Carlos del Valle R. y Mauro Salazar J. / Genealogía de un laissez faire Oligarquizante

Filosofía, Política

La tradición no es una cosa que se recibe, sino que se gana con esfuerzo; encierra el sentimiento de la historia, es un sentimiento de la historia en el que se unen el tiempo y aquello que trasciende al tiempo, y es lo que hace que el hombre [sea] tradicional” TS Eliot, 1919.

Luego del orden fáctico implementado bajo la “modernización pinochetista”, el conservadurismo de la vieja república -1938/1973- no puede ser imputado desde un continuum con las premisas que inspiraron el programa encabezado por los Chicagos Boys (1976). No existe una relación evidente entre pensamiento conservador y partidos de derechas. De otro modo, abundan mixturas e indicios de conservadurismo libidinal, centrista o de izquierdas. También existe revolución conservadora.

Por fin, no es posible hablar de una “ontología unitaria” en el entramado liberal-conservador. Carlos Ruiz y Renato Cristi han consagrado algunos análisis a la “singular transición ideológica” de Jaime Guzmán (El pensamiento conservador en Chile, 1992). Tal nudo se extiende desde Jaime Eyzaguirre (un devoto hispanista), Osvaldo Lira (tomista hispánico), Encina (antihispanismo), Michael Novak (la teología americana de la vía media), hasta el propio Hayek (aceleración de los mercados). De suyo, las tesis prevalentes de Mario Góngora (planificaciones globales), que concedió el voto a Salvador Allende, quedan excluidas de facto del itinerario modernizador de los años 80, toda vez que el bullado pacto chicago-portaliano abjura de ontologías y categorías antropológicas. El pregón será «facticidad» y «presentismo».

El “momento conservador” no es un universal genérico, invariante, o una identidad cristalizada como se suele sostener en el campo de las izquierdas, y su rezago cognitivo, sino un concepto trenzado que goza de “porosidades”, “efectos de contaminación” y trayectorias inestables. El árbol “genealógico” como un concepto mixto, más allá del sujeto de fe, dota al término de una sistematicidad, perdiendo univocidad en sus hermenéuticas políticas.

Y así, aumenta la heterogeneidad discursiva, la demografía oscila bajo un campo de fuerzas que invocará diversos rostros y acentos que no responde a un régimen monolítico. Si bien el núcleo gravitacional de “lo conservador” –como raíz o incluso formación discursiva– se suele oponer a reformismo, progresismo, marxismo y democracia, tal cuestión fue capturada por la fuerza fáctico-discursiva de la dictadura chilena, devenida en vanguardia especulativa del capital. Pero ello no agota sus posibilidades de sentidos.

Más allá de las insalvables diferencias ideológicas, no es que Jaime Guzmán pueda ser reducido sin más al binomio economía más moral. Quizá el ideólogo de la Dictadura realizó la más intensa “revolución liberal-conservadora” erotizando el campo de los servicios, sin ceder a la bancarrota de las axiologías. No es solo “demonología”. Con todo, el dispositivo (anestésico) de los consumos simbólicos y digitales, fue capaz de sostener gobernabilidad y desigualdad estructural en los años 90’. En suma, credencialismo globalizante y estéticas del “body positive”.

Ello nos permite identificar al conservadurismo como un sistema de creencias que –parafraseando a Alberto Edwards– apela a la figura de un Estado soberano e impersonal (que el propio historiador reconocía en la figura de Carlos Ibáñez del Campo). Tal pasaje fue hostil con aquellas posiciones utilitaristas que están en la base del paradigma aplicado en los años 80 (privatizaciones del shock antifiscal). Esto último comprende la herencia interrumpida del “Estado en forma” como sucesión colonial de la monarquía y ausencia de revolución democrático-burguesa. En suma, la vigencia reinante del mito portaliano como figura monarcal (Homus nationalis). 

Cabe agregar que el paradigma managerial –en tanto política neoliberal– expulsó cualquier lastre ético-normativo proveniente de las “épicas militantes”. Toda significación que pretenda abrumar la nueva “asepsia económica” debe ser erradicada de facto, por cuanto el emergente plan económico-social de fines de los años 70 se debe al orden qua orden. Entonces, el giro obligatorio del conservadurismo relacional/agonístico –un término que contra todo cultiva la equivocidad– es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de adaptarse al factum de las desregulaciones ya activadas desde la segunda mitad de los años 70’ por los halcones de Friedman. Y provenientes de un mismo tronco, liberales y conservadores, fueron interpelados por una vocación antiestatista y abrazaron el “principio de subsidiariedad”, inaugurando un “conservadurismo sin república”, cual es la modernización posestatal.

Contra el sentido común, una concepción conservadora de la política económica quedó “parcialmente” excluida en los primeros años de la modernización pinochetista (1976-1981). En aquel contexto se apelaba a las leyes infalibles del monetarismo científico, a una conducción “no” ideológica del proceso social que años más secuestró la imaginación política de las izquierdas. Entonces, se asume, dadas las circunstancias históricas, un “juicio de factibilidad” y una tecnificación del proceso social que no puede sostener el peso valorativo del conservadurismo (bien común). Aquí se impone un conjunto de procedimientos técnicos basados en la experticia que evitarían –según este paradigma– la regresión populista (“decisión colectiva”) al periodo nacional-desarrollista que experimentó América Latina.

El discurso conservador guarda otras implicancias conceptuales respecto al plan económico-social impulsado por economistas e ingenieros de Chicago. Se trata de una distinción incomoda, pero muy necesaria, por cuanto es evidente una distancia constitutiva con los supuestos de Adam Smith y los típicos mecanismos de autorregulación del mercado, a saber, la conocida mano invisible y su preponderancia bajo el periodo de la libre concurrencia –periclitada en la década de los 30–.

En este sentido, el conservadurismo clásico buscaba defender poder y orden contra el mercado y no con el mercado. Esencialmente desde su univocidad en asuntos valóricos asociados a una ontología religiosa. En un mundo librado a la babelización, el relato conservador se ha ganado una demonología en el lenguaje político de los progresismos. La comunión moral intenta compensar la desunión creada por el materialismo mercantil y las patologías del liberalismo occidental, cuyo paradero fue el Jueves Negro de 1929. A pesar de esta tremenda lección histórica, a comienzos de los años 80, el trabajo de Mario Góngora denunciaba las crisis de tradiciones cívicas en su célebre Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile (1981). Sin embargo, las implicancias públicas de su obra fueron incapaces de frenar la travesía neoconservadora que Guzmán ya había iniciado. 

Hasta aquí, podemos constatar una diferencia conceptual que nos obliga a discernir entre la racionalidad conservadora y su concepción sobre autoridad, tradición y Estado –expuesta en la conocida obra de Góngora, respecto de las premisas del paradigma managerial–. Si bien es posible trazar una primera “fricción” entre las tesis de Chicago y el discurso conservador, también corresponde adelantar una explicación en torno a la posterior hegemonía de la modernización hayekiana.

Si bien la década de los 70 marca una inflexión colosal en la gramática del mundo conservador, por cuanto la modernización tiene un carácter vinculante con un conjunto de tecnopols, ello viene a representar un potencial riesgo “identitario” y “programático”, por cuanto los partidos de derechas quedan capturados bajo el viraje liberal hacia el paradigma  subsidiario. Quizás este momento del conservadurismo, proveniente de ramificaciones más genuinas, se entroncó con los aspectos utilitarios-atomistas más sombríos de la propia modernización –representados crudamente en la figura de los Chicagos Boys–. 

A partir de lo anterior el discurso neoconservador se consagró a “anudar” dos campos ontológicos que derivan en posiciones antagónicas  fusionadas por la vía de la modernización posestatal, contribuyendo a reducir el margen de acciones que anteriormente eran gestionadas desde la autoridad estatal (ideario monarcal). De tal suerte, no podemos obrar de soslayo respecto de esta “peculiar” mutación entre mixturas argumentales que obedecen a diversos sistemas de significación y que dieron lugar al tronco liberal-conservador y su actual cisma.

Podemos arriesgar una explicación tentativa para abordar esta paradoja que acompaña el mentado eje liberal-conservador. Existe una abundante literatura que demuestra con rigor inapelable que el inicio de las políticas de externalización, privatización, desindustrialización y transformación del Estado chileno, tienen lugar a partir del año 1976 bajo un expediente antifiscal que buscaba dejar atrás los desbordes inflacionarios del periodo populista. Tenemos la impresión de que el giro obligatorio del conservadurismo es algo posterior a los ajustes antes mencionados (a lo menos un quinquenio) y consiste en su necesidad de blindar el factum de las transformaciones ya activadas desde la segunda mitad de la década de los 70 por la Escuela de Chicago; esta vez, liberales y conservadores se sienten interpelados por una vocación antiestatista y suscriben al principio de subsidiariedad. 

Esta mutación a procedimientos, axiomas y definiciones técnicas, da cuenta de un pragmatismo que explica algunas de las tensiones coyunturales que actualmente tienen lugar entre conservadores y liberales dentro de la propia Unión Demócrata Independiente y el “neoliberalismo espiritista” del Partido Republicano.

A pesar de una comunidad de preocupaciones, de su impulso expansivo, Jaime Guzmán giró hacia recetas liberalizantes y debe ser recordado como el arquitecto de la más desenfadada (y eficiente) fusión del “neoliberalismo integrista”. Fusión que años más tarde develó la obcecación revolucionaria del pensamiento conservador: nacionalizar la globalización y mundializar Chile.

Carlos del Valle R. y Mauro Salazar J. Doctorado en Comunicación. Universidad de la Frontera.

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