Marco Andreacchio / La verdadera pintura y el problema de la imitación

Arte, Estética

Existe una ruptura categórica entre la pintura clásica y la moderna (progresista o vanguardista), ya que la pintura moderna como tal deja de ser “imitación de la naturaleza” en el sentido clásico de la expresión, al escindir mecánicamente dos polos complementarios: nuestra sensación (o experiencia subjetiva) de las cosas y el concepto (objetivo) que nos forjamos de las cosas. A partir de estos dos polos cartesianos, o basados en la distinción moderna-maquiavélica valor/hecho, se despliega una dialéctica histórica.

¿Qué tipo de pintores debemos privilegiar: los clásicos o los modernos? ¿Es posible volver a la pintura clásica en nuestra época hipermoderna? En caso afirmativo, ¿qué pasos tendría que dar un estudiante de pintura para convertirse en un pintor clásico? Pero lo primero es lo primero: ¿cómo debemos interpretar o entender la pintura clásica?

La respuesta actualmente dominante a nuestra pregunta abierta apunta a “técnicas” y criterios cuantificables afines a los que Robert Williams, en el papel del Sr. Keatings, hace que sus alumnos rechacen por completo (aunque sólo sea en nombre de compulsiones sentimentales) en la película de 1989, La sociedad de los poetas muertos. Nuestra “conciencia histórica” nos impulsa a reconstruir el pasado de forma “científica” o positivista, y así intentar revivir el sentimiento del pasado -el elemento “subjetivo” de nuestros clásicos, aquí- a partir de una ordenación (o reordenación) de su génesis. En el caso de la pintura clásica, comenzamos examinando sus condiciones “objetivas”, incluidos los criterios técnicos y las reglas del oficio, cuyo dominio se supone que conduce al producto final: una obra maestra clásica. Al igual que el Dr. Frankenstein de Mary Shelley, trabajamos para convertir lo inanimado en algo animado, bajo el supuesto tácito de que el buen artista es un deus ex machina. Nuestro objetivo es la recreación, no la creación original; la imitación del arte, no de la naturaleza.

Como pintores(as) modernos(as) buscamos la pericia en el modo en que la materia inerte puede convertirse en un producto de la creatividad humana. No nos basta con crear; ahora somos responsables de examinar el modo en que la materia se transforma en un producto de arte. Debemos ser creadores críticos, creadores conscientes de lo que hacen, o maestros de la técnica o el método que abre la brecha entre un “estado de naturaleza” material y los artefactos vagamente entendidos como productos del ingenio humano. El arte se basaría entonces en la ciencia; nuestro savoir-faire, en nuestro conocimiento de principios concebidos en términos técnicos, incluso mecánicos.

Los pintores modernistas han aprendido a reconstruir científicamente la pintura clásica. Han aprendido a comprender la génesis de la obra maestra clásica en términos mecanicistas; han dominado el camino que conduce de los “hechos” sin valor a los valores concretos o “históricos” (y cotizables), los valores como productos de la creatividad humana. La apelación a valores abstractos, a-históricos, se desaconseja como distracción anacrónica del compromiso directo con el material que debe transformarse en valor concreto y objetivo: un artefacto precioso. El “concepto”, que para Hegel es clave para cualquier comprensión genuina del arte, se considera ahora “enemigo” del arte. Mientras que para Hegel el concepto (Begriff) evoluciona al ser negado constructivamente en el contexto de una dialéctica histórica, para el artista post-hegeliano y post-filosófico (que ha cambiado la Razón de la Historia por el absurdo de la Historia) el concepto es una mera “abstracción literaria” que constituye un obstáculo para la práctica del arte. Así pues, hoy en día, los artistas buscan la emancipación de los sentimientos de cualquier principio rector general, que de este modo se sustituye necesariamente por la preocupación por las técnicas especiales. Al apartarse del principio rector de la pintura clásica, o más exactamente al abandonarlo, la pintura moderna ya no busca orientación en la naturaleza, sino que la “encuentra” fuera de la espontaneidad natural. En efecto, la espontaneidad natural se concibe como un mero sentimiento carente de inteligencia. La inteligencia que antes se buscaba como latente en la naturaleza se supone ahora suministrada por una inteligencia impuesta a la naturaleza. El sentido -y, por tanto, también el valor y el orden- de la naturaleza debe ser sustituido por el sentido histórico o el sentido que adquiere la naturaleza al ser transformada por una técnica que evoluciona a partir de la naturaleza.

Con respecto al origen o naturaleza propia de la pintura -es decir, a lo que la pintura es en sí misma-, la pintura moderna no puede sino ser una impostora. La pintura como tal deja de ser verdadera cuando se cierra al valor inherente o natural de los hechos y, por tanto, cuando rechaza una jerarquía natural de los fines. El pintor que considera que los hechos carecen de valor natural es un impostor. La pintura clásica es necesariamente “imitación de la naturaleza” en el sentido de que no es simplemente la (re)producción de belleza agradable, sino el espejo de la verdad, que incluye tanto lo bello como lo feo, tanto el placer como el dolor, tanto la luz como la oscuridad (no como propiedades meramente visuales, sino primordialmente espirituales). La imitación de la naturaleza presupone que la naturaleza es un modelo al que admirar, que tiene un valor inherente. La imitación no es meramente “objetiva” o “extrínseca” y, por tanto, mecánica: al imitar la naturaleza, el pintor verdadero o clásico sigue los pasos de la naturaleza, accediendo a su propio Camino. No considera la naturaleza desde ningún “punto de vista”, si no de forma totalmente accidental. Deja de acercarse a la naturaleza de manera vulgar, o como lo hacen los no pintores ordinarios.

Llegar a ser pintor -un verdadero pintor- implica una conversión perceptiva por la que dejamos de mirar a nuestro modelo desde fuera de él, entregándonos o exponiéndonos enteramente a él, para que viva dentro de nosotros. En este sentido, no hay actividad más compasiva que la pintura. El pintor debe dejar que su modelo viva en él.

Esto no quiere decir que el pintor deba reducir la alteridad del modelo a sí mismo, sino que debe morir al modelo, permitiendo que el modelo -su movimiento y carácter (modo y manera)- le “posea”, hable en él. Todo lo que el pintor consigue es, propiamente hablando, el trabajo de los muertos, un trabajo de otro mundo que implica la exposición de la naturaleza a su cumplimiento eterno. En otras palabras, el pintor debe buscar la verdad permanente o el sentido original de la naturaleza.

Ahora, en el mundo moderno, se oscurece el telos esencial o “camino” del pintor donde se manifiesta lo oculto y se descubre la verdad como síntesis final del principio (la naturaleza) y su descubrimiento (el hombre histórico). Los cuadros antiguos son sustituidos por imágenes que, en sentido estricto, no significan nada (en sí mismas). Al ser el espectador quien define su significado, las imágenes pertenecen en última instancia a la esfera de la publicidad, o de la propaganda: de la pretensión, más que de la contemplación pura y heroica; de la ideología, más que de la devoción impersonal y desinteresada; de la autocomplacencia, más que de la reverencia piadosa. Ya no se trata de relacionar la naturaleza física con la naturaleza divina/divina, oculta, o lo profano con lo eternamente sagrado, ahora lo profano se eleva a la categoría de sagrado haciendo que la pintura antigua resulte anacrónica en el mejor de los casos, o directamente blasfema. Hoy en día, parecería absurdo que la pintura rechazara conscientemente el nuevo imperativo de incorporar lo sagrado a lo profano mediante un esfuerzo de divulgación incondicional e inflexible, la conversión en vulgar de la santidad, la reducción de la espontaneidad a una compulsión apremiante. Se supone que la divulgación supera el impulso aristocrático de los místicos, del mismo modo que la imitación de la naturaleza debe interpretarse como asimilación (mecánica) de la naturaleza a una máquina, forma consumada de toda apropiación mecánica. Pero la máquina que ya no presupone un soporte natural permanente es lo que llamamos tecnología, cuyo trabajo propio consiste en apropiarse de su soporte natural para producir uno nuevo para sí misma, uno en el que la tecnología pueda estar “en casa” de forma definitiva. Pues el nuevo soporte es a la vez la Meca en la que la tecnología puede mirarse como Dios, creador de su propio mundo.

El nuevo creador puede crear virtualmente “directamente de sí mismo” o ex nihilo, en la medida en que puede pretender, en el ámbito de su mundo virtual, haber superado la mediación natural. Sin embargo, la naturaleza no es superada, sino simplemente oscurecida con respecto a su dimensión trascendente: la presencia de la naturaleza es reconocida como la de un mero combustible. Tal es la concesión que el nuevo pintor-publicista se ve obligado a hacer cuando se ocupa de su empresa designada, sustituyendo así la vieja pintura contemplativa por una nueva dedicada a un efecto de “conmoción y sobrecogimiento” que compense la muerte del Dios oculto de la naturaleza.

A pesar de su postura de creador absoluto, el pintor que produce una obra de arte como mercancía desprovista de valor inherente, por oposición al valor mecánicamente atribuido o cuantificable, imita una cierta noción de la naturaleza como res extensa sin alma. La violencia de una naturaleza constreñida dentro del laboratorio de la Historia moderna se refleja en la violencia de una nueva pintura que cierra la puerta a todo pensamiento de trascendencia. Se supone que la nueva pintura confirma la irrelevancia práctica de las cuestiones metafísicas para la ética, o el borrado del diálogo entre lo divino y lo humano. En lugar de servir de ventana al Más Allá, el nuevo cuadro se erige como un Muro que justifica una vida cerrada a cualquier Más Allá. El nuevo cuadro transmite entonces un masaje destacado: la libertad sólo puede prosperar verdaderamente con la muerte de Dios, del Dios vivo o peligroso que cuestiona todas las certezas humanas, y que es, al fin y al cabo, la Primera Pregunta.

¿Cómo influye la lectura moderna de la libertad en la “formación” del pintor? El pintor ya no mira a los Maestros Antiguos como modelos a emular, sino como material a utilizar en el camino hacia la creación de lo Nuevo en un mundo de Novedades. Sólo lo que es eminentemente nuevo merece un lugar en nuestro Nuevo Mundo, el orden consagrado a lo nuevo como presente-más-allá-del-pasado, un presente que escapa a toda recaída en el pasado al no recibir ya el futuro como regalo, sino construyéndolo mediante una lucha continua, reconcebiendo el futuro como producto del nuevo presente. El nuevo presente, pues, va de la mano de un nuevo futuro, mientras que el pasado -lo viejo, lo que retrocede- perdura como mero peligro que justifica nuestra huida de él.

¿Qué tienen de “peligroso” los maestros antiguos? El “delirio” de lo ajeno, su “espíritu aristocrático”, su apelación a fines ostensiblemente irrelevantes para nuestro nuevo mundo, nuestro mundo de lo nuevo. Los Maestros Antiguos remiten a la eternidad que nosotros, ahora, consideramos un obstáculo históricamente determinado para la iluminación, para la emancipación, para que seamos nuestro poder, para que seamos todo lo que podemos ser. Para ser lo que podemos ser, para convertir nuestro ser en poder, debemos desencantarnos por completo ante el problema de la eternidad. La eternidad como Otro frente a nuestra existencia no puede ser más que una ilusión producida por seres no integrados en el flujo (ya sea una marcha, una carrera o una huida) de la Historia. Ese flujo es lo único que realmente cuenta, lo único “pertinente”, donde la pertinencia es lo único que realmente cuenta. ¿Relevancia para qué? Para el propio flujo, sin duda; relevancia para la apoteosis de lo nuevo, para el flujo que escapa a la muerte en un presente que construye su propio futuro y que se convierte en el futuro, el futuro como verdad sobre el presente: creatividad sin ataduras.

¿Qué ocurre aquí con la noción de ascenso histórico hacia el futuro, con la noción de progreso histórico? Al liberarse el presente del espejismo de la eternidad, o cuando el presente se “realiza” como construcción de la eternidad en términos de Futuro, el tiempo ya no avanza, sino que se expande como espacio: “coloniza”, o se apropia de la Otredad como extensión sin sentido. La trayectoria lineal de la Historia es sustituida por la “circular” de la Geografía. El tiempo histórico se convierte en tiempo mítico, horizonte de una nueva imaginación desvinculada de todo ser eterno “prehistórico” o metafísico.

Ya no hay tiempo histórico, hoy, en la medida en que “el hoy” no hace sino replicarse o reproducirse creando y entrando en su propio mañana. El mañana surge como la marca de la expansión del hoy, la perpetuación de lo nuevo, de la noticia como forma consumada de compulsión; una forma alimentada estrictamente por nuestras compulsiones, ya que éstas se reúnen sin padre en nuestro paisaje post-metafísico.

¿Qué ha ocurrido aquí? Se ha anulado el arraigo clásico de la creación artística en la generación natural, por lo que se supone que un nuevo arte sirve de fundamento a toda generación; de ahí el establecimiento de una nueva espontaneidad sobre la base de la astucia. El secreto clásico que sustentaba la distinción entre naturaleza y arte es sustituido, o más bien eclipsado, por una nueva síntesis de naturaleza y arte. Este es el núcleo del proyecto moderno: recrear la naturaleza en función del arte, la generación sobre la base de la creatividad (una nueva “postmetafísica”, por cierto).

A lo largo de la Edad Media se nos recuerda la creación divina o primordial mediante un acto intelectivo en el que el ser eterno se transporta por entero, de modo que la creación es esencialmente intelectiva, u ordenada significativamente como una determinación que significa la indeterminación absoluta del ser eterno. Es decir, las criaturas o seres creados (entia) significan algo en un sentido innato; son inherente o esencialmente significativos. Ahora bien, en el contexto moderno, la noción “platónica” clásica de que los seres creados tienen un significado inherente se rechaza en favor del perspectivismo, que es una doctrina o actitud en virtud de la cual el significado es siempre extrínseco o relativo a un espectador exterior. Se supone que el sentido surge a posteriori, como una “atribución simbólica” que nos permite hacer uso de las cosas. Desde este punto de vista, las “cosas” -o el contenido discreto de nuestra experiencia de la vida cotidiana- no se crean originalmente, sino que se generan de forma material o irreductiblemente mediada. El universo físico simplemente nace, surge o evoluciona. ¿Dónde nos deja esto a nosotros, agentes de atribuciones morales y conceptuales? Se supone que el hombre está dotado (a través de la evolución material) del poder de inventar o crear significado como forma en la que la materia puede encajar para servir a nuestras necesidades ad hoc, o de manera expeditiva. Se supone que sobrevivimos o afirmamos nuestro linaje reuniendo el movimiento físico en formas que creamos aparentemente ex nihilo.

Lo que tenemos aquí es una variante del nominalismo medieval, o la noción de que las palabras no significan cosas en sí mismas, en el sentido de que son (supuestamente) meras atribuciones flotantes que nos ayudan a hacer frente a cosas que de otro modo carecerían de sentido. El nominalismo moderno “mejora” a su predecesor medieval complementándolo con la noción de que nuestras atribuciones conceptuales y morales no son meramente útiles para hacer frente a un mundo efectivamente sin Dios; esas atribuciones pueden ayudarnos a transportar “materia” a la creación de un nuevo mundo de “cosas” simbólicas, donde podemos fingir que somos los creadores de la generación, en la medida en que experimentamos la generación en una plataforma técnica.

En el mundo moderno de la experiencia simbólica, nos erigimos en guardianes, garantes e incluso salvadores de la naturaleza, pues se supone que somos los creadores de sus formas. Se supone que estas “formas simbólicas” dan sentido a la naturaleza y, en este sentido, la “crean” al definir la identidad de la materia; de este modo, lo que ahora llamamos naturaleza viene a presuponer las formas que le atribuimos ex machina, siendo nuestro objetivo el trasplante de la naturaleza/materia al escenario de la creatividad humana, o el impulso egoísta por el que atribuimos significado a cosas que de otro modo carecerían de sentido.

En nuestro contexto moderno, en el que la pintura está llamada a contribuir al trasplante de la naturaleza al escenario de las creaciones simbólicas del hombre moderno, ¿cómo puede el pintor ofrecer su contribución? Reduciendo toda producción de imágenes a procedimientos mecánicos, apoyándose, hoy en día, en la medida de lo posible en máquinas neocartesianas como nuestros ordenadores. Con el despliegue del mundo moderno, los pintores van a ser sustituidos progresivamente en su totalidad por los ordenadores y las redes digitales que entran en la categoría de “Inteligencia Artificial” (I.A.): inteligencia basada, no en el ser eterno (como lo es el acto intelectivo generado por Dios, según nuestros clásicos premodernos), sino en fuerzas mecánicas ininteligibles.

Con la I.A., la inteligencia es una superestructura para la pura materia, del mismo modo que la conciencia sirve de fachada para el inconsciente. Libre de toda preocupación premoderna, la I.A. está en la mejor posición para sustituir a los viejos pintores, llevando a cabo la formidable tarea de organizar o formatear los fundamentos materiales de nuestra experiencia en estructuras formales-digitales que puedan replicar nuestra experiencia abstraída de todos los obstáculos para la consolidación terminal de una sociedad tecnocrática, o una sociedad virtual o simbólicamente perfectamente autónoma o limpia de limitaciones metafísicas. De hecho, la nueva sociedad “formal” emerge para postularse como su propio límite metafísico, o aquello por encima de lo cual no hay potencialidad.

Los pintores de hoy en día están condenados a no comprometerse sin concesiones en una rebelión radical contra los dictados de la modernidad. Cualquier compromiso espiritual no sólo comprometería tangencialmente a la pintura, sino que la llevaría al camino de su extinción, donde el pintor sería sustituido por una máquina informática fundamentalmente inconsciente. Pero, ¿dónde empieza la “rebelión”? No puede empezar desde la pintura, porque antes de ser pintores somos hombres ya “contextualizados” o “enmarcados” por el discurso moderno. El discurso moderno, su propio telos (orientación, articulación y fin), debe ser contrarrestado por un discurso clásico que vincule la vida sensorial, o el sentimiento, a la intelección pura, o al matrimonio de la cosa y la intuición (adæquatio rei et intellectus, por citar una fórmula medieval). Hay que volver a una concepción de la generación no mediada por artificios humanos y, por tanto, a un sentido común o imaginación no mediada por el cálculo. A menos que el pintor vuelva a una espontaneidad presupuesta por toda deliberación humana (elección determinada a posteriori con respecto al surgimiento ordinario de los contenidos de la experiencia), está condenado a dejar que su sentimiento sea mediado/canalizado por nuestro Leviatán tecnológico y alimentado por él. Sin embargo, la espontaneidad es insostenible sin un anclaje próximo. A menos que recuperemos un anclaje tradicional en la autoridad ancestral y un sentido concomitante de gratitud hacia nuestros Padres, estamos condenados a poner nuestra espontaneidad al servicio de la astucia, dejando que sea manipulada para servir a fines que le son ajenos.

En resumen, la vuelta a la emulación de los maestros antiguos es una condición sine qua non para cualquier resistencia exitosa a la embestida de la pintura, de la propia humanidad, llevada a cabo por el Régimen tecnológico. Una vez más, el éxito de la emulación no puede ser mecánico. Debemos emular a nuestros Padres, no sólo desde lejos, sino entablando un diálogo íntimo con ellos, siguiendo sus pasos, viviendo como ellos, no en el sentido de que debamos pretender ser como ellos, sino en el sentido de que debemos buscar lo que ellos buscaron, razonando como ellos razonaron. Cuando su razón se convierta también en la nuestra, nos liberaremos del miedo que reprime nuestras inclinaciones naturales, o nuestro deseo natural y los sentimientos que constituyen su envoltura exterior. Sólo entonces la espontaneidad fluirá sin mancilla hacia su fin o bien propio, de modo que el flujo será racional sin ser antinatural.

La discrepancia entre lo sensorial y lo puramente intelectivo se explica por y en un razonamiento clásico que antaño se denominaba “poético”, en contraposición a “científico-instrumental”. La razón/discurso poético de la premodernidad (incluida la “antigüedad medieval”) se erige en mediador adecuado entre los sentidos y la intelección pura. La discrepancia entre ambos polos corresponde, como muestran sistemáticamente nuestros clásicos medievales, a la discrepancia categorial entre generación y creación. La intelección, se nos enseña, nace directamente del ser eterno, conservando su eterna indeterminación, mientras que la creación física se altera sustancialmente con respecto al ser eterno; pues el ser físico está determinado. Como tal, refleja el ser indefinido como un signo/señal, como de otro mundo. Mientras que la doctrina platónica medieval de la creación ex nihilo implica la emanación de la indeterminación divina o eterna en determinaciones físicas/temporales, esa emanación es intelectiva en el sentido de que contiene sus creaciones como determinaciones noéticas dentro de sí misma. Es a través de su reunión “intelectiva” o providencial (del latín pro-video) de las determinaciones en su indeterminación originaria, que el ser divino emana seres determinados de sí mismo. Los emana, no a través de (y/o en) una “materia” ajena a sí mismo, sino a través de la actividad intelectiva de las formas inteligibles que constituyen el verdadero contenido del ser eterno mismo, o del sentido primordial del ser (a este respecto, la cuna/vientre de la creación es el ser eterno mismo, por oposición a cualquier “materia” externa a él).[1] En última instancia, se trata de “formas de inteligibilidad” o “seres de intelección pura”: seres estrictamente dentro del pensamiento o la mente pura. El ser eterno está realmente presente en los seres físicos a través de su “voz” intelectiva, o en el acto divino de reunir lo físico en lo puramente noético. A través de, o más bien como Intelecto, el ser eterno divino crea formas que están necesariamente abiertas a la plena inteligibilidad, sin estar nunca al margen o fuera de la intelección. Lo sensorial se sitúa al margen de la intelección, pero nunca fuera de ella. Estar totalmente fuera de la intelección es simplemente no ser, o “caer” en la negatividad absoluta. Aquí podemos hablar de pura ausencia de ser, o de la sombra permanente del eterno agente intelectivo del ser, es decir, de lo que las formas de las cosas son en última instancia u originariamente.

El ser eterno emana en las determinaciones físicas inteligiblemente, o en el acto de darles sentido, de definirlas frente a la indeterminación noética, como signos de su perfección originaria. Lo que media entre los signos y su referente es el acto intelectivo/reuntivo en virtud del cual la creación es directa (no mediada) al tiempo que conserva la independencia de su fuente. ¿Cómo es esto posible? Mientras que lo creado es otro con respecto al creador, éste se determina en lo físico como chispa u ocasión de intelección -una “motivación” para volver a sí mismo.[2]

La verdadera pintura se relaciona con lo físico como “motivación” divina para ascender de nuevo a lo divino mismo. En el contexto de la ascensión del pintor a lo divino como cuna propia de los seres, el pintor se “entrena” en dar testimonio de la verdad sobre las formas externas. En verdad, las formas no son meramente “externas” u “objetivas”, sino que están “en Dios”, lo que equivale a decir que son primordial o radicalmente inteligibles, o abiertas a la pregunta. Pasar de las formas “opacas” a las formas transparentes a la conciencia, ésa es la esencia de la pintura. Al margen de esa esencia, la formación del pintor sigue siendo una vana pretensión.

* Un primer borrador del presente artículo apareció en la revista The Muse Commands, nº 2 (2022).

NOTAS:

[1] Sólo desde la “perspectiva” de la alienación del ser eterno nuestro mundo está “caído” fuera de lo eterno, dentro de la sombra o ausencia del ser.

[2] El platonismo tradicional esbozado aquí en términos “medievales” proporciona el telón de fondo apropiado para la salida del pintor del “circo de las palabras”, entrando en el campo abierto de las palabras ocultas en la naturaleza; saliendo de la caverna platónica y entrando en una Ciudad de las cosas-mismas (res ipsae), donde el discurso es siempre a la vez humano y divino.

Fuente: Voegelin View


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