Es al menos singular que no nos cuestionemos el hecho, no menos inesperado que inquietante, de que el papel de líder político sea cada vez más a menudo asumido por actores: es el caso de Zelensky en Ucrania, pero lo mismo ocurrió en Italia con Grillo (eminencia gris del Movimiento 5 estrellas) e incluso antes en los Estados Unidos con Reagan. Es ciertamente posible ver en este fenómeno una prueba del declive de la figura del político profesional y de la creciente influencia de los medios de comunicación y la propaganda en todos los aspectos de la vida social; pero es evidente en cualquier caso que lo que está ocurriendo implica una transformación de la relación entre política y verdad sobre la que hay que reflexionar. Que la política tuviera que ver con la mentira es, de hecho, obvio; pero esto simplemente significaba que el político, para alcanzar objetivos que consideraba desde su punto de vista verdaderos, podía sin demasiados escrúpulos decir lo falso.
Lo que está ocurriendo ante nuestros ojos es algo diferente: ya no hay un uso de la mentira para sus propios fines políticos, sino, por el contrario, la mentira se ha convertido en sí misma en el fin de la política. La política es, es decir, pura y simplemente la articulación social de lo falso. Se entiende entonces por qué el actor es hoy necesariamente el paradigma del líder político. Según una paradoja que desde Diderot a Brecht nos ha hecho familiares, el buen actor no es, de hecho, el que se identifica apasionadamente con su papel, sino el que, conservando su sangre fría, lo mantiene por así decirlo a distancia. Parecerá tanto más verdadero cuanto menos oculte su mentira. El escenario teatral es, es decir, el lugar de una operación sobre la verdad y la mentira, en la que se produce la verdad exhibiendo lo falso. El telón se levanta y se cierra precisamente para recordar a los espectadores la irrealidad de lo que están viendo.
Lo que define hoy la política – convertida, como se ha dicho eficazmente, en la forma extrema del espectáculo – es una inédita inversión de la relación teatral entre verdad y mentira, que busca producir la mentira a través de una particular operación sobre la verdad. La verdad, como hemos podido ver en estos últimos tres años, no se oculta y sigue siendo fácilmente accesible para cualquiera que quiera conocerla; pero si antes – y no sólo en el teatro – se alcanzaba la verdad mostrando y desenmascarando la falsedad (veritas patefacit se ipsam et falsum), ahora se produce en cambio la mentira por así decirlo exhibiendo y desenmascarando la verdad (de aquí la importancia decisiva del discurso sobre las fake news). Si lo falso era en su tiempo un momento en el movimiento de la verdad, ahora la verdad sólo vale como un momento en el movimiento de lo falso.
En esta situación el actor se siente como en casa, aunque, en comparación con la paradoja de Diderot, tiene que duplicarse de alguna manera. No hay ya un telón que separe el escenario de la realidad, que – según un truco que los directores modernos nos han hecho familiares, obligando a los espectadores a participar en la representación- se convierte en sí misma en teatro. Si el actor Zelensky resulta tan convincente como líder político es precisamente porque logra proferir siempre y en todas partes mentiras sin ocultar nunca la verdad, como si ésta no fuera más que una parte ineludible de su actuación. Él -como la mayoría de los líderes de los países de la OTAN- no niega el hecho de que los rusos hayan conquistado y anexado el 20% del territorio ucraniano (que, por cierto, ha sido abandonado por más de doce millones de sus habitantes) ni que su contraofensiva haya fracasado por completo; tampoco que, en una situación en la que la supervivencia de su país depende completamente de financiamiento extranjero que puede cesar de un momento a otro, ni él ni Ucrania tienen ninguna posibilidad real por delante. Es decisivo, por tanto, que, como actor, Zelensky provenga de la comedia. A diferencia del héroe trágico, que debe sucumbir ante la realidad de hechos que desconocía o que creía no reales, el personaje cómico hace reír porque no cesa de exhibir la irrealidad y la absurdidad de sus propias acciones. Ucrania, una vez llamada la Pequeña Rusia, no es, sin embargo, una escena cómica y la comedia de Zelensky no puede sino convertirse en última instancia en una amarga y realísima tragedia.
Fuente: Quodlibet.it

