Aldo Bombardiere Castro / Notas musicales: sobre la anestesia apolínea y la amnesia dionisíaca

Filosofía, Música

Preludio: divagación

La música siempre será más que audición y contemplación pasiva. La música, también, siempre será más que la danza hacia la cual nos impele. Un rasgo característico de la música es su aspecto gestual: parece ser un signo sin significado, una transposición de superficies que vuelve imposible determinar su carácter quiditativo (qué precisamente es). Dicho en términos semióticos, la música –tanto al nivel de sus notas como de su ejecución- podría expresar la apertura de un signo carente de significado: insinuación de un detrás, de una esencia imposible de conceptualizar. Sin embargo, por lo mismo, también se vuelve una posibilidad de derogar el significado: un acto sígnico cuyo (deseo de) significado se esfuma en el mismo instante en que el cuerpo deja de agitarse.

Apolíneo

La afección apolínea que una obra musical despierta en nosotros una reacción que va mucho más allá de lo físico: nos hace representar(nos) una imagen, un sueño dirigido, al mismo tiempo que gozar con esa ensoñación. Cuando, por ejemplo, escuchamos la Pastoral de Beethoven vemos la delicadeza fraternal de los campesinos que se reúnen en torno al arroyo. Allí están esos campesinos, podemos verlos, podemos construirlos imaginativamente: Beethoven introduce la forma y nuestra imaginación detalla la materia. Beethoven nos dice qué imaginar y nosotros dictamos cómo imaginarlo. Eso que distingo como forma y materia tal vez podría ser equiparable a otro binomio teórico: la distancia entre la representación y lo representado.

Desde esta perspectiva, toda obra musical descansa en la figura de la huella, de la deuda ante un origen perdido. Si la huella se caracteriza por la insinuación, por dejar un espacio vacío que sólo puede ser completado gracias a la imaginación reproductiva de quien contempla la huella, entonces la música es la disciplina artística donde más patentemente se consuma la identidad y operatividad de la huella. La ausencia fáctica del objeto ido, del objeto que la huella insinúa y atestigua, es la ausencia simbólica de la representación visual del compositor como origen. Es decir, lo representado-significativo, lo que ha de transmitirse del compositor al intérprete y del intérprete al auditor, siempre se re-presenta en calidad de impresentado. Una suerte de conciencia de la fragilidad se revela en el auditor apolíneo: sabe que lo que ve es una ilusión, su ilusión. Así, en la música el problema hermenéutico de la mediación de sentido ha de ser el más conflictivo entre todas las disciplinas artísticas. Lo inefable, lo inasible, la fugacidad de la música hace que ella se torne un signo sin significado y, por ende, que la brecha entre la representación (lo que apolíneamente vemos e imaginamos como auditores) y lo representado (el sentido puesto en (la) obra por el compositor) sea irreparable.

Sin embargo, siempre se ha intentado construir puentes sobre los abismos. Por ejemplo, si buscamos adentrarnos en la sexta sinfonía, Pastoral, de Beethoven, notamos que el genio de Bonn intentó erigir uno de esos puentes al designar cada uno de los cinco movimientos con un nombre, además de subtitular toda esta sinfonía bajo el evocador nombre Recuerdos de la vida campestre. Es aquí donde se hace obvio algo. La utilización de un soporte descriptivo perteneciente a otro registro para intentar fijar lo representado con cierto grado de solidez: la palabra, propia de la literatura, conlleva una imagen. Así, la sinfonía Pastoral es testimonio tanto de la grandeza de la música a la hora de producir el fenómeno estético de la atmósfera campestre, como también de la limitación de ésta debido a su imposibilidad de transmitir un mensaje significativo, esto es, de mediar un sentido estable (lo representado) sin la ayuda de otro soporte. De esto se sigue que la representación musical subjetiva de cada auditor ya no marca un estado de dependencia ontológica con lo representado. Por consiguiente, desde el prisma apolíneo, será el auditor quién deba completar, tal cual se tratara de una huella, el sentido de lo escuchado. Al parecer, el objeto representado por la música parece extraviado desde un origen. O tal vez justamente ése sea su origen y su esencia: lo irremediablemente equívoco de la representación que nos despierta. En suma, será el auditor quien termine de completar, siempre de manera adulterada, lo que ha de aparecer como imagen a su conciencia: sólo gracias a la correlación de la música con el entramado de recuerdo/imaginación, al auditor apolíneo le es posible ver lo que ve.

Así, en la experiencia musical apolínea el cuerpo no cumple un rol activo, sino de mero receptor: escucha los acordes, la melodía, los ritmos, recibe la movilidad musical en la imaginación que paulatinamente se levanta. El rol cumplido por el cuerpo consiste, a lo más, en decodificar la música de modo sensorial con tal de que devenga imagen. El cuerpo yace reprimido, contenido en sí, en la medida que se vuelve un contienente de la imaginación reproductiva. Se trata de la experiencia de la anestesia: del olvido del cuerpo. Pero, al mismo tiempo, ilumina la imaginación reproductiva de un trasmundo ideal. Sólo la anestesia, el olvido de la reacción activa del cuerpo, es lo que puede producir una activación de la imaginación reproductiva operada a través de la representación. Mientras mayor sea el desprendimiento del cuerpo, mayor será también el énfasis de la imaginación reproductiva y, a la vez, habrá mayor sentido de identificación entre la subjetividad del auditor y la correlación fenomenológica- intencional de la obra musical que se oiga-vea. De esta manera el único modo de que se dé cualquier mediación de sentido representacional y metafísico entre el compositor, el intérprete y el auditor será la construcción imaginativa.

En esa dinámica privada-de-mundo y que sólo es imagen-de-mundo, emerge la encrucijada de la inteligibilidad musical: la distancia entre la representación (lo que imaginamos, lo que vemos, lo que nosotros añadimos a la música) y lo representado (aquel significado que el compositor puso allí, en la música y en nosotros, en tanto alegoría), reside fundada en un sueño ingenuo, ignorante de sí, no problematizador. De ahí la fragilidad de la ilusión apolínea: pretensión de verdad sostenida sobre la nada.

Todo lo anteriormente descrito se circunscribe dentro de la experiencia musical apolínea. En efecto, Nietzsche, en El Nacimineto de la tragedia, utilizó una imagen hermosa para definir la ensoñación de lo apolíneo: la escultura que es capaz de erguirse y caminar. ¿Y no sería eso mismo, un levantarse y caminar, lo que vendría sucediendo en la “música representativa”? ¿Acaso no es eso lo que realiza la imaginación reproductiva: creer que hace calzar, con justa o exacta medida, lo escuchado con lo recordado/imaginado, de traducir la música a términos visuales, de ver hacia el final del Andante de la Pastoral el diálogo del ruiseñor y la codorniz en el fraseo entre la flauta, el oboe y el clarinete? ¿Acaso ya no es apolíneo por sí mismo el ver algo allí donde no hay necesidad de ver nada? ¿Acaso no es la luz de Apolo la que nos hace elevar un trasmundo, erigiendo toda una metafísica de la música devenida en imagen, allí donde bien nos podríamos sumir en la pura danza, en la pura risa, en el desenfreno abstracto y corporal de la música en clave dionisíaca?

Dionisíaco

En la experiencia musical dionisíaca, en cambio, el ritmo de la composición se impone sobre la melodía y es capaz de “poseer” al auditor en un acto de pérdida de conciencia, de des-centramiento, de entrega total a la ebriedad musical. Es en esta experiencia dionsíaca donde la música se presenta como amnésica (olvida los eventos, no se “representa”): no es necesario imaginar ninguna representación figurativa ya que el ritmo consume al sujeto en una catarsis corporal. Cuando, por ejemplo, escuchamos las Variaciones Goldberg de Bach, en la versión de Glenn Gould de 1955, somos presa de su endemoniado tarareo, caemos extasiados en la eroticidad de su red contrapuntística que nos resta toda posibilidad de imaginar algo, cualquier cosa: el mensaje de la música queda reducido a su puro “pathos”, a la afección sobre el cuerpo; la música se encarna en danza macabra, en un tarareo demoníaco. Justamente a raíz de aquella efervescencia del cuerpo, hablamos de amnesia, un olvido de los eventos, un olvido del contenido, del enunciado. Se destituye el significado de la música que tradicionalmente, en el modelo de representación apolínea-anestésica, era introducido por el sujeto auditor en correlación con las notas y sonidos de los instrumentos. Ahora, el torrente de pasión obliga a una relación inmediata con la música que impide la representación de cualquier imagen psicológica, volviendo vano todo intento de “apropiación”. En una palabra, la música yace imposibilitada de transfigurarse en pintura o escultura, imposibilitada de ser traducida a cualquier otro registro de representación. La temporalidad ha absorbido cualquier representación espacial más allá de la danza derivada o emanada de la música. Dicho semióticamente: la experiencia musical dionisíaca vuelve a toda la música un significante absoluto y carente de significado: no hay distancia entre la representación y lo representado porque no hay nada que sea susceptible representar; la música es superación y voluntad, flujo y eroticidad de sentido presente. Allí Dionisio (o Glenn Gould, da igual), endemoniadamente poseído, tararea y danza el baile del cosmos, flujo universal, de la llama heraclítea que unifica toda la existencia.

En la vivencia dionisíaca no hay, como en el caso apolíneo, una división de la obra en partes, en objetos visuales que atenten contra los impulsos vitales y el flujo existencial. Dionisio -al igual que las religiones mistéricas de la antigüedad de raigambre órfico- logra que extraviemos la conciencia, que nos diluyamos en la música y, con ello, en el sentido totalizador de la vida ya no tomada como una huella (es decir, como una mediación de sentido extraviado, doloso, al debe con el mensaje original, sentido que Apolo se obstina por restituir aunque sea imaginativamente), sino en cuanto fusión con un presente perennemente rítmico y capaz de abrirnos a una voluntad macabra y delirante: el deseo de encarnar la música hasta en los huesos.

Coda: sospecha

Pero, ¿esta manera tan dicotómica, tan binaria, tan excluyente, de exponer las posibilidades que nos abre la experiencia musical, no pecará, desde ya, de cierta posición segmentada, de una analítica de la separación, esto es, del más moderno de todos los males? ¿No será este filosofar acerca del arrebato dionisíaco, un permanente triunfo de Apolo?

Es más. Quizás -tal cual Heidegger pudo detectar en otros textos de Nietzsche- la contraposición estética entre lo apolíneo y dionisíaco no sea más que un modo de sobrevivencia de la modernidad en filósofo más radical, más poético, más musical de todos. Es decir, el análisis a partir de dos elementos en disputa, una subjetividad hipostaseada en imagen, por un lado, y de una corporalidad hiperbólica cuya voluntad yace emancipada de cualquier fin, por otro, podría constituir el conjuro de la música misma, la primacía de un pacto.

Tal vez, si queremos asumir la música como misterio y potencia, debieramos empezar por destituir estas categorías binarias, expulsando las ensoñaciones subjetivas y buscando trascender la voluntad corporal. Quizás sólo allí, sin miedo, sin polaridades ni deseo de justa medida, liberemos el exceso de potencia e intermitencias que gesticula en la superficie del continuum musical.



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