Aldo Bombardiere Castro / Geopolítica: tablero de guerra

Filosofía, Política

“Las consignas «No a la guerra», «Paz», «Ni con Putin ni con Biden» parecen débiles e impotentes si no encuentran su fuerza contra Putin y contra Biden. La oposición a la guerra debe basarse en una enérgica lucha contra las diferentes formas de capitalismo y soberanía en disputa e igualmente movilizadas en la organización de la dominación, la explotación y la guerra.” Maurizio Lazzarato, La guerra en Ucrania, Revista Disenso.

“La guerra es una mierda.” Inna Afinogenova, periodista de Ahí les va (RT en Español).

La guerra es una mierda. Y esa es nuestra tragedia.

Dentro de las múltiples perspectivas de abordaje interpretativo que resiste el acontecimiento de la invasión rusa a Ucrania todas remiten a un denominador común. Se trata de interpretaciones que descansan sobre un mismo “horizonte de sentido”: la geopolítica. La ironía está en que tal horizonte de sentido geopolítico, antes que permitirnos vislumbrar y crear nuevas formas de vida y modos de habitar la existencia, porta una amenaza angustiante: el advenimiento del sinsentido.

En efecto, si durante la primera parte del Siglo XX la hermenéutica filosófica fue una disciplina dedicada a reflexionar en torno a la esperanza de la comprensión, esto es, de la promesa de un sentido mediado, obsesionándose en tender puentes entre códigos, lenguajes o culturas a primera vista inconmensurables, hoy en día el escenario internacional asoma como incomprensible. Pero tal incomprensibilidad -y esto es lo realmente grave- no se debe a un problema de incompatibilidad de códigos, de malentendidos lingüísticos o de sobreinterpretaciones etnocéntricas, sino a la devastación y vaciamiento que produce un superávit de información sobre lo real. Superávit de la simplicidad, claro está. Multiplicidad de mensajes, de fake news, de representaciones con pretensión de presente; cascadas de ambiciones y apetencias, de intereses y también de indiferencias, de discursos permanentes o móviles y materias que buscan homologar lo técnico con lo orgánico. Una guerra dentro de otra guerra. La otrora mediación de sentido hermenéutico -con la distancia y respiro que demanda cualquier interpretación- ha devenido sinsentido justamente gracias a la dictadura de los datos, a la transparencia de la información inmediata y a nuestra inmediatez con la información. Nos deslizamos en la planicie de una pantalla: digitalización, voluntad de gobernar un mundo a-la-mano; dactilización, reducción biométrica del cuerpo.

A nivel geopolítico parece bastante entendible lo que sucede en Europa oriental. Sin embargo, nada de ello resulta suficiente para evitarlo. Toda guerra nos recuerda un origen trágico: la lucha por una civilización en clave de poder y dominación. La guerra es sólo la condición de posibilidad de una civilización. Pero también es su confirmación: la muerte que optimiza la vida, tras una macabra lógica de medios-fines. Por lo mismo, la guerra es la esencia de la historia (de esa Historia Universal y hegeliana), el espíritu que anima a sus héroes, los monumentos que esperan al vencedor de la batalla, el canto a las épicas noches rojas bordadas con el sudor de los generales, el sacrificio de la locura entre oficinas de insomnios azulados, poblados de cálculos e ingenieros. Reafirmación de la historia oficialmente instituida y universal; motivo de aquella única historia, exclusiva y excluyente, monocorde y totémica, que sostienen, como espada sangrienta, las élites vencedoras sobre el cuello de los pueblos arrodillados. La historia constituye la narración que -en la medida que mantiene oculta su dimensión historiográfica, escritural, (re)productiva- brinda orden al cosmos, restituye la moral patriótica, insufla los afectos de la ciudadanía y, en suma, hace de los cuerpos desgarrados en la guerra ofrendas sacrificiales, alimentos de perpetuación y legitimación de un régimen supuestamente trascendente a esos cuerpos desgarrados. Los dioses aman la sangre. La Historia Universal es el mito que marca el libreto que habrá de seguir el ritual de la guerra.

No obstante, existe un amplio consenso en que esa Historia Universal, la cual remite y tiene por remitente al hombre blanco, heteronormado, europeo y burgués, quedó derogada, al menos, desde la caída del Muro de Berlín. Lo que Lyotard llamó el fin de los metarrelatos, trajo consigo el triunfo irrefrenable de la técnica moderna y de su colonización sobre otras esferas de la actividad humana. El asunto es que, aquel Occidente hegemónico, junto con ver caer sus metarrelatos, ya no necesitó de un discurso justificativo: la caída de los metarrelatos fue abriendo paso al pragmatismo de la realpolitik en detrimento de cualquier ideología. Tiempos de desencanto.

Dicho lo anterior, bien vale pensar lo siguiente: ¿Hasta dónde el enfoque geopolítico -hoy tan en boga- no marca un retorno de lo reprimido, esto es, la reemergencia de una matriz similar a la de la Historia Universal? Eso sí, ya no de una narración monolítica vista a la luz de la universalidad moderna y absoluta (racional, teleológica, destinal y progresiva), sino travestida con las sábanas de una presunta desnudez, de una insufrible mundialidad globalizada y globalizante. Es decir, ¿acaso las perspectivas geopolíticas no son deudoras de una idea totalizante, de una mirada molar y omniabarcante que, siempre con una precipitación depredadora, busca ser, en lugar de una perspectiva o mirada, el único ojo que todo lo ve? Y este ojo que todo lo ve, ¿acaso no ve sólo aquello que él puede ver: no a la potencia de los pueblos, sino a la soberanía del Estado, no a la experiencia y resistencia de los trabajadores, sino a los flujos y regulaciones del capital, no a las prácticas de organización política y des-organización en rebeldía, sino a los partidos, a los políticos, a los ejércitos y a la facticidad de un poder político ya cuajado e instituido (y por lo mismo, siempre en riesgo de ser derrocado) Los análisis geopolíticos, al reducir la diversidad material de la vida a simples términos físicos, también opera bajo principios de maximización economicistas. En última instancia, la geopolítica internacional representa la versión economicista y globalizada de esa Historia Universal defendida por las Ciencias del Espíritu decimonónicas. Así, busca representar, en un movimiento de cierre autorreferencial, el agotamiento de cualquier salida posible, la imposibilidad de lo otro y de lo impensanble, la caducidad de todo sentido nuevo que no permanezca subordinado a la predictibilidad de la innovación capitalista. La geopolítica es el imperio de la técnica como técnica del imperio: la cartografía de un deseo de dominación y seguridad; la orden del orden.

Por ello, resulta habitual que los discursos geopolíticos hablen de recursos energéticos, de soberanías, de intereses económicos, de estabilidad política, de encuentros regionales, de unilateralismo y de un orbe multipolar: sus marcos de referencias son aquellos que marcan las tensiones y alianzas entre los Estados y el capital transnacional. De ahí, la importancia central de las fronteras como elemento crucial en la operación rusa en Ucrania. En torno a dicho concepto de frontera, se juega la valoración tanto del discurso de la expansión imperialista como el de la seguridad de la guerra preventiva. Son las fronteras las que brindan los alcances del desarrollo de una comunidad y los límites securitarios que exorcizan las amenazas: communitas e immunitas son dos caras de una misma lógica identitaria y clausurante. No es extraño que tales fronteras expansivas y securitarias, en un contexto como el actual, de una reconfiguración intensiva de los modos de acumulación y devastación capitalistas, sólo aseguren la incertidumbre y expandan la muerte.

Para decirlo de una vez: la guerra es una mierda, y no hay más. Nuestra tragedia geopolítica se asienta en ella: no hay salida hasta que la encontramos. Eso parece decirnos el momento actual. Eso nos han susurrado al oído las musas del capitalismo. Lo peor, es que se trata de una enseñanza precaria y de un aprendizaje nulo. Si en la Antigüedad Clásica la puesta en escena de la muerte del héroe griego implicaba una ganancia de conciencia para el espectador, quien se tornaba susceptible de transfigurarse significativamente gracias a la experiencia de la catarsis, la tragedia de nuestros días ya ni siquiera puede constituir una tragedia, pues, diluida la diferencia entre el escenario y la vida, ella misma deviene simulacro espectacularizante: sólo falta mirar la televisión o seguir leyendo este escrito para confirmarlo. Y peor aún: aunque la geopolítica lo explique todo, nada puede hacer para evitarlo. Un conocimiento verdadero, pero vano y conformista dentro de su inconformismo, el cual, de seguir deslizándose en la misma narración, sólo puede derivar en la repetición de la locura y del grito.

Durante los próximos años, las reglas del juego cambiarán. El tablero ha sido golpeado. Por un lado, la soberbia de EEUU y el silente servilismo de Europa, el incumplimiento de los compromisos post año 91 y las provocaciones propias del aumento de armamento y de países miembros de la OTAN en decidida dirección hacia el Este; de otro, la respuesta bélica de Rusia, enmascarada de un falso humanitarismo por la población rusoparlante de las repúblicas de Donestk y Lugansk, cuyo real propósito consiste en intervenir Ucrania y generar, así, tanto el reconocimiento de Crimea como una zona de amortiguación que comprenda la domesticación de este país sumado a la de la actual Bielorrusia. Ambos bandos, derramados sobre un plano simbólico y real a la vez, han golpeado el mismo tablero: el de la geopolítica capitalista, que yace conformado por elementos que van desde la imperialidad hasta la crisis climática, desde las censuras comunicacionales y culturales hasta las sanciones y las nuevas alianzas económicas, desde la dinamización del complejo militar industrial hasta las luchas por dominar el 5G. Una guerra híbrida, un tablero demasiado real hasta el momento.

Dicen que las reglas del juego cambiarán. Lo que cambia, eso sí, cambia sobre un sustrato de permanencia. Por lo mismo, vale preguntarse: ¿Sobre qué tablero jugaremos durante los próximos años? Seguramente las reglas del juego cambiarán. Pero, al parecer, lo que necesitamos no es reconfigurar las reglas sobre el tablero, sino abolir la diagramación misma del tablero: dejar de llamar al mundo “tablero”. Quizás ahí también dejemos de hacer que las guerras se asemejen a intereses en juego.


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