Los síntomas anuncian la inminente catástrofe.
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El domingo 28 de agosto, a una semana del Plebiscito de Salida que dirimirá el resultado de la Propuesta de Nueva Constitución, un grupo de partidarios del Rechazo, vestidos con indumentaria de huaso, armados con huascas y comandado tradicionales carretas de madera arreadas por caballos, arremetieron criminalmente contra ciclistas simpatizantes del Apruebo en plena Alameda de Santiago. Las escenas son tan grotescas como indignantes. Pero también son reveladoras.
Según atestigua material histórico y fotográfico de la década de 1950, la práctica de la “palomear rotos” constituía casi una institución del campo chileno. Patrones de fundo, sobre caballos propios y armados de contundentes huascas, tenían la costumbre de aleccionar a los desconocidos que osaran con robar bienes o acercarse a sus fundos. Las fotografías expresan una bestialidad que, lamentablemente, hoy hemos vuelto a emerger en medio de la ciudad.
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Ya se trate de peones contratados, capataces fieles a su patrón o mandamases venidos a menos, la fuerza simbólica de la escena impacta: se trata del poder hacendal en su reactivación más violenta, en su versión más esencial. Constituye los últimos estertores de un mundo que rechaza cualquier diálogo con el rotaje, con los cualquiera, es decir, con la potencia común de los pueblos derramada en las calles.
Desde hace casi un siglo -específicamente como resultado gradual del proceso de migración campo/ciudad y de erosión del latifundio- la edificación moralizante del patriotismo hacendal se halla en crisis. No obstante, hoy se ha revelado su completa caducidad. Sin ser capaz de aspirar a un discurso que sobrepase el emocionalismo de una deslavada bandera o partido de fútbol, condenada a circular sobre las ruedas quejumbrosas de una carreta o entonando el himno nacional alrededor de las medialunas del Chile central, la patria como discurso estético de cohesión social desfallece.
La copia feliz del Edén, el modelo idílico de la familia hacendal reunida delante de un crucifijo todos los domingos por las mañanas, termina de caer en desgracia. Pero al igual que los imperios en decadencia se torna sensible al olor de su propia muerte y, así, han de manifestar un instintivo acto de resentimiento. Entonces lo que queda de hacienda se endurece en su nostalgia, se cuenta viejas hazañas al oído, refuerza su odio y luego hace lo que tiene que hacer: emite la orden del orden. Se desbanda, iracunda, sobre los cuerpos que no oyen sus órdenes: los ejecuta, los alecciona, los advierte y castiga al mismo tiempo, como queriendo decir “por los siglos de los siglos”.
Pero tal escena revela algo triste y grotesco, una verdad inapelable: evidencia la inexorable caída de la hacienda, la copia aún más degradada de aquella otra copia edénica que alguna vez creyeron ser. Signo de un paraíso inexistente e insignificante; apariencia de una fantasía hecha a imagen y semejanza del mismo orden que la impuso, a la existencia criollista ya sólo le ha de animar el odio ante su declive, la reacción contra el devenir exótico de su estética: la huasca. Ahí está el síntoma y el símbolo, el último estertor con que se aferra a una nostalgia a todas luces indigna -pero digna de su casta- y coherente con la médula de esa tradición: la huasca de cuero destinada a extenderse y desgarrar hasta desangrar, a lacerar los cuerpos animales y humanos que la forjaron. En nuestra historia, la huasca representa un símbolo casi literal, uno de los últimos dispositivos para impedir que -como dijo Armando Uribe- los indios crucen el Bío Bío.
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¿Por qué la huasca? Porque tienen terror. Un terror originario de su propia clase. Proyectan su terror: están convencidos de que los pueblos son vengativos como ellos lo han sido; que sólo existe una única moneda de pago y que, perdiendo el poder, sufrirán de vuelta los mismos crímenes perpetraron por su casta durante siglos. He ahí su manera fascistoide de ver -y sólo de ver- la vida: sin imaginar, capturándola, y revistiendo cualquier porvenir bajo el orden invertido de su propio pasado criminal. El afecto más fascista y primitivo es aquel que se contenta con simplificar la realidad bajo la fórmula de una disyunción instintiva, amparada en la conservación biológica y gregaria: ellos o nosotros; matar o morir.
Cautelar la hacienda -la propiedad, el autoritarismo, la explotación del trabajo, la expoliación de la naturaleza, el valor de las tradiciones, la naturalización del abuso, la hipocresía de la familia ejemplar- implica recluirse en una identidad hermética y cerrar la puerta al ritmo de la potencia de la vida en común. Temer que la vida sea más que sobreviviencia: temer que la vida pueda llegar a ser justa. Por eso el poder hacendal odia a quienes, con el desorden pluriforme de la multiplicidad y con el desborde erótico de lo común, transitan por las grandes alamedas con miras a un porvenir donde quepan y se entrelacen (sin necesidad del dolor del lazo, de la huasca) las grandes mayorías. Pues ese mismo acto, esa caminata hacia la inmensidad del mar, apunta a destituir el imaginario histórico de una élite patronal-militar-empresarial que ha acumulado capital, símbolos y poder a costa de la explotación y precarización de todxs quienes movilizan e imaginan esta vida como una vida otra, como otras e inanticipables formas de vida dignas y justas.
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En griego, una interpretación literal de la palabra katastrophe señalaría que consiste en un modo de “voltear hacia abajo” o “poner lo de arriba abajo”: deponer. La huasca, el lazo, opera como un instrumento que inmoviliza la rebeldía, que busca detener el devenir, consumar la orden de reinstaurar el orden. En vano, la huasca se empeña en aniquilar la inminencia de la catástrofe que representa bajar a lo común del mundo para quienes siempre han estado arriba.