Aldo Bombardiere Castro / Principio

Filosofía, Literatura

Oscuridad. Nada se distingue. Aún no se han inventado las distancias. En principio, nada hay. Pero la verdad es que sólo hay algo: un niño ausente, una fisiología invisible o un cuerpo aún no del todo organizado y que todo lo desconoce. No hay nada más que un niño flotando, mientras suspende cualquier sospecha, sobre los confines de la galaxia. Quizás junto a él haya una respiración o un alma, incluso antes de existir una palabra que la designe o refiera, incluso antes de existir cualquier tipo de movimiento o voluntad, allí donde se torna imposible que un dedo indique tal alma o acaricie tal aliento. Al menos eso nos gustaría creer ahora mismo: que aquel niño es pura alma y alma pura; he ahí donde hemos depositado nuestro ánimo: en un aliento común. Pero el asunto va por otro camino.

En realidad, tampoco se trata del caos o del origen -Dios aún no ha sido pensado-, sino del existir extenso, como la plasticidad de aquellos sueños diluidos tras los primeros minutos del amanecer. Es la idea de un alma pura y muda, entrelazada con los inagotables pliegues del cerebro. Un alma infinita, innata, no-natal. Se trata de la idea misma de idea, con su intocable solidez, con su poder de cimiento inconmovible, y cuya transparencia es demasiado perfecta e inmediata para ser o no ser real: la idea que pretende fundar y sostener (¿desde afuera?) todo lo real.

Pero nuestro niño alado no puede ver ni saber esto. Él no tiene evidencia de sí ni de nosotros; así como nosotros también carecemos de evidencia suya. Él sólo yace ahí, dormido o inerte: él -por ahora- se reduce a ser un yacer inercial, confundible con la nada que ve y no ve, que ve sin ver. Se extiende en todos los rincones del universo, pues él es la piel invisible del universo. El niño no sabe nada de sí, no sabe nada del mundo. No ve que no ve: sólo ve la nada que él mismo es o está siendo (Heidegger señalaría que simplemente nadea; una simpleza nada de simple). Oscuridad sideral. No precipicio ni caída. Abismo sin distancia ni vértigo. Noche oscura sin misticismo ni astronomía, sin nada que desear o poder recordar. Lo imposible sucediendo en cuanto pensable.

En medio de tal destierro, no hay sujeto que conciba la existencia al mundo; no hay sujeto que conceda la existencia los objetos del mundo. Si lo miramos con nuestros ojos desesperados, sólo notaremos nuestro reflejo: la caótica angustia de una quietud extensa, inconmensurable y desmesurada. Pero no es exactamente eso: de hecho no hay nada exacto, pues sólo impera la indiferencia. No hay nada necesario. La necesidad todavía no se inventa: nos encontramos imaginando los efectos visuales que anteceden a la más precaria causalidad. Nuestro niño se llama Descartes, aunque él no lo sepa. Alrededor suyo -porque de alguna forma inexplicable él parece estar o ser el centro- nada existe…aun.

*

Aun no podemos saber cómo, pero se ha producido una gran explosión. En verdad, pudo haber sido eso u otra cosa. Sin embargo, no ponemos en duda que se distingue una luz entre rojiza y amarilla, se escucha un sonido estruendoso y las mejillas de Descartes sienten un leve calor. He ahí la más débil de las certezas, la más precaria de las causas. Suficiente. De aquello nadie podría dudar. Antes que el niño Descartes sepa que tiene cuerpo, ha podido apreciar, ha sido impactado e impresionado por la explosión. Y con disimulado orgullo, busca seguir soportando los flujos, las llamas y la guerra en que ha devenido el universo, mientras ignora los sufrimientos humanos e inhumanos. Piensa que él existe y lo susurra en su propio oído: “yo soy, yo existo”. Suficiente. Y también necesario. Entonces ya nada le resulta indiferente. Él se aprecia claro y distinto, casi perfecto, como un triángulo de cristal, o como meditando al interior de un triángulo de cristal. En soledad.

La modernidad cree haberse iniciado.

Imagen principal: Taney Roniger, Origin, 2020.


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