Mauricio Amar / Nuestros espectros

Filosofía, Política

Leyendo durante la pandemia a Fabián Ludueña Romandini (2016). Principios de espectrología. La comunidad de los espectros II. Buenos Aires: Miño y Dávila.

La tradición de pensamiento en que aún vivimos, ha buscado por todos sus medios conjurar a los espectros. Aquello que podría ser característico de la ciencia y la filosofía contemporánea en su búsqueda por dar con una inmanencia absoluta que destrone a la metafísica de su sitial, en realidad, es una tarea que dichos campos de producción del conocimiento han heredado de la propia metafísica y de la fuerza teológica que la habita. Pero el espectro, los espectros, siguen ahí, con una insistencia recalcitrante. No son demonios, ni fantasmas, aunque estos pueden ser sus nombres a veces, cuando justamente esta larga y reinante tradición de lo visible ha intentado hacer fisiognomía de los espectros. En realidad, el espectro no tiene rostro, como el espectro que recorre Europa de Marx, cuyo cuerpo es lo común en movimiento, un no-cuerpo, un no-rostro por excelencia, que sin embargo es muy real. Se desplaza, invade, perturba. El espectro es la perturbación.

Se han hecho malabares para conjurarlos creándoles cuerpos y rostros horripilantes. El infierno pareciera ser su hábitat natural, y al desechar una tierra para el infierno, se ha creído también que los espectros debían huir a la nada. Desaparecer.  Pero desaparecer no es lo contrario a lo real y el espectro ha estado acostumbrado siempre a no vivir en el modo de la aparición. Las cosas que nos rodean, todas ellas, pueden ser fantasmas, pero el espectro nunca ha sido una cosa. Nos rodea sin mostrarse, se nos esconde porque en ello va su esencia. Y Perturba, hasta el punto de llevarnos a la locura si fuese necesario. Su conjura es, entonces, el bloqueo de la locura, la huida permanente que hacemos de la posibilidad que ella nos abre, de ese intento peligroso de que hagamos del mundo de las certezas una comunidad de espectros.

En este cierre de los espectros, relegación a la isla de la imaginación subjetiva y por tanto a la locura del individuo y nunca de todos, hay una lucha política fundamental. Recluir al espectro implica cerrar las fronteras de la ciudad frente a todo aquello que es extraño, desconocido, carente de rostro. El espectro es lo que la tradición ha intentado llamar políticamente “el otro”. En este sentido, el fascismo, tanto en su versión del siglo XX como la más ecléctica del XXI, no es otra cosa que una máquina purgadora de espectros. Pero estos vuelven, porque son aquel resto que no muere con la aniquilación de los cuerpos. Las masacres, las torturas, la violencia policial, en tanto máquinas paranoicas cuya función es el mantenimiento de las cosas en un orden fijo, no están atentas a cómo ellas mismas son productoras de espectros, de movimientos inesperados, de deformaciones de rostros que retornan como rabia, espanto, resistencias.

El pueblo fascista es un cuerpo. El pueblo en resistencia es un espectro. Las izquierdas muchas veces caen en la retórica fascista, o la usan, para representar al espectro como un cuerpo, dándole forma y destino. Hacen de lo común destino y no abertura. Pero el espectro sigue ahí amorfo, sin lugar determinado, sin plaza específica. Tal vez lo que más molesta a los modernos, sea la imposibilidad de hablar de los espectros en el tiempo como una línea recta, pero lo espectral no obedece a ningún telos, no tiene que ver con las estrategias formativas del ser, sino con el ser como devenir, que siempre arrastra consigo una zona espectral.

Si bien la lucha contra los espectros es política, el espectro no puede ser reducido a ella. Su realidad cósmica se ubica en los límites en que se encuentran naturaleza y cultura. Ni pura naturaleza, ni pura cultura, los espectros articulan ambos mundos. Para entrar en la espectralidad, se requeriría mucho más de una topología que de una cartografía. Cada vez que se les conjura, se inventa un mundo, una ficción sin espectros, en la que estos serían exiliados. Pero para los espectros el mundo sigue allí de la misma manera, porque su no-forma sigue habitando la experiencia.

Los muertos no coinciden con los espectros, porque estos se encuentran precisamente en una zona intermedia entre la vida y la muerte. Sin embargo, hay muertos que son espectros, porque retornan una y otra vez para indicar un molestoso resto inasible. Los que mueren a causa de la violencia de los Estados y las policías son ejemplares en ello. No son fantasmas, por más que se les recuerde en murales y fotografías, sino espectros que ya no pueden vivir ni morir, pero que se desplazan por la existencia de los vivos constituyendo sus posibilidades, mostrando caminos diferentes. Si volviéramos al espectro de Marx, tal vez ahí debamos encontrar un sentido al comunismo, mucho menos un camino definido que una potencia abierta por los espectros.

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