Llamaré archivo no a la totalidad de los textos que una civilización ha conservado, ni al conjunto de las huellas que han podido salvarse de su desastre, sino al juego de las reglas que determinan en una cultura la aparición y desaparición de los enunciados, su persistencia y su borradura, su existencia paradójica de acontecimientos y cosas. Analizar los hechos de discurso en el elemento general del archivo es considerarlos no como documentos (de una significación oculta o de una regla de construcción), sino como monumentos, es —al margen de cualquier metáfora geológica, sin ninguna atribución de origen, sin el menor gesto hacia el comienzo de una arjé- hacer lo que podríamos llamar, según los derechos lúdicos de la etimología, algo parecido a una arqueología. Michel Foucault, Sobre la arqueología de las ciencias. Respuesta al Círculo de Epistemología (1968).
Sea cual sea la variante de la arqueología-genealogía de Foucault que se examine el yo práctico no sale bien parado. En cuanto “hombre” en la episteme moderna es recibido con una “risa filosófica” y comparado con una “figura dibujada en la arena en el límite del mar” que pronto será borrada. Como originario hacedor de eventos acaba siendo destronado por el descubrimiento de dispositivos epistémicos y de poder en la historia que sufren incesantes mutaciones. “Preservar, contra todos los descentramientos, la soberanía del sujeto” fue una obsesión típica del siglo XIX. No puede haber una historia significativa —es decir, lineal— sin el sujeto como su agente duradero y como su otorgador sintético de sentido. “La historia continua es el correlato indispensable de la función fundante del sujeto”. Nada sorprendente que corran algunas lágrimas cuando se descubren umbrales y rupturas en la formación de nuestro pasado: “Lo que de ese modo es lamentado con tanta vehemencia no es la desaparición de la historia sino el borramiento de aquella forma de historia que estaba, secreta y enteramente, referida a la actividad sintética del sujeto”. Reiner Schürmann, Sobre constituirse a sí mismo como sujeto anárquico (1986).
1. – De la ocasión
En la invitación al encuentro Tracking Infrapolitics, Alberto Moreiras definía así la ocasión:
La pretensión es ambiciosa, tal vez desorbitada, pero no nos apena: la infrapolítica es una posición nueva en la historia del pensamiento, y nos ha tocado en suerte desarrollarla. Es nueva no porque la infrapolítica sea nueva: la infrapolítica es la actividad humana más antigua, más antigua que la política, más antigua que la religión, y es posiblemente la actividad -la forma de actividad- que define lo humano como tal. Pero su tematización es nueva. Y su novedad sólo es relevante porque, en tanto que nueva, toca lo que ha quedado sin pensar, sin tematizar: lo que ha sido impensado históricamente y lo que nunca ha alcanzado una articulación adecuada en los lenguajes conocidos.
Nos interesa mantener este texto, que funciona al modo de una declaración, como subtexto que justifica y prefigura la intención con la que me propongo, en lo que sigue, elaborar un comentario sobre la relación entre arqueología y anarquía en el pensamiento de Michel Foucault. Parto por advertir entonces que no pretendo producir una nueva síntesis relativa a su trabajo, cuestión que se ha hecho con relativa eficacia en los últimos años, gracias a la sistemática publicación de sus Cours au Collège du France (1970-1984). Tampoco intento elaborar una contra-lectura sistemática de un obra que todavía no termina de definir sus contornos ante nosotros, aunque, como tal, no deje de interpelarnos constantemente.
Me interesa, por el contrario, detenerme en La arqueología del saber (1969), como instancia auto-reflexiva, para sugerir que dicha arqueología de las ciencias humanas, lejos de limitarse a un socavamiento del suelo epistemológico en el que se encumbra, al menos epocalmente, la relación entre saber y poder, llega incluso a converger con la misma cuestión de la anarquía ontológica que Reiner Schürmann desarrolla a partir de Martin Heidegger. En efecto, más allá de los parentescos temáticos o conceptuales, arqueología y anarquía convergerían en una suerte de desarticulación de las relaciones entre teoría y práctica a partir de las cuales, modernamente y bajo la forma de un cierto imperativo político, se procedía (y aun se procede) a evaluar y ponderar el valor o la importancia de un determinado pensamiento. En otras palabras, si bajo el supuesto normativo de una relación ‘necesaria’ entre teoría y práctica no solo se impone sobre la teoría un cierto criterio de utilidad pragmática, sino que la misma práctica tiende todavía a ser pensada desde una determinada organización teleológica, entonces no es casual que el pensamiento foucaultiano sea leído como un síntoma de mayo de 1968.
Pero al leer a Foucault desde esta coyuntura, se produce una doble reducción, la de su trabajo a la condición de síntoma de las revueltas del 68, por un lado, y por otro lado, la reducción de las mismas revueltas a un proceso más o menos convencional de movilización, abastecido por el imperativo de la politización. En efecto, la reducción del pensamiento foucaultiano a la condición de una nueva teoría política o de una nueva fundamentación de las (‘infundadas’) prácticas de resistencia, no puede evitar domesticar el alcance de sus cuestionamientos, devolviéndonos la imagen de una intervención que se inscribiría entre las formas micro-políticas de una militancia no convencional y la convergencia tendencial de la gubernamentalidad moderna con las formas del cuidado securitario y biopolítico total.
De esta reducción se sigue que, ya sea de parte de sus entusiastas seguidores o de sus férreos detractores, el trabajo de Foucault haya sido recibido a partir de su supuesto rendimiento político o politizador. Efectivamente, muchas de las lecturas y comentarios sobre su pensamiento están motivadas por dicho imperativo, e intentan restituir una cierta sutura entre teoría y práctica, entre historia y razón, entre crítica y verdad. De esto se desprende qué aquello que hemos llamado el ‘efecto Foucault’ se muestre como un hiato que interrumpe la misma sutura entre teoría y práctica; interrupción que, como era fácil de suponer, ha sido caracterizada habitualmente como una renuncia o un ‘retiro’ conservador desde la política, como un debilitamiento de la relación entre sujeto y verdad, y como un extravío del sentido racional de la historia.
En el fondo proponemos, aunque sea de manera preliminar, que la arqueología leída anárquicamente implica una suspensión de la economía moderna y metafísica de la presencia, permitiendo abrir el hiato por el cual se deja ver la ocasión infrapolítica, la que no implica una nueva organización paradigmática de las relaciones entre teoría y práctica, sino una suspensión de la misma sutura que reduce el pensamiento a la condición de una narrativa que funciona como vehículo de politización. Esto nos exige, a su vez, cuestionar el aristotelismo implícito en la concepción moderna de la acción, ya siempre archeo-teleológicamente estructurada, desde una interrogación más amplia relativa al estatus y las limitaciones de la filosofía política contemporánea (desde la cual Foucault es recibido como un pensador ‘regional’ del poder o de la biopolítica), a partir de lo que podríamos denominar, siguiendo a Maddalena Cerrato, una nueva comprensión de la filosofía práctica foucaultiana (La filosofía pratica di Michel Foucault. Una critica del processi di soggettivazione, 2015), esto es, una nueva concepción de las relaciones entre filosofía y vida, teoría y practica, más allá del imperativo de la politización y de sus efectos sintéticos y totalizadores.
2. – De la arqueología y sus resistencias
Me detengo ahora en los dos epígrafes que legislan el comienzo de nuestro ensayo, en tanto que en ellos se delata de entrada nuestro propósito, a saber, la posibilidad de volver específicamente a La arqueología del saber de Michel Foucault, para insistir en la relevancia que este texto tiene no solo como reflexión metodológica, sino como formalización de una determinada manera de relacionarse con la historia, el saber, las ciencias humanas, y el poder de las instituciones constituidas en el entramado de las epistemes modernas y contemporáneas. En efecto, me gustaría sostener que La arqueología es un texto de naturaleza compleja, es decir, un texto que no puede ser fácilmente tomado como un libro monográfico, un tratado filosófico, un manual metodológico o un ensayo especulativo. Por el contrario, convergen en sus páginas una serie de desplazamientos que, solo de manera tentativa, podemos nombrar como ontológicos, epistemológicos, metodológicos e históricos. Pero es muy importante insistir en que esta es una división meramente analítica, no substantiva, pues la escritura foucaultiana, su modo de exposición, no acepta ser confundida con operaciones categoriales fuertes, con divisiones y clasificaciones aparentemente operativas, o con el carácter sistemático de una arquitectura conceptual eficiente.
Tampoco se trata de subsumir las reflexiones elaboradas por Foucault a una noción más o menos generalizada (e igualmente inespecífica) de écriture o de ensayo teórico, puesto que, como intentaremos mostrar, La arqueología reúne y clarifica una serie de desplazamientos constitutivos del procedimiento foucaultiano presentes en lo que eran hasta ese momento sus intervenciones más relevantes: Historia de la locura en la época clásica (1961); El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica (1963); y, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas (1966), para no mencionar sus ensayos sobre enfermedad mental, sobre Raymond Roussel, o su introducción y traducción a la antropología de Kant. En otras palabras, La arqueología del saber no solo se presenta como una sistematización de las premisas metodológicas y analíticas que han informado el trabajo de Foucault hasta ese momento, sino como una auto-explicación, no sin elementos autocríticos, de lo que parecía ser más bien un camino constituido en base a intuiciones no plenamente formalizadas. Efectivamente, La arqueología sistematiza y corrige algunas de las operaciones anteriores de Foucault, echa luz sobre ciertas decisiones de lectura y, sobre todo, cuestiona los presupuestos naturalizados en la producción de narrativas históricas estandarizadas.
Al hacer esto, lo que ya había sido esgrimido contra su trabajo al modo de una sospecha: esto es, el que éste debilitaba la historia, suspendía su racionalidad, atentaba contra su unidad y coherencia, ahora se muestra como una acusación directa. Pero, ¿qué es lo que se desestabiliza y qué es lo que se interrumpe con su trabajo? No se trata de preguntas menores, como intentaremos mostrar, porque en ellas se juega la posibilidad de dimensionar lo que hemos llamado el ‘efecto Foucault’, a contrapelo de sus múltiples recepciones y canonizaciones contemporáneas. En este sentido, a las críticas provenientes de la historiografía más empirista o convencional, aquellas que denuncian las limitaciones de su archivo, de su muestra o de sus recortes geográficos, temporales y objetuales, habría que sumar las críticas que le acusan de haber debilitado el vínculo entre historia y racionalidad, entre devenir y emancipación, entre los acontecimientos y el sentido mismo de la historia. Y como si esto no fuese suficiente, todavía tendríamos que agregar aquellas críticas que lo acusan de un olvido de la materialidad histórica, de una desconsideración de las determinaciones socio-económicas de los procesos sociales o, incluso, de una denegación del papel central de la lucha de clases como motor de la historia.
Por todo esto, quizás sea pertinente presentar La arqueología del saber no solo como una extensa formalización de las premisas implícitas en los libros anteriores del mismo Foucault, sino también como parte de una constelación de textos que, respondiendo desenfadadamente a las acusaciones políticas en su contra, constituyen un cuestionamiento sostenido, aunque no suficientemente explorado, de las relaciones entre saber y verdad, discurso y poder, facticidad y enunciación; en suma, de las relaciones entre teoría y practica, que parecieran abastecer un concepto más o menos estandarizado, humanista y moral, de compromiso político e intelectual. Me refiero a algunos textos tales como su Respuesta al Círculo de Epistemología (1968), su conversación con Gilles Deleuze, Un diálogo sobre el poder (1972), su lección inaugural en el Collège de France, El orden del discurso (1970), cuando le tocó reemplazar a Jean Hyppolite en la cátedra Historia de los sistemas de pensamiento; para no mencionar la serie de entrevistas e intervenciones compiladas en español en los libros La microfísica del poder (1977), Saber y verdad (1985) o, sus conferencias en la Universidad Católica de Río de Janeiro en 1973, La verdad y las formas jurídicas, que esbozan lo que luego será el volumen monográfico sobre la experiencia carcelaria y los saberes criminalísticos modernos, Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión (1975). Todo esto, para no mencionar sus Dits et écrits, los que al estar organizados cronológicamente, se prestan mejor para tal apreciación.
En tal caso, aún cuando La arqueología no responde a las características del tratado filosófico clásico, representa un momento de inflexión fundamental en el pensamiento foucaultiano, en la medida en que sistematiza y hace evidente la singularidad de sus investigaciones. Dicha singularidad es la que nos impide inscribirlo en el orden del discurso filosófico o historiográfico, como si estas categorías fuesen auto-evidentes. En la medida en que la arqueología supone un desfondamiento del suelo sobre el que se erigen los ordenes disciplinarios modernos, las ciencias humanas y sus presupuestos filosóficos naturalizados, esta no puede evitar un efecto anarquizante que hace vacilar todo aquello que parecía dado de antemano. Por supuesto, esta arqueología no debe ser confundida con la noción convencional que define una cierta disciplina, con sus objetos y métodos más o menos acotados, y con una serie de presupuestos relativos a la verdad, a su descubrimiento y a sus consecuencias ilustradoras. La arqueología foucaultiana, haciendo un uso lúdico del concepto –como él mismo nos indica en el epígrafe—, consiste en una suspensión de los principios que permiten y definen nuestra relación con el saber, la verdad y la historia.
Sin embargo, aun debemos abundar un poco más en lo que está en juego en esta formalización, para comprender la misma relación entre arqueología y anarquía. Foucault nos dice con relativa claridad que su trabajo no constituye ni un intento por reconstruir la historia de las ciencias humanas, ni menos por complementar el cuadro propio de la historia de las mentalidades o de la historia de las ideas; que su noción de archivo, lejos del concepto convencional que define a la práctica historiográfica, se mueve a nivel de los sistemas de enunciación y sus regularidades, sus positividades y sus a priori; que su uso de la noción de arqueología no promete un acceso privilegiado a una verdad sumergida y a la espera de ser des-cubierta o des-enterrada, sino un socavamiento de todas aquellas nociones naturalizadas y universalizadas que están a la base no solo de nuestras formas históricas de saber, sino de nuestra misma relación con estos saberes y con la verdad. En suma, su arqueología supone la suspensión de los presupuestos trascendentales que definen los discursos del saber según una cierta economía de la presencia; economía para la cual las nociones de hombre, sujeto, totalidad, coherencia, sentido, historia, progreso, razón, conciencia, etc., resultaban indispensables.
3. – De La arqueología como método de la anarquía
La arqueología se muestra así como el método de la anarquía foucaultiana. Esta afirmación nos demanda sin embargo señalar que la palabra método lejos de referir a un procedimiento relativo a la producción de saberes, lejos de constituir un medio neutral en la pesquisa de verdades incuestionables, se muestra ya como el contenido mismo de lo que está siendo pensado. El trabajo de Foucault no nos promete un acceso inédito a una verdad o a una serie de saberes, hasta ahora soterrados, ocultos, inaccesibles para los métodos y procedimientos convencionales, gracias a la aplicación de un procedimiento metodológico eficiente. No hay un contenido substantivo de la arqueología, esto es, un corpus o conjunto de datos y acontecimientos que emerjan gracias a una cierta ex-cavación forense. Por el contrario, lejos de asegurar el acceso a un contenido substantivo, la arqueología es la suspensión de los presupuestos que funcionan como condiciones de posibilidad para el saber moderno.
En otras palabras, la arqueología foucaultiana es un método sustractivo que neutraliza la economía principial de estos saberes, delatando el carácter históricamente contingente de sus pretensiones de verdad, de coherencia y continuidad. El que la verdad esté determinada por su carácter históricamente contingente demanda, sin embargo, retomar la condición específica de la cuestión de la contingencia en el trabajo foucaultiano, la que no puede ser devuelta, de manera superficial, ni a la noción convencional (aristotélica) de lo contingente -como aquello otro de lo necesario-, ni reducida a la mera condición de arbitrariedad o accidentalidad con la que se tiende a pensar esta contingencia en el horizonte pragmático (por ejemplo, Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, 1989). Dicho de manera alternativa, la contingencia foucaultiana se muestra como históricamente determinada, casi al modo hegeliano; pero esta determinación histórica no alcanza a cerrar en el plano de una totalidad mayor, pues está desde siempre interrumpida por los juegos de fuerzas que amenazan la hegemonía de toda episteme, siempre que las epistemes no están centralizadas por el meta-relato del espíritu y su despliegue.
En efecto, la arqueología establece una relación indómita con las discontinuidades, con las series y con las escansiones, con los desplazamientos y las rupturas, las que acaecen siempre a nivel de los enunciados y sus positividades, sin privilegios ni centralidad estratégica o trascendental: la arqueología es lo opuesto a la operación sintética trascendental que hace descansar en el sujeto la síntesis última del saber, como verdad histórica de una época. La risa politeísta nietzscheana reemerge acá bajo la ironía que nos advierte de una incongruencia insuturable entre las palabras y las cosas. Pero, por lo mismo, tampoco se trata de una anarquía epistemológica (a lo Feyerabend, por ejemplo), puesto que el efecto anarquizante de la arqueología no cuestiona solo el orden de las ciencias, sino el de la misma historicidad del sujeto.
Pero, si la risa nietzscheana que desconfía de los principios y los monumentos que justifican la supuesta utilidad de la historia para la vida está presente en la arqueología foucaultiana, más temerario resulta plantear una cierta cercanía con la destrucción heideggeriana de la metafísica, en la medida en que dicha destrucción tampoco puede ser individualizada como un método capaz de producir conocimientos empíricos o teóricos nuevos, sino que se vincula más bien con la cuestión del despeje de los presupuestos metafísicos que impiden la comprensión de las dinámicas pre-teóricas y heteróclitas de la vida fáctica. En este sentido, el efecto primario de la destrucción no es la negación tout court, sino la suspensión de las claves onto-teológicas que la tradición impone sobre lo real al modo de una configuración epocal surgida desde la lengua filosófica hegemónica en un determinado momento histórico. Por supuesto, solo sugerimos este lugar en la medida en que lo que importa acá no es una homologación entre Heidegger y Foucault, sino la posibilidad de volver a la hipótesis de la Seinsgeschchte heideggeriana desde la arqueología foucaultiana, para acentuar su carácter anárquico. Es esto último, por supuesto, lo que caracteriza el trabajo sistemático de Reiner Schürmann, el autor de nuestro segundo epígrafe.
Aunque no podemos desarrollar propiamente la convergencia entre Foucault y Schürmann, valga por ahora sugerir la necesidad de pensar en conjunto la anarquía ontológica y la arqueología, la epocalidad filosófica y la noción de episteme, la función hegemónica de los referentes y los a priori que definen el funcionamiento de los sistemas de enunciados, etc. Volvamos sin embargo a la arqueología en cuanto en ella se produce, como hemos insistido, una suspensión de la dignidad del sujeto, como última instancia en la que fundar la coherencia de la historia. En esto consiste, finalmente, la substracción de los efectos de totalización y de coherencia, la interrupción de las continuidades y de las consistencias que abundan por todos lados en nuestra relación moderna con el saber y con la verdad.
Aun cuando Foucault no tiene como horizonte de referencia la historia de la filosofía, la metafísica del espíritu y sus despliegues auto-totalizadores, o la arquitectónica de un entendimiento forjado trascendentalmente y vertido en la utopía de una enciclopedia final que desembocaría en el saber absoluto, no está muy lejos de dicho horizonte cuando su interrogación de Hegel o Marx se despliega desde su comprensión de la gramática de Port-Royal, de Darwin o de las tipologías y clasificaciones de Lavoisier o Linneo. De cierta manera, los efectos de la arqueología se dejan sentir en el plexo de la moderna noción de sujeto, aquella que desde las Meditaciones metafísicas (1641) de Descartes, pasando por la Crítica de la razón pura (1781) de Kant y por la misma Fenomenología del espíritu (1807) de Hegel, sin olvidar la postulación de su famosa Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1830), llegan incluso hasta las Meditaciones cartesianas (1931) de Husserl y la paulatina fundación del proyecto de una fenomenología trascendental. Y, aunque ninguno de estos nombres constituye una referencia central en sus libros y seminarios, queda para nosotros seguir ponderando el efecto anárquico que produce esta desfundamentación del archivo filosófico y sus reglas.
A la vez, todo esto nos indica el lugar poco convencional del pensamiento foucaultiano, el que está lejos de lo que podríamos llamar una ‘filosofía de escuela’, esto es, una filosofía pensada ya siempre al interior del dispositivo universitario, concernida con su propia historia y leída siempre ya al interior de una determinada organización conceptual y hegemónica (epocal, insistiría Schürmann). Se trata de un pensamiento que tampoco puede ser clasificado como historiográfico, en la medida en que supone un cuestionamiento de los presupuestos que informan la práctica historiográfica al punto de debilitar sus aspiraciones sistemáticas y totalizantes. Estamos hablando de un filósofo que trabaja ‘en las canteras de la historia’, como él mismo habría insistido, pero que trabaja a contrapelo del mandato historiográfico moderno, que no es otro que el de verificar los mismos presupuestos que informan la determinación ontológica de lo real, según un esquematismo trascendental o auto-télico (dialéctico). Quizás acá sea pertinente referir su tesis complementaria de habilitación, la que consistió en una traducción y una introducción crítica a la antropología kantiana, lugar en el que Foucault instala una serie de preguntas tempranas que retomará, en otro nivel, pero con la misma pertinencia, en Las palabras y las cosas (me refiero a Una lectura de Kant. Introducción a La antropología en sentido pragmático; elaborada entre 1959 y 1960 y publicada en Francia en 1964).
Esto último no hace sino dejar una vez más en evidencia que, más allá de las diferencias aparentes entre el desarrollo conceptual y filosófico moderno y las operaciones disciplinarias orientadas a dar forma a la irrupción de los “datos” materiales a partir de los llamados discursos científicos, sigue operando un isomorfismo basado en una naturalizada operación subjetiva, que refuerza las cercanías y las coincidencias entre el diseño especulativo de la enciclopedia filosófica y la misma práctica descriptiva, clasificatoria y ordenadora que define al enciclopedismo científico (Darwin, Humboldt, Lavoisier, Buffon y Linneo)
Como sea, importa tener presente el estatuto no escolar de sus intervenciones, para no limitarlo de antemano. Por lo mismo, no intentamos ‘apropiarnos’ de la arqueología foucaultiana para una problemática filosófica ajena a ‘sus intereses’, puesto que la cuestión misma de las problemáticas disciplinariamente definidas queda en vilo una vez que constatamos el secreto abismal que las funda. Se trata de entender cómo, en su crítica de los procedimientos totalizadores propios de la práctica historiográfica de su tiempo, ya sea que hablemos de la historia de la ciencia o de la historia de las mentalidades, de la historia del saber o del longue durée de la Escuela de Annales, se hace posible una relación no determinativa con la condición heteróclita de lo real, que más allá de toda reducción teórica o de toda correlación con una cierta consciencia cognoscente, se nos presenta ya siempre constituida contingentemente y plagada de discontinuidades, es decir, sujeta a las dinámicas de la misma relación saber-poder.
De ahí entonces que, para Foucault, el archivo no funcione como el depósito de documentos y claves que nos permitirían, en su develamiento e interpretación, acceder al secreto de una época o episteme, sino como la ley general que organiza los sistemas enunciativos constitutivos de la verdad, ya siempre históricamente articulada. En efecto, el archivo foucaultiano está más cerca de la noción de época en Schürmann (Broken Hegemonies 2003), que de las elucubraciones de la historia cultural contemporánea (Chartier, White, etc.); siempre que este archivo es, en su relación con los a priori históricos y con las positividades fundadas en ellos, la ley general que regula la circulación y las relaciones entre diversos sistemas de enunciados, esto es, que regula no el orden gramatical ni el sentido último de las palabras, sino su organización en series más complejas a las que identificamos por sus regularidades. En otras palabras, el archivo en Foucault -como la noción de época en Schürmann- en la medida en que no tiene un contenido positivo, funciona ya siempre como legislación de aquello que circula y aparece como inmediato. De ahí entonces que las epistemes y las epocalidades no puedan o no deban ser reducidas a un mero esquematismo historicista, siendo configuraciones secundarias que dan cuenta de la economía de los referentes y de los enunciados, respectivamente.
Si para Foucault -como para Heidegger y Schürmann- toda economía de saber está fundada en una determinada economía de la presencia, entonces las palabras no tienen un sentido natural o pre-dado, una cierta identidad que habría sido adulterada por el uso profano de los nombres, sino que se deben al archivo en tanto que éste funciona como una legislación que regula la emergencia, la agrupación, el uso y la circulación de los enunciados, los que ya no remiten a una interioridad en la que se resguarda el sentido último de los términos, como si fuese posible restituir la imaginada correspondencia entre las palabras y las cosas. Por el contrario, el sentido es el efecto de las relaciones que los enunciados establecen entre sí, según la ley general del archivo. Los mismos enunciados no prometen un acceso privilegiado a una realidad que les anticipa y les vigila desde otra parte, sino que la misma realidad emerge como resultado de las relaciones de enunciados y series de enunciados, en la dimensión no subjetiva del afuera.
En otras palabras, el efecto anárquico de la arqueología supone y anticipa una noción de contingencia que vemos aparecer con fuerza en la noción contemporánea de hegemonía (en Laclau y Mouffe, por ejemplo), siempre que esta no sea pensada como una simple herramienta política inscrita en las luchas por el poder. Sin embargo, cuando la hegemonía es pensada en el plexo de la competencia política convencional, no solo aparece como una articulación puntual de enunciados contingentes, sino que lo hace sin poder evitar, en su misma disposición instrumental, reinstalar un efecto totalizante, fundamental para poder distinguirse de lo que sería una contra-hegemonía. La diferencia entre lo que Foucault piensa como orden del discurso y la teoría de la hegemonía radica entonces en que mientras Foucault enfatiza el carácter histórico-ontológico y contingente de la legislación que rige la organización de los enunciados y sus series, en la noción de hegemonía ese rol le es atribuido a una suerte de significante aglutinador que promete subsumir la contingencia a la necesidad práctica de una política específica. Esta diferencia, por supuesto, se hace posible por el hiato infrapolítico.
4. – Del anarquismo como anti-correlacionismo
Leer a Foucault enfatizando el efecto anarquizante de la arqueología es importante por dos razones: por un lado, porque nos permite evitar otra caricatura de la arqueología foucaultiana que circula hoy con cierta publicidad, a saber, aquella que nos muestra su trabajo como efecto de un determinado giro lingüístico distintivo del post-estructuralismo y de la primera recepción estructuralista de la lingüística de Saussure y Jakobson; como si la arqueología fuese una variante local de la llamada ‘teoría francesa’, noción que permite agrupar nombres como los de Claude Levi-Strauss y Roland Barthes, Georges Dumezil y Jacques Lacan, en un horizonte más o menos coherente y genérico. Como si la arqueología, en otras palabras, postulara la configuración lingüísticamente mediada de lo real, reduciendo el mundo material al lenguaje, y reduciendo a la vez el sentido de dicho mundo a las claves de una correlación inescapable entre sujeto y objeto, entre conciencia y realidad, para la que el mismo lenguaje no constituye sino un modo de ser de lo real. Desde esa lectura, idealismo, relativismo y correlacionismo no serían sino los nombres secretos de la arqueología foucaultiana, la que representaría un momento de euforia temporal potenciada por la división internacional del trabajo intelectual y por los eventos relativos al 1968, momento a partir del cual sería posible, incluso, refundar las mismas prioridades de la práctica historiográfica, desde los imperativos de un modernismo de nuevo tipo, atento a la condición constitutiva del lenguaje en la misma institución de la verdad.
No es una casualidad que las críticas que emanan desde la llamada posición anti-correlacionista, propia de las nuevas ontologías y los nuevos materialismos, sigan operando según un corte fundamental con el momento anterior al que identifican como un estado del pensamiento atrapado en la idealidad del giro lingüístico, sin advertir que dicha ruptura solo se hace posible gracias a la re-inseminación de la misma diferencia idealista entre lenguaje y realidad, diferencia que la arqueología ya ha desbaratado radicalmente, pero no en nombre de un idealismo de corte egológico y trascendental, sino en nombre de un empirismo radical (o trascendental como diría Deleuze) que, lejos de prometer un acceso garantizado a la realidad pre-lingüística, pero también lejos de disolver la realidad en la condición fundacional de un esquematismo alojado como facultad del entendimiento en el sujeto antropológico-trascendental moderno, nos muestra la relación saber-poder no como una relación externa o súper-estructural, sino como una relación constitutiva de lo real: lo real, que ya no puede ser descrito según los atributos del nihil privativum kantiano, ni subsumido a la dinámica de la Erinnerung hegeliana, no es sino el efecto ostensible de la verdad como inseminación del saber-poder que determina el orden del discurso como orden de lo real, siempre que discurso, en Foucault, no se confunda con una región acotada al análisis ideológico, al conteo de indicadores auto-evidentes, o a la sociología de los modos de habla y su capital simbólico.
Pero, esta diferencia es importante también por una segunda razón: mucho antes de sus investigaciones sobre biopolítica y gubernamentalidad, Foucault ya ha comprendido cómo las ciencias humanas, en cuanto formas de saber-poder modernas, controlan, optimizan, protegen y organizan la condición heteróclita de la vida. Siempre que la vida constituye un modo inéditamente moderno de facticidad, el que ha emergido una vez que las lógicas teológicas de sujeción han entrado en crisis. Y lo que nos interesa de esta cuestión es precisamente mostrar la pertinencia de la arqueología foucaultiana y sus efectos anarquizantes para cuestionar dos cosas. Primero, la postulación de un cierto vitalismo foucaultiano que depositaría su confianza en un substrato material relativo a la vida como proliferación externa al poder, sobre la que operan mecanismos orientados a su sujeción. Precisamente por que la vida es una invención reciente, como nos ha indicado Davide Tarizzo (La vita, un’invenzione recente, 2014), una invención que co-emerge con el saber sobre ella. Pero, segundo, porque esto muestra que la arqueología de las ciencias humanas no se mueve a nivel meramente metodológico (en sentido vulgar) o epistemológico, sino que debe ser leída como una intervención en el horizonte de la metafísica occidental, en cuanto suspensión de los mojones categoriales y operativos que aseguraban la determinación archeo-teleológica del tiempo histórico, leído ya siempre como realización y destinalidad.
En última instancia, lo que nos interesa de este asunto es la posibilidad de leer o re-leer a Foucault más allá de la recepción biopolítica contemporánea, en la que su trabajo queda convertido en fuente de inspiración para la refundación o recuperación de las dignidades de un filosofía política para nuestro tiempo, como si el efecto anarquizante de la arqueología foucaultiana pudiese ser domesticado desde los imperativos disciplinarios de una reflexión sobre lo político, esto es, desde una filosofía política que no ha asumido en plenitud el efecto anarquizante de dicha arqueología. Me refiero, por supuesto, tanto a la recepción italiana de Foucault (cuestión que no podemos desarrollar acá, pero que esta tramada por el diferendo entre las llamadas biopolíticas afirmativas y negativas), como a las demandas recientemente elaboradas por Catherine Malabou (Au voleur!: Anarchisme et philosophie, 2022) y dirigidas a Foucault (pero también a Schürmann, Heidegger, Agamben, Derrida, Levinas) y su supuesta incapacidad de pensar, efectivamente, el anarquismo en su sentido político.
5. – De la pulsión restitutiva
Quisiera detenerme, para terminar, en las observaciones de Catherine Malabou. Para ella el anarquismo filosófico contemporáneo se manifiesta en una serie de nombres y operaciones orientadas suspender los presupuestos que organizan y norman la cuestión de la acción; esta posición filosófica sería, a su vez, el resultado casi natural de la misma interrogación crítica (destructiva, deconstructiva) de la metafísica occidental:
El desmantelamiento del paradigma árquico sólo puede tener lugar a costa de la deconstrucción de la metafísica, la única capaz de operar una desconstitución del arkhé. Desconstitución ontológica (Schürmann, Derrida), ética (Levinas) y política (Foucault, Rancière, Agamben). Cada una de estas tres direcciones sigue, a partir de una genealogía de la tradición filosófica, el vacilante movimiento de la principialidad de los principios, el agotamiento de su legitimidad y de su autoridad. (44)
Sin embargo, no deja de llamar la atención que el título del libro de Malabou (¡Al ladrón! Anarquismo y filosofía) implique ya, de partida, una tesis de lectura arriesgada. En efecto, para ella habría un cierto impensado, una cierta falla constitutiva en el pensamiento contemporáneo del anarquismo que le impediría, gracias a un triple velamiento, hacerse cargo de la anarquía no solo como un movimiento del pensamiento, sino como una práctica política efectiva. Por lo tanto, la situación de este pensamiento contemporáneo de la anarquía estaría marcado por una apropiación indebida (robo) y por una denegación del anarquismo político. Ese sería el límite de las tres versiones que ella identifica:
La primera, la “anarquía ontológica”, cuestiona la dominación arqueo-teleológica que impone al pensamiento y a la práctica el esquema derivativo según el cual todo procede de un principio y se ordena hacia un fin. La segunda, la “responsabilidad anárquica”, socava la dominación de lo mismo y la subordinación de la alteridad. La tercera emprende la crítica “anarqueológica” de los “dispositivos” (Foucault), saca a la luz “la anarquía en el poder” (Agamben), y afirma que “la política no tiene arkhè (y que es), en sentido estricto, anárquica” (Rancière). (45)
No obstante, más allá de la heterogeneidad interna de este anarquismo filosófico, ninguno de sus exponentes habría podido evitar caer en una especie de punto ciego (impensé), al no ser capaces de establecer las relaciones necesarias entre el ámbito filosófico (ontológico o teórico) y la anarquía como política efectiva: “La anarquía filosófica toma entonces la forma paradójica de una anarquía sin anarquismo” (46).
Para Malabou, en efecto, dicha paradoja es relevante porque en este desencuentro entre filosofía y política se delataría una tara del pensamiento contemporáneo, el mismo que al no poder ir mas allá de la disociación entre teoría y práctica, tiende a mostrarse como una impotente elaboración ex-post factum de las dinámicas históricas. De esto se sigue que sea: “precisamente esta disociación interna al pensamiento filosófico de la anarquía la que [ella] pretenda analizar aquí. Una triple disociación, que procede a la vez de un impensado, de un robo y de una negación. (49)
Por supuesto, no se trata de un reclamo simple, de una demanda convencional por más acción o por más política. Se trata de una recuperación inteligente de la tradición anarquista en sus momentos centrales (fines del siglo 19, los años 1920-30, y los movimientos contemporáneos), que permitiría ir más allá de la paradoja antes mencionada, paradoja a la cual, de cierta manera, también habría contribuido el marxismo y sus política convencional, la que estaba basada en nociones relativas al partido, a la organización de una cierta direccionalidad estratégica, y a la caricaturización de las posiciones anarquistas como protofascistas o pequeñoburguesas, cuando no como idealistas e inviables. Malabou propone entonces releer los clásicos del anarquismo a contrapelo de la historia oficial, no al modo historicista de un filósofo o un historiador de las ideas, sino a partir de la coyuntura actual, lo que nos exige, a su vez, dos operaciones complementarias:
Primero, distinguir el anarquismo efectivo del llamado anarquismo de mercado basado en la supuesta condición anárquica del capitalismo tardío, pues este último seguiría funcionando de acuerdo con un presupuesto inviolable: la prolongación de los procesos de acumulación basada en la condición irrenunciable de la propiedad privada. Y segundo, el anarquismo al que refiere Malabou adquiriría mayor relevancia si fuese vinculado o repensado desde las prácticas contemporáneas de ingobernabilidad, las que emergen precisamente en el momento más crítico de la democracia liberal moderna.
Como se ve, lejos de tratarse de una mera recuperación simbólica del anarquismo histórico, Malabou intenta, por un lado, recuperar su dignidad mientras que, por otro lado, utiliza dicha dignidad como criterio de evaluación de las limitaciones del pensamiento contemporáneo, el que estaría intrínsecamente incapacitado para ir más allá de la anarquía como operación filosófica. En otras palabras, la exigencia de Malabou no trata solo de restituir el vínculo entre formas filosóficas del anarquismo y practicas sociales relevantes, sino que también intenta cuestionar el mismo rol de la filosofía anarquista en cualquiera de sus tres versiones (ontológica, ética, política), la que debería cambiar radicalmente para abrirse a la facticidad contemporánea.
Sin embargo, aún cuando uno podría estar de acuerdo con la necesidad de pensar la naturaleza de las formas de rebeldía e ingobernabilidad contemporáneas, en el horizonte de un agotamiento innegable de la misma democracia liberal occidental, y del marco histórico-hermenéutico que definió a la modernidad política; uno también podría objetar su lectura un tanto genérica del pensamiento contemporáneo, su uso de la noción de “post-estructuralismo” como marca de escuela, y su intento un tanto advenedizo por ‘superar’ (en un sentido hegeliano evidente) el impasse por ella diagnosticado. Por ejemplo, ¿qué pasa con el desobramiento blanchotiano como marca de una exigencia dirigida a la necesidad de pensar la política más allá del horizonte onto-político?; ¿podemos seguir reduciendo la intervención levinasiana contra la convergencia entre ipseidad y soberanía a una cuestión meramente ética?; ¿qué pensar de la anarquía de la paz desde la que Levinas, antes que Derrida, repasó el presupuesto contractual y hobbesiano del pensamiento político moderno? (para referir el trabajo de Aïcha Messina, La anarquía de la paz. Levinas y la filosofía política, 2021). ¿Cómo pensar esta acusación de anarquismo sin anarquía desde la postulación de una potencia destituyente capaz de des-obrar la misma operación politizadora del derecho como determinación del viviente? (para mencionar, de paso, El uso de los cuerpos de Agamben)
Sin embargo, lo que me interesa ahora de manera puntual es otra cosa: no su brusca reducción de la escena crítica actual a la condición de síntoma, no sus homologaciones programáticas ni su recuperación del fulgor y dignidad del anarquismo histórico, el que aparentemente tendría mucho que decirnos para pensar la ‘novedad’ de las actuales prácticas de empoderamiento e ingobernabilidad en el contexto de la globalización capitalista contemporánea. Lo que me interesa interrogar es precisamente lo que la infrapolítica se ha dado como uno de sus cometidos centrales, a saber, la necesaria suspensión e interrogación de la tendencia recurrente a restituir la sutura entre teoría y práctica como condición para re-emprender el infinito comienzo de la politización (que es ya siempre recomienzo y re-politización), sin advertir que la desarticulación no es solo una categoría de naturaleza negativa, sino un hiato que abre la reflexión hacia la cuestión de la existencia sin subsumirla a los esquemas de desarrollo, racionalidad y articulación hegemónicos con los que se piensa, todavía, la misma cuestión de la política.
En otras palabras, me interesa cuestionar la pulsión restitutiva desde la que se demanda el restablecimiento de las relaciones entre anarquismo filosófico y político, esto es, entre teoría y práctica, pues desde dicha pulsión se evita pensar la naturaleza de lo político en el horizonte de la globalización en curso, privilegiando la crítica a los exponentes del anarquismo filosófico contemporáneo, sin advertir que dicha crítica sigue operando desde una posición plenamente inscrita en la misma onto-política que el anarquismo filosófico (si cabe esta etiqueta) ya ha desestabilizado. Proponer rearticular la sutura entre teoría y práctica, suprimiendo una vez más la posibilidad de una demora (demeure) infrapolítica que nos permita habitar el hiato de la existencia sin quedar subsumidos a la incesante demanda de repolitización no es sino relanzar el imperativo distintivo de la tradición onto-política moderna. Por eso es tan importante insistir en esto: la desarticulación y el hiato que la infrapolítica quiere pensar no debe reducirse a una posición anti-política, ya que la infrapolítica es también un nombre para pensar otra política del tiempo.
Es más, leído en toda su exigencia, el llamado anarquismo filosófico (en las firmas de Foucault, Schürmann, Deleuze & Guattari, Agamben, Derrida, Levinas o Rancière, y muchos otros) supone de partida un cuestionamiento de la misma noción (y función) de (la) teoría y filosofía, cuestión que inhabilita desde su misma emergencia toda demanda por restituir las funciones normativas y pedagógicas del saber sobre las prácticas, o la equivalente fetichización de las prácticas sobre la teoría. El intelectual local de Foucault, del que tanto se oye hablar, no puede sino existir en el horizonte abierto por aquel desplazamiento que Heidegger tematizó como fin de la filosofía, el que abre hacia la tarea del pensar, tarea que queda otra vez postergada, olvidada como el olvido del ser, por los incesantes llamados contemporáneos a favor de una re-politización cuya urgencia es se presenta como auto0-evidente.
Para decirlo de otra manera, la demanda por suturar el anarquismo filosófico y el anarquismo político que constituye el eje del libro de Malabou, desconsidera que el efecto anarquizante del pensamiento foucaultiano (para no hablar de los otros autores interpelados) impide tal sutura, en la misma medida en que disuelve el horizonte político convencional en el que el anarquismo histórico estuvo inscrito, y en el que la tradición del pensamiento emancipatorio todavía lo está, a la espera de recuperar las claves que restituyan la dignidad, demasiado humana y demasiado moderna, de un compromiso político e intelectual que no termina de pensar cabalmente el efecto que un pensamiento como el que la arqueología tiene sobre la misma tradición onto-política occidental; tradición en la cual, aparentemente, Malabou sigue domiciliada, aunque sea de manera inteligente.
Por supuesto, el efecto anarquizante de la arqueología no debe confundirse ni con una teoría sustantiva ni con un nuevo fundamento, no se encuentra en Foucault, ni en el nombre ni el la obra asociada con dicho nombre, ninguna clave misteriosa que nos permita iluminar el presente. Por el contrario, se trata de promover el libro de Malabou como una ocasión afortunada para discutir aquello que sigue pendiente y que se nos ha dado con don de esta ocasión.