Ir a las exposiciones
En octubre de 1937, Walter Benjamin, que entonces tenía 45 años, salió de su casa descentralizada y provisional de Boulogne, de cuyo ruido constante se quejaba, y caminó hacia la Biblioteca Nacional. En pleno exilio parisino, se encuentra en una ciudad en la que “uno se siente completamente rodeado de fascismo”.[1]. Aquí vive a duras penas y su único ingreso seguro es el cheque del Instituto de Investigación Social, por tres años en Nueva York.
Esta vez Benjamin no acude al Cabinet des médailles para saludar a su amigo conservador Georges Bataille, cofundador del College de sociologie ese año. Ocultará el manuscrito de los Pasajes en el depósito de la biblioteca cuando Benjamin huya de París, exiliándose de la ciudad a la que llegó como exiliado, un judío apatriota que solicitó la ciudadanía francesa sin obtenerla.
Ni siquiera acude al Cabinet des estampes para saludar a la fotógrafa Gisèle Freund, que encontró aquí las ilustraciones para su tesis sobre la fotografía en Francia en el siglo XIX, publicada en 1936 y reseñada por Benjamin. Ambos se cruzan todos los días y se paran en los bancos de la plaza Louvois para hablar de la actualidad política, del marxismo y de la literatura contemporánea, mientras Benjamin juguetea con su pipa y se molesta con el cierre de la biblioteca a las 18 horas, “una disposición que todavía se remonta a la época en que las obras empezaban a las 18 horas”, escribió en una carta a Adorno en marzo de 1934[2].
Esta vez ni siquiera está en la biblioteca para encontrarse con el periodista, historiador y coleccionista Eduard Fuchs, quien quizá le señaló por primera vez la extraordinaria colección de grabados y caricaturas francesas del siglo XIX que se conserva en el Gabinete. Los libros de historia publicados por Fuchs fueron para Benjamin los primeros en incluir imágenes documentales, una idea que desarrollaría en los Pasajes, que pretendía incluir un centenar de ilustraciones.
Benjamin no está aquí, finalmente, ni siquiera para entrar en la Enfer de la Bibliothèque nationale, la colección de libros licenciosos generalmente cerrada al público y para la que obtuvo un permiso gracias a la intercesión de Bataille. Benjamin es, en definitiva, un asiduo del Cabinet d’art graphique de la primera planta, donde desenvuelve libros para esa arqueología del siglo XIX que adquirirá dimensiones demasiado anormales para ser completada. Y de hecho, en este periodo se concentra principalmente en Baudelaire.
Esta vez, sin embargo, se dirigió al espacio de exposiciones de la biblioteca, donde se exhibía una muestra de pinturas chinas de la colección Jean-Pierre Dubosc. Intérprete de la embajada francesa en Pekín durante ocho años, Dubosc coleccionó pinturas chinas de las dinastías Ming y Ts’ing (siglos XV-XVIII), que hasta entonces rara vez se habían expuesto en Europa por considerarse menores.
En sí mismo, el acontecimiento no era nada excepcional: Benjamin visitaba con regularidad las exposiciones de arte parisinas, empezando por la de la Comuna de Saint-Denis, que estuvo en el origen de la idea de incluir imágenes en los Pasajes, y se interesaba tanto por la pintura clásica como por movimientos contemporáneos como el surrealismo. Sin embargo, quedó tan impresionado por la Exposition de peintures chinoises que se fue con el catálogo bajo el brazo. Unos meses más tarde, el 15 de enero de 1938, su crítica apareció en la revista “Europa”. Un escrito raro, ya que el arte chino no estaba entre los intereses del filósofo alemán[3].
En comparación con los voluminosos e ilustrados catálogos actuales, los de la época eran de bolsillo y consistían en el registro de las obras y un breve texto introductorio. Benjamin lee y cita cuidadosamente pasajes del prefacio del conservador Georges Salles, entonces conservador de Artes Asiáticas del Museo del Louvre, y del prefacio de Dubosc, que hace referencia a Paul Valéry. Sin embargo, de primera mano, la experiencia de Dubosc con la pintura china se nutre de la cultura occidental y se filtra a través de ella. No es de extrañar que se interese por un aspecto que aparentemente distingue la pintura china de la europea, a saber, “la condición de erudito, que en China es inseparable de la de pintor”.[4]. Una doble valencia que no es ajena a la tradición occidental, como el propio Valery había demostrado a propósito de Leonardo, pintor y filósofo.
Paisajes chinos
Hojas de bambú bajo la lluvia y paisajes en forma de abanico, ascetas en meditación y caligrafía (makemono), magnolias, flores de ciruelo y orquídeas, árboles con escarcha y pájaros sobre las rocas: basta con recorrer los títulos de las obras expuestas para imaginar lo que Benjamin tiene ante sus ojos. Obras desprovistas de anécdota, de lo pintoresco y de referencias religiosas, como reitera Salles en el catálogo, contemplaciones del mundo hechas imágenes, porque “en China, el arte de la pintura es ante todo el arte del pensamiento” y traduce el estado interior de su creador. “Estos pintores son literatos. Sin embargo, su pintura es lo contrario de cualquier forma de literatura”.[5]reitera Dubosc, y Benjamin se hace eco de ello.
Su trabajo, insiste Salles, tiene que ver con la elevación: “Más que color, necesita transparencia, más que carne, necesita esqueleto”. Sólo la mirada occidental concluye apresuradamente que se trata de una rêverie: “Quien se mueve hacia lo vago, lo vaporoso y lo evanescente se perderá lo esencial”, porque la realidad es captada y transmutada en otro mundo visual no menos estructurado.
Para Benjamin también son llamativos los pies de foto que forman parte de los cuadros, ya sean de la propia mano del artista o añadidos posteriormente por los coleccionistas, escritos no sólo explicativos sino afectivos, de diarios íntimos o poesía lírica. También cita un pasaje del escritor Lin Yutang, ausente en el catálogo, signo que profundiza la cuestión a la vista de la reseña: “El artista […] se apodera de los sutiles zancos de la cigüeña, de las formas ágiles del galgo, de los pesados andares del elefante y los teje en una red de mágica belleza”.[6]. Una escritura fluida y en movimiento a pesar de la fijeza de los signos caligráficos, una escritura dirigida a la “imagen-pensamiento”. Estos cuadros captan en última instancia algo de lo real, pero de un real esquivo: “Lo que fijan siempre tiene sólo la fijeza de las nubes. Y ésta es su auténtica y enigmática sustancia, hecha de cambios, como la vida”.[7].
Un cielo sin nubes
Es aquí donde Benjamin, antes de concluir, cita las palabras de un pintor-filósofo anónimo, también ausente del catálogo y, de hecho, desconocido[8]. Y es aquí donde hay que agachar la oreja porque, como escribirá en Calle de un solo sentido: “Las citas, en mi obra, son como los salteadores de caminos en el borde de la carretera, que saltan armados y arrebatan el asentimiento del viajero ocioso”.[9]una posición que desarrollará en Pasajes, donde pretende “desarrollar al máximo el arte de citar sin comillas”.[10]. He aquí las palabras del misterioso pintor-filósofo dirigidas a nosotros, los lectores: “¿Por qué los pintores de paisajes viven hasta una edad tan tardía? Porque la niebla y las nubes les ofrecen alimento.[11].
En definitiva, esas mismas nubes de las que están hechas sus obras se convierten en un manto protector del paso del tiempo.
Es curioso pensar que Benjamin percibió una atmósfera similar no sólo en los grabados de Charles Meryon, el contemporáneo de Baudelaire que documentaba París antes de las reformas del barón Haussmann (1850-1854), sino incluso en la biblioteca. En esa misma biblioteca en la que se refugiaba para las largas jornadas de trabajo, lejos de su alojamiento precario y sin calefacción, lejos de su biblioteca dejada en Dinamarca por Bertold Brecht. Los Pasajes nacieron, en efecto, bajo un “cielo libre, de un azul sin nubes”: no el de la ciudad, sino el que Alexandre Desgoffe pintó al fresco en 1864 en la sala Labrouste de la biblioteca, “cubierto del polvo de los siglos por los millones de hojas”.[12]. Un cielo pintado más indulgente que el real.
Dibujo preparatorio de las claraboyas de la sala Labrouste de la Biblioteca Nacional, 1858-1860
Ahora, esa serenidad de los paisajistas chinos seguirá siendo desconocida para Benjamin, que aún tiene dos años de vida por delante y una búsqueda incesante a pesar de su futuro cada vez más incierto. Pero en aquel octubre de 1937, en el cuadrilátero de Richelieu, dejó vagar su mirada por los paisajes chinos antes de volver a la biblioteca donde se conserva Toute la mémoire du monde (1956), según el documental de Alain Resnais (en cuyos créditos figuran Anne Sarraute, Agnès Varda y un tal “Chris y Magic Marker”). El cineasta muestra la laboriosidad de esta institución nada polvorienta, un mecanismo con engranajes engrasados en almacenes inaccesibles para los lectores.
Una machine à penser que, mantenida a temperatura constante para su conservación, es también una machinerie digna del capitán Nemo. No es un mero depósito o lugar de almacenamiento, sino una máquina orgánica e incluso digestiva que “asimila” doscientos kilos de papel al día sólo para la sección de publicaciones periódicas.
Tanta modernidad molestó a Jacques Michaut, administrador de la Biblioteca Nacional que, en 1958, señaló la engañosa banda sonora al director: “La Biblioteca, oasis de silencio, meditación y estudio tranquilo, se presenta como el vestíbulo de una estación de tren o una fábrica de metal de antaño, ¡porque las fábricas modernas suelen ser silenciosas!” Entre lo serio y lo jocoso, propone preceder el documental con una advertencia o, mejor, una lectura intimista del sonido: “Esos chillidos y chirridos, esos martillazos lancinantes, esas series de golpes de yunque y zumbidos de sierra circular, ilustran las tormentas que atormentan los cráneos de los empleados y del Director. Es un estado de ánimo permanente, propio de quienes viven en silencio”.[13].
¿Qué Benjamin habría suscrito? También para él, este lugar es una máquina de pensar cuyos mecanismos coinciden con sus cavilaciones mentales. En la sala de Labrouste, recoge ideas y citas para los Pasajes bajo un cielo que, aunque pintado y polvoriento, es escueto; aquí se engaña a sí mismo diciendo que se alimenta de niebla y de nubes como los paisajistas chinos, y que tal vez viva mucho tiempo como ellos. Pero sólo dos años después, al precipitarse la situación política, Benjamin acaba pareciéndose a ese niño, mencionado en los Pasajes, que admira un Panorama que representa la Batalla de Sedán. Fascinado por la escena, lamenta con su madre que el cielo sea tan sombrío. ‘Así es el tiempo en la guerra’, replica ella.[14].
NOTAS
[1] Citado en W. Benjamin, Scritti 1934-1937, editado por Rolf Tiedemann, Hermann Schweppenhäuser, edición italiana editada por Enrico Ganni con la colaboración de Hellmut Riediger, Turín, Giulio Einaudi editore, 2004, p. XXI.
[2] Id. , p. XIII.
[3] Cf. Andrea Pinotti, El síndrome de China. Benjamin y el umbral aurático de la imagen, en Journal of Aesthetics, 52, 2013, pp. 161-180.
[4] W. Benjamin, Chinese Paintings at the Bibliothèque Nationale, en Scritti 1938-1940, vol. VII, editado por Rolf Tiedemann, edición italiana a cargo de Enrico Ganni con la colaboración de Hellmut Riediger, Turín, Giulio Einaudi editore, 2006, pp. 5-8, cit. p. 6.
[5] W. Benjamin, Chinese Paintings at the Bibliothèque Nationale, p. 6.
[6] Id., p. 7.
[7] Id., p. 7.
[8] En Écrits français, París, Gallimard, 1991, el editor de la edición Jean-Maurice Monnoyer admite: “Il ne nous a pas été permis de retrouver l’origine de poèmes, ni de la citation du peintre philosophe” (p. 258).
[9] W. Benjamin, Escritos 1923-1927, vol. II, editado por Rolf Tiedemann, Hermann Schweppenhäuser, edición italiana editada por Enrico Ganni Turín, Giulio Einaudi editore, 2001, p. 455.
[10] W. Benjamin, Los “pasajes” de París, editado por Rolf Tiedemann, edición italiana de Enrico Ganni, Turín, Einaudi, 2000, 2002, p. 512.
[11] W. Benjamin, Chinese Paintings at the Bibliothèque Nationale, p. 7.
[12] W. Benjamin, Los “pasajes” de París, p. 511.
[13] Citado en Alain Carou, Toda la memoria del mundo, entre el mando y la utopíaen “1895. Revue de l’association française de recherche sur l’histoire du cinéma”, 52, 2007, pp. 116-140.
[14] W. Benjamin, Los “pasajes” de París, p. 108.
Fuente: Antinomie.it