Rafael Rubio / Sobre País de las hojas de Aldo González Vilches

Poesía

País de las hojas es un título engañoso, que bien podría encabezar una colección de poemas láricos o titular un libro del propio Teillier. Pero aquí no encontraremos esa nostalgia del futuro que trasunta el lenguaje del poeta de Lautaro, ni el realismo secreto como la búsqueda de símbolos ocultos tras la apariencia de la naturaleza. Tampoco está la recuperación de la infancia como el lugar donde los mitos preservan su pureza, ni el paisaje como telón de fondo de una nostalgia, predominantemente objetivada en el bosque. El engaño inducido por el título se disipa cuando planteamos que “hojas” no remite solo a hojas de los árboles, sino también a “expedientes”, “documentos burocráticos”, poemas, etc.

El rumor de la lengua como la “jerga de la llaga” nos habla de un lenguaje que no nombra el dolor, sino que está constituido por el dolor, como un territorio cercado por los buitres. Podríamos pensar el dolor del lenguaje de un país, como el trauma que constituye la implantación de una lengua en tierras conquistadas con toda la carga de violencia que implica una llaga y una herida. Un trauma que toma la forma de una tradición, un legado que se transmite de generación en generación, y que intenta purgarse en cada acto de habla, en cada poema que se escribe sobre las hojas de un país. Así, el solo hecho de hablar una lengua revive ese trauma, y al revivirlo ofrece la posibilidad de una reparación. Hablar es ya un acto doloroso, que revive un padecimiento colectivo a la vez que interviene en la historia de un país. La historia de un país es la tradición de un dolor asimilado bajo la forma de un discurso, escrito en las hojas de los árboles. El dolor se transmite por vía paterna. Lo dicen los pájaros que conocen la verdad de los hombres por el solo hecho de cantar. El canto, en estas circunstancias, podría llegar a sanar esa herida, si no se limitara a poner el dedo en la llaga. La poesía no es un analgésico, sino un método para localizar el dolor y transformarlo en un lenguaje que sea capaz de trascenderlo hacia lo que podríamos llamar “experiencia estética”. Esta definición puede parecer algo dogmática. El lenguaje poético es muchas cosas a la vez. Entre ellas, constituye un discurso político, cuya función sería la de delatar la ideología encriptada en el lenguaje, entendiendo por ideología el conjunto de pensamientos erróneos, socialmente condicionados y destinado a la hegemonía de una clase social sobre otra. El canto o la poesía, al purificar el lenguaje de esas excrecencias ideológicas, lo purifica. La poesía, pues -como pedía Mallarmé-, purifica el lenguaje de la tribu y, en ese sentido, construye una imagen de país, donde se pueda hablar a salvo del trauma escrito sobre las hojas y su viejo rumor. El trauma que subyace a todo lenguaje se purga, de alguna manera, al someterlo a una subversión de las normas con que ese lenguaje es hablado. Y eso es lo que hace, precisamente, la poesía: abolir toda moralidad adherida al lenguaje.

“En este país no se mueve una hoja sin que yo no lo sepa”; ese notable verso proferido por uno de los mayores poetas malditos de Chile funda una nueva historia en este país, la historia del miedo como forma rectora de las relaciones sociales. La vigilancia institucionalizada amenaza la vida privada de una comunidad que teme ser sorprendida en su cotidianeidad íntima en algún acto –o pensamiento- reñido con las imposiciones del régimen imperante. A un lado, la sumisión; al otro, la muerte. El citado verso del señor de los malditos supone una clara ambigüedad, en lo que respecta al uso de la palabra hoja: papel de archivos y expedientes u hojas de los árboles. Es decir, es tal el poder de la vigilancia institucional que ni las hojas de los árboles se mueven sin que el maldito lo sepa. Pero un país de hojas es también un país que funda su cultura sobre la escritura poética; donde los poetas fundacionales (Huidobro, Neruda, de Rokha, Mistral) no solo inauguraron una tradición nueva, sino una forma de entender, representar y concebir un país. Y lo hicieron a partir de un dolor colectivo ante el que se situaron como portavoces. “Hablad por mis palabras y mi sangre” (Neruda). Todo lenguaje es el código del dolor. Toda lengua está hecha de harapos. Desde otra perspectiva, el País de las hojas son también las hojas de un paisaje, palabra emparentada etimológicamente con país. Creemos ser país y apenas somos paisaje, afirma lúcidamente Nicanor Parra, aludiendo al hecho de lo que constituye nuestra identidad es un conjunto de lugares comunes profusamente abordados por nuestros poetas: la Cordillera de los Andes, la Cordillera de la Costa, el Océano Pacífico, el Desierto de Atacama.

País de las hojas se abre con un gesto inaugural, un bautizo: “Te bautizo, país/ Chillido de ave”. Es decir, el país es el sonido emitido por un pájaro, no el canto –pletórico, gozoso, melódico- sino el chillido inarmónico que puede ser expresión de dolor, o miedo; ¿el chillido del cóndor, el pajarraco emblemático de Chile? El reemplazo del canto por el chillido constituye una ruptura del relato lírico de un país hecho de grandes paisajes, y de bardos que “cantan” la belleza de su flora y fauna, sobre todo si consideramos que “canto” funciona como una metonimia de poesía. El autor deja constancia de un diálogo con el país: “Nación/ Llámame nación/ túnica de hilachas”. A lo que el poeta responde: “Bosque/ Prefiero llamarte bosque/ latir de plumas”, donde plumas también se relaciona con “escritura” y “pájaro”, como una imagen que redime a la nación de su apelativo “túnica de hilachas”.

País de las hojas, finalmente, es un libro que aporta varias miradas hacia lo que nos constituye como paisaje, en el sentido de lugar o paraje que se mira como objeto de contemplación. El paisaje supone un lugar donde sus constituyentes están trabados por el misterio, que no es otra cosa que lo poético. Así, País de las hojas es también un paisaje que se ofrece a la mirada como un árbol o una montaña, un paisaje como un país hecho de hojas sobre las que se escribe el dolor y la esperanza. Muy pocos libros se revelan en el título mismo, como propuesta poética. País de las hojas ya es un poema, que será desarrollado en el transcurso del libro, ampliándose hacia otras zonas de nuestra experiencia individual y colectiva.

En resumen, hay poesía y eso ya es un logro significativo en el contexto actual, en que se escriben muchos versos, sin esa carga al máximo de sentido que Pound exigía para la palabra poética. En un país de poetas, la prosa es ley. País de las hojas es poesía genuina.

Aldo González Vilches, País de las hojas, Editorial Desbordes, Santiago, 2018

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