1
Rebotan y circulan. Tras algunos días, las palabras se van haciendo carne, pero también excarnándose, remitiéndonos a otros lares que exceden su propia referencia. Las escuchamos o vemos en una pantalla antes de dormir y, como si se tratase de un hechizo, vuelven al día siguiente, a las semanas, en cualquier lugar, adheridas al filo de un vidrio, contaminando el el vapor aséptico de una ducha desterrada o en el furtivo silencio que se posa sobre el almuerzo familiar. La psiquis no conoce de interiores y exteriores, de compartimentos y correspondencias. Pareciera que la intensidad y pluralidad insinuada en los bordes de una imagen o las constelaciones trazadas por un cúmulo de palabras, siempre fuesen más que una asociación azarosa o arbitraria, dependiente de la casualidad o de la mera voluntad, pero -y he ahí su vértigo y fascinación- sólo nos parece eso: nunca lo podremos comprobar. Como si el “como si” fuese la aparición de nuestra propia imagen. He ahí, tal vez, el sentir el sentido.
2
En una escena del documental Geografías de ausencias, dedicado a la trayectoria del artista performativo Alberto Kurapel, el narrador en off desliza y repite un enigma. Dice algo así: “La imagen es el movimiento suspendido entre la memoria y el deseo.” No recuerdo si era exactamente ésa la frase. Era algo así: una vibración, un temblor, o la réplica de un temblor que fractura la domesticación de la existencia y reactiva al pensamiento. La imagen de un desplazamiento de capas, pero también de una sacudida del cuerpo: un pez agonizando fuera del agua, unos hombres disimulando su hambre, es decir, una imagen múltiple y, por lo mismo, invisible en su unidad, imposible de unificar sin violencia. Porque ver la imagen no significa ver lo que la imagen representa; menos aún significa -en un gesto tan reflexivo como solipsista, tan consciente como moderno- saber-se viendo una imagen. Para ver una imagen se requiere, antes que todo, imaginar: imaginar la imagen en cuanto imagen. Pero -y aquí reside la paradoja- tal requisito no es una imposición. La imaginación, en realidad, no puede ser un requisito: ni carga ni mandato. Imaginar la imagen en cuanto imagen implica erradicar los bordes, bordear la imprecisión y desarticular las impresiones que los margina del con-tacto, generando la ilusión de su unidad absoluta. O sea, consiste en una tarea de destitución: marginar los márgenes. Las imágenes en cuanto imágenes sólo nos permiten verlas en negativo: cuando cerramos los ojos. Cuando imaginamos, es decir, cuando recordamos y deseamos, en un solo acto, la potencia de un gesto irreductible a toda indicación. Imaginar es gesticular: mover la boca en otra dirección, hacia otra parte: ninguna precisamente.
Si la imagen en cuanto imagen sólo puede mostrarse en la medida que soporta su mensaje sin nunca estar detrás de él, es porque la imaginación siempre está desbordando cualquier planicie: ella es la piel por la que respira la vida, los poros que desvían y fragmentan una superficie para mostrarnos que la profundidad no es más que otra superficialidad. Irrupción de otro nunca identificable: relación con un soporte que permanece impresentado pero nunca sustraible. Como si “la imagen fuese el movimiento suspendido entre la memoria y el deseo.” Pues la imagen es movimiento que deviene suspensión en el mismo momento en que nos interpela, cuando nos corresponde hablar de ella: nunca es ella misma, sino el soporte intocable de otra cosa, de los accidentes que la extienden o reducen, que la opacan o colorean. Llevándolo al extremo, el accidente aristotélico nunca podría tocar-violenta-violar a la imagen en cuanto imagen. Pero tampoco ella es una idea platónica, una esencia inmutable y trascendente a lo sensible. Su esencia está atravesada por lo otro, no dejando de hallarse perpetuamente acosada: es un espejo que no refleja ni reproduce, sino que impele al tacto y seduce a la imaginación, que invita a tocarla en la medida que nos toca. Imposible de ser vista por los ojos o aprehendida por la palma, gesto irreductible a un significante o significado, ella, con un estatuto aporético semejante a la khôra, da lugar sin tener (un) lugar (per se).
Aun podemos imaginar las imágenes. Imaginarlas no como un paraíso salvífico que advenga a nosotros, ni como el modelo de un cosmos al cual estamos mandatados a construir. Imaginar aquí significa algo muy concreto y al mismo tiempo completamente singular; un factum de la experiencia pero también una experiencia común: recordar y desear a la vez. No recordar para comparar, en un afán positivista, lo recordado con lo (¿realmente?) sucedido; tampoco desear, como quien se aferra a la vida a causa del pavor a la muerte, la apropiación aniquiladora de lo deseado: imaginar podría significar (y el condicional aquí debe leerse en términos posibilístico, potencial) recordar y desear en un solo acto: verse atravesado o extraviado, interrumpido o sacudido, por los colores de una sinfonía, por las caricias de una canción sin palabras. Eso es imaginar. Eso; nunca esto. Eso. Eso es lo que se ve al cerrar los ojos: la proliferación y multiplicidad de mundos, con sus rugosidades y partículas, con sus andamiajes permanentes y sus destellos transitorios, con sus poros, su dignidad y sus olvidos; incluso, al cerrar los ojos solemos vernos a nosotros mismos con los ojos cerrados, al mundo que estamos siendo nosotros mismos mientras cerramos los ojos.
3
A lo lejos. En una pantalla de celular, tras la última luz absorbida por el horizonte, un poema visual dice algo así: “Abrazarse. Abrazarte. Abrázate. Azar. Abrácese. Abra. Ábreme. Abrazarnos. Abrirnos. Irnos. En un abrazo, irnos, abrazados.” Es una historia de Instagram compartida por una amiga. Vuelvo a ella. La releo. Me toca y -mientras lavo la loza- la pongo en contacto con la frase anterior: “La imagen es el movimiento suspendido entre la memoria y el deseo.” Pienso en ellas.
Tocado por el abrazo del recuerdo y el deseo, sin necesidad de constatar la amistad o de planear aventuras amorosas, y como si la imperfección de la memoria atizara la fantasía del deseo, abro Facebook, vuelvo a la imagen y le escribo algo así: “Intenso y sutil. Tierno e incluso un poco triste. Las cuerpas abrazadas hasta irse. Yéndose, extraviadas, pero aún tocándose en los recuerdos, en la distancia de los recuerdos no vividos. Las cuerpas y las pieles idas y tocándose, aquí, en la distancia de las distancias.”
En el impacto entre vibraciones vitales y pasiones tristes, algo estalla, acontece algo así, un estallar. Antes que cualquier direccionalidad de sentido, el ser-tocado en un abrazo, el tocar-se(r) en y de un abrazo, es una esquirla de goce y dolor, un ardor, un límite incierto.
Ahora recuerdo cuando abracé a mi amiga. Fue al despedirnos. Puse mi rostro en su mejilla, intensifiqué la presión del abrazo y ella correspondió con el mismo ademán. Nuestros pechos se unieron y se opusieron a la vez. Fue la experiencia de una frontera: un saberse vivo precisamente porque se constata el roce con un límite, porque no todo es posible, y sólo nos queda amar e imaginar: es todo lo posible. El conatus de la existencia tiene un revés: esforzarse en resistir, sin nunca forzar, aquello que opone resistencia. Ese abrazo fue un deseo de fuga, un querer sin poder, o la potencia impotente y fugaz de imaginar una salida. ¿Salida de dónde? No lo sé. ¿Salida hacia dónde? A ninguna parte: a cualquier parte; no a un Paraíso, tan sólo a un lugar mejor. Ahora que recuerdo ese abrazo, me hubiera gustado esculpir un poema en su oído. Pero sólo fui capaz de susurrarle la más burda verdad: que quería que ese abrazo no acabara nunca. Quizás así esté siendo ahora, justo ahora, mientras deseo recordarla durante todo el tiempo en que recuerdo que la deseo.
Imagen principal: Sadie Valeri, Desire, 2021