Federico Ferrari / Del coraje. El abc de Wittgenstein

Filosofía
"Se podría poner precio a los pensamientos.
Algunos cuestan mucho, otros menos. ¿Y con qué se pagan los pensamientos?
Creo que con coraje".
Ludwig Wittgenstein

Pensar es tener coraje. Enfrentarse a los propios miedos, a las propias profundidades de la inautenticidad. No descontarse nunca a sí mismo e, indiferente a la vida tranquila, ni siquiera a los demás. Hay crueldad en el valor, una forma de ensañamiento doloroso. La imposibilidad de callar, de no decir exactamente lo que hay que decir, cueste lo que cueste. El coraje se paga. Arruina las relaciones humanas. Le empuja a uno a la soledad. Pero el coraje nos hace un poco menos payasos de lo que somos naturalmente. Nos ofrece la oportunidad de convertirnos en hombres y mujeres decentes – ein anständiger Mensch, escribe Wittgenstein, concibiendo el pensamiento como un autodesenmascaramiento despiadado. El coraje y la decencia son dos caras de la misma moneda. La indecencia de todos los tiempos proviene de la falta de valor. Políticos sin valor, intelectuales sin valor, hombres sin valor: el fin de una civilización.

Poco importa si la valiente lucha por defender la propia dignidad, las propias ideas, la propia existencia, no conduce a nada, no cambia el mundo. El mundo nunca cambiará realmente. El mundo es sólo el eterno enfrentamiento y choque entre los temerosos y los valientes. Entre los que se suben al carro de los vencedores, en busca de consenso, y los que viajan siempre contra el viento, en busca de sí mismos. Este choque se produce en todas partes, en todo momento, y siempre, también, dentro de nosotros mismos.

Lo más difícil no es estar a la altura del mundo, sino de uno mismo. Es muy sencillo no decepcionar a los demás. Mucho más complejo es no defraudarse a uno mismo. Pensar, decir, a veces callar valientemente es una forma de dignificarse, una forma de reconocer la propia e irrepetible singularidad.

La dignidad de un pensamiento viene dada por su coraje y el coraje que puede infundir. El resto es vanidad.

Este texto no es más que un eco (y un recuerdo agradecido) del prólogo de Aldo G. Gargani a los Diarios secretos de Ludwig Wittgenstein (Laterza, 1987), leído hace muchos años y nunca olvidado.

Fuente: Antinomie.it

Imagen principal:  Patrick K.-H.


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