financiero de 2007-2008, llevó a Europa a la llamada “crisis de la deuda soberana”?
En una reciente entrevista en el Financial Times, Mario Draghi señala que hoy nos enfrentamos a circunstancias “imprevistas”, “la pérdida de ingresos no es culpa de quienes la sufren” (como se podría haber pensado en la crisis de la deuda soberana – ¡y así se hizo!) y añade, recordando el sufrimiento de los europeos en los años veinte: “en esta crisis es necesario un cambio de mentalidad como sucedería en tiempos de guerra”. La solución propuesta, en efecto, suena como un punto de inflexión. Por otra parte, también coincide con el aumento de la deuda pública – esperemos que esta vez, probablemente, compartida por Europa – financiada por los fondos. Por último, el problema que será necesario que afrontar será que la inyección de una enorme cantidad de liquidez llevará consigo una devaluación exorbitante del capital: ningún valor real se corresponderá con la moneda emitida. Exactamente como sucede en tiempos de guerra. Y como en tiempos de guerra, en el pasado, permitió la reconstrucción.
En este punto, vale la pena preguntarse, sin embargo, si debemos realmente hablar de la guerra hoy, como le gusta hacer a Macron, que despliega el ejército contra el virus, o Putin, que, junto con la ayuda humanitaria, ha enviado a Italia personal militar. Cuando se piensa en ello, a lo que en realidad nos enfrentamos diariamente, encerrados en nuestras casas, no es simplemente a un enemigo, sino a la proliferación de una vida que de alguna manera hemos ayudado a reproducir, y que el estado de emergencia llamado a defendernos, más que caer automática e inconscientemente en un régimen de seguridad, tal vez saque a la luz importantes espacios de autonomía política que buscan una voz, como lo demuestra, al menos en parte, el debate público de estos días.
Hoy, junto con el miedo y el dolor, nuestras vidas suspendidas quizás también experimenten la profunda fuerza de las vidas singulares. Por muchas razones, lo que estamos atravesando no es sólo una catástrofe natural, tampoco un estado de excepción o una guerra mundial. Necesitamos palabras nuevas. Si una competitividad individual desbocada nos ha impedido hasta ahora conocerlas, confinándonos en vidas solitarias y endeudadas, quizá sólo la cooperación colectiva nos permita inventar nuevas formas de coexistencia. Ningún poder de arriba puede ser efectivo en la batalla contra el virus sin una movilización de los de que ponga la fuerza a disposición de todos. Una forma de cuidar colectivamente los miedos que son parte integral de nuestras vidas, convertirlos en potencia y así dar expresión a nuestros cuerpos y voces, en lugar de paralizarnos frente a imágenes paranoicas.