Joaquín Pérez Arancibia / Que yo sepa, nadie ha muerto por llorar

Estética, Filosofía

Esta (nuestra) época apropió un discurso acerca de la felicidad, el estar-bien-por-sobre-cualquier-cosa que probablemente trastoca nuestra más íntima capacidad de sufrir, y con ello, de sanar. Como si fuésemos dos polos de una misma dimensión, o dos caras de una moneda, o la luz y la sombra de un objeto, se volvió primordial evidenciar, dejar registro tangible, de aquello que solamente alumbra artificiosamente nuestros sentidos. Y quizás ni siquiera eso: de la capa más superficial de nuestros sentidos, esa capa donde todo entra ligera y rápidamente en la comprensión de los sujetos. La dificultad, la complejidad y la perplejidad no tiene admisión, son totalmente expatriados de aquella nacionalidad mainstream que es la felicidad/facilidad vacía. ¿En qué momento, dentro de aquella estética cotidiana del día a día, condenamos al exilio a aquel dolor que sin duda nos permite constituirnos como ser humano?

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Casi a la manera de cuadro renacentista, atormentada por un dolor que la atraviesa corporalmente, somete sus facciones, encorva su tronco y se auto amarra a sí misma frente a un dolor que sin ver podemos sensiblemente experimentar. Toda la disposición de la imagen, la conceptualidad del dolor propio, desprovisto de aquella caridad neoliberal, atribulada por un soporte bibliófilo que encuadra la escena, muestra ese autoconsuelo, que pudiera eventualmente ser sanador pero sin duda es inevitable. Como todo lo realmente humano, si se piensa detenidamente.

Si bien no disponemos de la totalidad de su rostro, su parcialidad no quita latencia a la emoción que se padece. Una frente que muestra surcos perfectamente definidos, una respiración angustiosa, una leve lágrima que decanta por un pómulo ensanchado. Las manos cruzadas en el pecho, parecieran asfixiar un cuerpo que de por sí ya se ve sin ese aliento vital que sobrepone a todo sufrimiento. En el fondo, un duelo sostenido y sin consuelo próximo, un dolor inevitable o un rito desacoplado.

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Eugenia Prado Bassi, escritora. Editora, persona de escritura destemplada de los géneros literarios, de mano desbordada e ímpetu alentador. Quien transita permanentemente por grietas que perviven al estuco estético de las ideas pulcras, busca, en un ejercicio de cotidiana experimentación pero profunda relevancia, incomodar. Algo que muchas/os pretenden pero pocos/as ostentan. Porque incomodar pasa primeramente por pulsión juvenil, luego por desacato generacional y luego como triste recuerdo de un pasado lejano. Incomodar, realmente incomodar, perturba el estado natural de la normalidad cotidiana, omite el tiempo insoslayable y apertura una ralentización de la conciencia. Abre un canal, construye una tangente a la linealidad de la rutina y apertura una reflexión que no es sino otra cosa que una pausa.

¿Una poética del dolor quizás? Sería desmesurado responderlo. De todas maneras, queda una semblanza, una interrogación impregnada en el cuerpo de quien lo palpa, queda algo de ese dolor tan cotidiano pero a la vez tan ajeno, que parece empatizar al mismo tiempo que se muestra distendidamente lejano. La disposición fotográfica, aquella que rememora la vida dentro de una sesión de Zoom, hace que probablemente sea considerable y oportunamente más presente, porque nos han hablado del dolor en pandemia, a destajo inclusive, pero caben serias dudas que se haya visto con la cotidianidad de un meeting de Zoom.

Pueden ser mil cosas más. Pero la imagen tiene algo que desola el semblante y deja con escarchas estas manos de otoño.

Para ver este ejercicio de duelo:


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