Rodrigo Uribe Otaíza / Cartografías V. La abeja y la araña

Filosofía, Literatura, Política

En un taller por Barrio Italia, debajo de las andanzas reinan las arañas. Pululan modestas como palabras enjutas. De achacadas piernas mientras duermen la siesta. Entre letras y minucias, durante pequeños placeres cotidianos, cercenan la información que en sus redes caen. Tensan sus telas, dejando una invisible red de historias andinas. Festín nocturno a la hora en que reposan los laureles. Portadoras del sello de un reino de soberanía en retirada. Apenas cuando el castaño oscurece. En las eras donde el canelo, incendiario, retorna a su ser. Esperan atentas y dialogantes a que se levante el alba. Y cuando llega, en medio del café matutino en llamas, reinan también las arañas gracias al discurso marcado por la tara de las ideas. Con un grotesco olor a polilla quemada que abandona la sala, las gobernantes de ocho patas entran en el juzgado de las acequias para ensoñar con ver correr otra vez a los pequeños niños esclavos por sus pasadizos. Tras el comando de la legión pastoral, una ilusión hace de la red una entelequia de concertaciones, uniones, pueblos y naciones. Las hordas de informantes chocan con sus redes; pobre comunicación de molares sin caries y anestesias sin dolores. La horda de comunicadores emanan de sus redes; ricas palabras sin sangre en la boca ni sosiego disimulo. Ahí, entre la vaporizada estética de monjes capuchinos perdidos en el desierto de Atacama, nuestro mapa pregunta ¿cómo son estas telarañas? La caligrafía atestada de interrupciones, de jóvenes estetas sin obra, de artesanos sin trabajo, de trabajadores cesantes, interroga contra su torturador ¿Bajo qué modo es el ser de la red que articula nuestra vida en esta perpendicular era de leyes sin monadas? Y tomando a la complicación como principio, ¿Cómo hace la clandestina vida para encontrar una simpatía negruzca con sus sistemas arácnidos?

Como creciendo la vida en medio de invernaderos californianos, obran mofletudas y voluptuosas las abejas. El misterio de su vuelo es apenas equivalente a un traje que resuena con un imaginario carcelario. Circunferencia bruta, de alas cortas y esfuerzo imposible. Avanzan y articulan en medio de una comunicación sin palabra. No toma como soporte alguno una especie de información, más que la pura persecución de un trabajo que a su vez es esperanza climática. El campo de su significación no admite un grafismo tosco que marque ondas en el mundo, sino meros movimientos con los que perseguir flujos de polen por regurgitar. Son quizás diferentes al mono que, ante la negruzca noche, dibujó en un hueso veintiocho marcas para domesticar al cielo. Son tal vez semejantes al carnaval empantanado en el que habitan las gentes, cuando el baile deviene un espacio subalterno ajeno a las duchas miradas del burócrata policial. Sus rayas parecen también así la confusión en el ver y el decir de las cosas. Violentas hojas, descendientes del último samurái. En fin, suicidas polinizadoras de vida.

Fieles perseguidoras de una vida en fuga. Corren de nuevo las arañas, con sus proclamas amarillas por Chile, preguntando por la arquitectura que oriente sus redes. Después de todo, hay muchos tipos de arañas. Las hay de jardín, tigres y de rincón, pero también las Warnken o las Orsini. Escriben poemas, estudian a Hölderlin, recitan a Heidegger. Suben empinados muros en una época de farándulas políticas, a un par de segundos de caer como devoradoras en el Congreso. Esculpir al aire, creando un habitar con el que cargar a la vida de una epopeya sin suicidios al horizonte. Y comen también veneno las arañas, en medio de sus liderazgos pinochetistas, mientras las trazas de la descentralización proclama el triunfo de los privados. Donde no hay nada, tejen la superficie en la que edificar el Ser en sus redes. Pero, después de todo, a la hora del desayuno, temprano en la mañana, ¿estiran también, las arañas, sus ocho patas?

También pueblan una multiplicidad de abejas. Danielas o Rosalbas, Stevenes o Ivanas. Trabajan hasta el anochecer, se someten al martirio del cliente, les pagan una miseria. Se cuidan, se ríen. Almorzamos una tarde las mismas bocanadas de aire, bebimos la misma tinta en papeles canos, engullimos los mismos puñados de tierra sin lágrimas endosadas. Y la vida sigue su curso a pesar de nosotros. Las promesas las escuchamos pese a nuestra presencia. Los salarios caen del cielo aunque, a ratos, también seamos babosas. La sal nos despelleja el pescuezo, mientras la máquina jalona nuestras mangas, y me preguntan si el café está listo, y recibo siete ordenes nuevas, y llega a atenderse un caballero amargado en el auto-drive (dice que quiere frapuccino, imagino que para endulzar). Giro y vuelta. Bienvenido sea el mareo del imposible. Maldita sea la vida que nos esclaviza con la condena de tener que construir riqueza. Me desplomé una tarde, no pude volver, el aire pesó más que mi condena. Al incesante además de la jornada, opuse un “o quizás mejor me muero”. Fui un último samurái, persiguiendo megafauna en Bering antes de que las historias de nuestra justicia fueran contadas. Morí al amanecer, cuando en el muro las arañas estiraban, aprovechando los ladrillos, sus ocho patas.

La más lata torre de las burocracias arácnidas, engulle el invernadero de las abejas. “Esto es vida”, exclaman mientras glotonas se desabotonan el pantalón. Ofrece sus joviales tatuajes como demostración del sentido trágico de la historia, como emblema de una imaginación popular que emerge ocho veces ocho. Tierra e historia podrán aparecer como el espacio-tiempo en el que hacer relativo y medible el movimiento de las abejas. Y tras el sarcófago que abre la noche, esperamos la llegada de Nosferatu para que sirva de guardián de nuestras pesadillas vagas. Parecen las abejas confesar que en lo extenso no hay continuidad, que en la materia no hay relaciones ni átomos; parecen las arañas reafirmar que en lo inmediato siempre hay un medio, que en el archivo siempre hay una intensidad. Las redes en las que se cazan, ¿qué pueden ser sino el síntoma dogmático de una política que es a su vez la fuga y la captura? ¿Qué vida puede amarrar, sino la que se arranca en medio de los excesos de sus montajes y palabras? Glotonas siempre, las arañas devoran con mirada de futuro, con anhelo de porvenir, con gracia de residuo inorgánico.

“¿Qué larvas traes?”, preguntó la araña a la abeja que en sus redes caía. “Son odas, apologías y alabanzas a la tragedia salada de la gloria”, musitó mientras el veneno la cortaba. Pobre amiga, que labora con copas en fila, que lleva el pecho mohoso, que enhebra de a tres las agujas. La abeja agoniza mientras se le adormece el cuerpo. Su seña se agota. Su viento pálido se encorva. Volante misteriosa, tu trayecto fue captado por la aérea altura de invisibles telas. Depositaria ahora de cualquier esperanza, prepárate para ser devorada por un octópodo dialogante. “¿Qué larvas traes?”, preguntó la araña que, en su hambruna, carcomió nuevos contratos. Pues ninguna, sabe la prisionera rayada. Pues cualquiera, intuye la araña. Pues cincuenta, promedian los atentos estadistas tras fundar movimientos en la imagen y semejanza de la flor amarilla que pinta las lápidas en el Cementerio Católico.

La mudez del mundo se hizo más intensa en aquel momento. Un vuelo perdido conoció breves fauces. El lento veneno era el preámbulo de huevos y telas con las que transformaría el cuerpo de la tartamuda suicida. La araña, sin embargo, era quién ocupaba más tiempo organizando sus redes que polinizando nueva vida. Aquella que plagas controla con una fuerza virtual, mientras la naturaleza trabaja infinita y más veces en el umbral de las flores. Leve movimiento en la red, señal de captura y asalto por nuevo alimento. Para el mundo de unos ojos que ven ocho veces ocho, la esperanza rayada es apenas un dato sin mañana. Sarcófagos, gusanos y suicidios. Melancolía que acompaña al café americano, compañero matutino. Organización de pedidos, en fila y repletos de comandos. La ética sólo puede aparecer en libres alegorías, cinetecas desterradas, exilios líricos. El mundo ético sólo puede emerger ante el cauce indistinto de un interés agregado. Pasan las horas y dan las nueve. La abeja está por caer en el eterno desmayo de la muerte. Dos jóvenes filósofos, atentos a la escena, se aproximan con una lata de veneno en la mano. Una pena, pero la única ética a salvo es la que consuma de una y en un tiro tanto la promesa de vida de la araña, como el afán suicida de la abeja.

“Haced rizoma”, no dejan de decir apetitosas las arañas. Se retuercen los bigotes mientras nos recuerdan que todo “aquí” es un simulacro. “Haced rizoma”, repiten. “Tened ideas que se muevan solas”, insisten. Pero cuando ya ambas agonizan, saben que la descomposición avecina. Haced multiplicidad en el tiempo, configurad sinapsis falibles en el espacio. Agujerad la densa capa de lo real, para colocar ahí trofeos exitistas sobre el triste mostrador de una añeja infancia que aún no conoce al trabajo. Salvad, en fin, el melancólico acontecimiento de una desidia y un hastío singulares, en el que la repetición aparece también como un modo de lo novedoso, lo creativo, lo fugaz. Triste aspereza, pues nuestros problemas no son dichos siquiera en su relación con el Ser, sino sobre la red desmoronante que centurias atrás nos dejó su abandono. Y así, pese a todo, doblemente torturada y ya sin agonía posible, permaneció, la abeja, hasta el final, muda.


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