Aldo Bombardiere Castro / Divagaciones: Donar-se

Filosofía

Pese al ruido de la ciudad, advierto la oxidada circularidad de sus pasos. Me levanto del sofá y camino hacia el balcón. Desde allí la veo. La bicicleta tiembla tal cual lo hacen sus manos empuñadas al volante. Antes de estacionarse alza sus ojos, asiente levemente con la cabeza y levanta su mano en señal de saludo. Aunque no entiendo lo que dice, respondo casi por inercia: levanto ligeramente mi mano hasta sentirme ridículo e infantil. Noto que ladea la bicicleta apoyándola contra la reja del jardín y, con una lentitud muda pero dolorosa, interna su curvado cuerpo en el edificio. Ahí la pierdo de vista. Algo en ella me recuerda a mi madre. O quizás a mi abuela, quien fuera el primer cadáver que vi cuando, a la edad de cinco años, mi madre me alzó en brazos para obligarme a besar el cristal del ataúd: “tienes que desearle esos lindos sueños que ella te deseaba cada noche”, me dijo ella, mientras mi beso caía a la altura de los párpados mal cerrados de mi abuela. Los golpes de la puerta interrumpen ese recuerdo. Me apresuro a abrirla. Veo el rostro de la mensajera, su uniforme de la empresa de correo, ambos más ajados que nunca. Con todo, ella sonríe. Yo también lo hago. Entonces procede a entregarme los envíos. Extiende las cartas más pequeñas sobre la encomienda más grande, pero, retardando el ritmo, deja una pequeña carta para el final, y la coloca en mi mano realizando una exagerada parábola en el aire, como si con ese gesto buscara dibujar la prolongación de su sonrisa. Es un regalo, me dice sin hablar. Y mientras intento descrifrar el nombre del remitente, mientras me obsesiono por saber a cuál rostro refieren esos signos ininteligibles escritos por una mano temblorosa, el rostro de la anciana desaparece de mis pensamientos. Cuando lo noto, ya todo parece demasiado tarde. Ella se ha ido y, desde el balcón, sólo logro ver, a lo lejos, cómo el meta de su bicicleta refleja los primeros rayos del amanecer.

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El don no posee exigencias, pero tampoco límites. Esto quiere decir que siempre podremos donar más y mejor de lo que lo hicimos aquella vez, o de cómo lo hacemos ahora o lo haremos día a día. Siempre podremos donar hasta donar-nos nosotrxs mismxs. Donarnos, incluso, más allá de la voluntad del don y de la identidad personal: donar hasta destruir aquella certeza identitaria que suele capturar la vida. Tal vez la única exigencia que conlleva el don coincida con su naturaleza ilimitada: invitarnos a pensar en la (im)posibilidad de donar donarse a sí mismo, es decir, de donar el “sí mismo” de nosotrxs mismxs.

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La célebre frase de San Alberto Hurtado nos conmina a “dar hasta que duela”. Pero pese a lo noble de su intención, así como de lo valorable de las acciones de solidaridad con los más desposeídos que caracterizaron al santo, el sentido de dicha frase no logra superar, en última instancia, el mandamiento caritativo. Al contrario, la potencia del acto de donación no cuenta con una frontera normativa, con un “hasta” externo al acto mismo que define su calidad. Así, quien se duele de donar algo, o sea, quien se duele de donar una propiedad de sí, sólo ha constatado su inherente mismidad identitaria: doy hasta que duela, hasta que ese dolor, en supuesto estado de buena consciencia, opere como una alerta y nos diga “ya, es suficiente, has cumplido”.

En ese caso, la donación de propiedades sólo sirve para consolidar a aquella sustancia que no se puede donar: S es P incluso hasta careciendo de P, hasta cuando S dona (y se duele por donar) todo P. El sujeto, en definitiva, es la persona en la cual encarna el espíritu de Dios. Así, dentro de la tradición moral cristiana, la persona queda, incluso negativamente, salvaguardada en su sustancia absoluta. El dolor, entonces, ya no remite a una alerta instintiva, de corte biologicista, ante una creciente amenaza vital; por el contrario, el dolor caritativo, es decir, el dolor gatillado por el desprendimiento de lo que ha resultado apropiado y tomado como propio, se torna señal de reafirmación moral de la personalidad del buen cristiano. Una especie de indicador capaz de acallar la culpa del alma al tiempo que intensifica el sufrimiento psíquico. Por lo mismo, habría que sospechar, pero en un nivel analítico superior, hasta dónde el principio caritativo de “dar hasta que duela” no sólo permanece inmerso dentro de una lógica de la esperanza aún caracterizada por el dispositivo de inversión economicista marcado por la retribución (“tú debes dar hasta que duela…para luego recibir hasta que plazca”), sino también cómo aquello que el cristiano nunca llega a donar es, justamente, a sí mismo.

En ese sentido, la donación cristiana consiste en el dolor de lo posible: la donación de objetos a-la-mano o a-la-vista, de propiedades apropiadas desde el mundo, mas no de la propia raíz desde la cual ramifica la intención. En efecto, el cristiano se pone en juego, incluso a la hora de perderse en el dolor, tan sólo porque anida en él la esperanza de ganarse un “sí mismo” más originario y eterno: de salvarse. Cada objeto o propiedad que dona, porta la sombra del alma del donante y, junto a ella, también proyecta un impulso aún más originario que la persona misma: el hálito divino. Por ende, la donación cristiana nunca deja de remitir al sujeto que emprende la acción, y cuya voluntad, a su vez, también representa un don de la voluntad Dios. El proceso de la donación cristiana yace atravesado por la fuerza de un rostro, de una identidad latente, de un quién, de una persona. Así, ella viene a robustecer la presencia de una rostralidad de la caridad: lo más propio del cristiano reside en constituir su subjetividad a partir de un conjunto de propiedades plasmado en su persona (S es P, incluso sin necesidad de P).

Para decirlo con un lenguaje moderno, la concreción de la personalidad cristiana, con todos sus rasgos característicos y propiedades distintivas, tendría por condición de posibilidad a aquel hálito divino, esencial e inmutable, pero a la vez susceptible de condensarse en un rostro personal: el alma que anima al rostro de la persona. Con ello, el alma constituirá tanto una condición de posibilidad de la subjetividad personal a nivel trascendental, asícomola evidencia que aseguraría la existencia de un un plano trascendente. En virtud del alma, por ende, se produce un doble efecto: de un lado, la esencialidad de la persona se torna posible y real; de otro, la eternidad de un más allá en Dios constituye una promesa digna de aceptación. Bajo esta óptica, el don expresaría aquel lazo ontológico que uniría a Dios y al ser humano: la existencia como don que, en última instancia, provendría de y retornaría a Dios.

No deja de resultar curioso que este tipo de dinámica se caracterice por contar con una estructura circular: un movimiento que tiende a alejarse y luego a retorna a un punto fijo, tan originario como fundamental. Un viajero -cuan Homo Viator medieval- al cual le ha sido conferido el don de volver a su origen, origen cuyo sentido yace revestido con el estatuto de un eje determinante.

Tal estructura circular parece volver a reproducirse a la luz de la experiencia de donación que ejerce el creyente cristiano en su cotidianeidad. Si, para el creyente cristiano, aquello que es donado nunca puede ser él mismo, sino las propiedades de su personalidad con el fin de ganar la propia eternidad de su persona, entonces bien vale preguntarse a quién, dicho creyente, dona lo donado. De cierta manera, el movimiento del don cristiano se encuentra atravesado por una caridad personal que no deja de remitir al punto desde donde se inicia el movimiento: toda donación se dirige a mi prójimo. ¿Qué significa esto? Que nunca existe “un” prójimo a secas, independiente de mi, bajo la designación de un artículo definido. Por el contrario, en el cristianismo toda persona es mi hermano y, por ende, siempre yace referida a la certeza de la propia persona: “mi prójimo siempre se constituye con respecto a mí mismidad personal y originaria”. Así, el movimiento de donación inter-personal reproduce la estructura circular del movimiento con que Dios dona la existencia: va desde el punto fijo, casi arquimideo, que soy yo, hacia mi prójimo, replicando el lazo de dependencia ontológica de mi persona con respecto a Dios -aunque ahora en un plano no jerarquizado, como sí se da con Dios, pues la hermandad apunta a una igualdad con mis prójimos-.

En suma, la donación entendida en términos cristianos parece, tarde o temprano, terminar cayendo en la lógica económica de la retribución: “dar a mi prójimo (lo otro de mí, lo otro de mi persona) para recibir (lo propio de mí, para recibir la salvación personal de mi alma)” Así, la célebre frase con que el San Alberto Hurtado exhorta a la solidaridad cristiana, lejos de superar la mala consciencia, atestigua la fuerza apropiativa y transaccional que atraviesa al rostro del cristianismo: el estatuto de persona como garante, más que de la autenticidad del don, de la inversión del don; es decir, de la persona entendida como garante de caridad.

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Sin embargo, debemos preguntarnos lo siguiente: ¿Acaso la más alta forma de donación no consistiría en donarse a sí mismo y no a aquel reflejo de sí que se acuña, expande y proyecta a través de los objetos y de las propiedades donadas? A su vez, si los actos de donación, como dijimos al comienzo, cuentan con la característica de no ser exigidos pero, al mismo tiempo, de ser ilimitados, entonces ¿acaso cualquier donación, para constituirse como tal, no debiera desplegar tanto un goce de gratuidad como, al mismo tiempo, un aura de imposibilidad, cuya única esencia consistiría en su incoincidencia, en su profunda diferencia con la subjetividad, intención o satisfacción del donante? Pues, de no ser así, o sea, si el acto de donación coincidiera con la voluntad del donante, tal acto se mantendría atado a una significación siempre centrada, precisamente, ya sea en la identidad de la persona, ya sea en el espíritu divino, en cuanto agenciadores (y propietarios) del don. Por tanto, pensar el sentido del don a partir de la donación de un quien, por tanto, nos desafía a ir más allá de la explicación centrada en las causas eficientes (agencias) y en las causas finales (propósitos); es decir, nos desafía a ir más allá de la mirada de buena voluntad con que la personalidad de las personas se reafirma a través de las propiedades donadas, así como de las intenciones con miras a una finalidad salvífica. Más que eso -siempre más que eso, incluso siempre más allá del dolor- la donación nos conmina a pensar la entrega sin medida ni obligación, sin condiciones ni recompensas y, por lo mismo, de un acto imposible cuya efectuación, no obstante, acontece.

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Entonces, si la autenticidad del acto donativo no encuentra su sentido en la donación de objetos ni de propiedades, ni tampoco en el impulso socializador enfocado en el desarrollo de nuestras facultades en vistas de desarrollar las de nuestros semejantes, nada de la donación guarda vínculo con el dolor sacrificial gatillado por un desprendimiento tan caritativo como indeseado. Lejos de ello, la autenticidad del don consiste en donar-se a sí mismo: donar la mismidad de sí con tal de quedar plenamente expuesto no sólo a la alteridad, sino a devenir otro de sí. En el don yacemos implicados poniendo en riesgo y gastando la propia mismidad hasta la pérdida del yo, hasta la pérdida de cualquier “hasta” fundamental o referencial. Es decir, yacemos implicados en una relación que se abre más allá de sí, llegando a extraviar la fijeza de los términos “puestos en relación” para hacerlos estallar con miras al erotismo de las intensidades, a la fricción que transgrede y place toda identidad. Para decirlo en una palabra: la donación, cuando acontece, es capaz de transgredir la claridad y distinción de los rostros. Es por ello, que el único don posible acontece por imposibilidad: cuando somos capaces -por incapacidad, por padecimiento- donarnos, esto es, de ir contra toda economía del sí mismo, contra toda posibilidad pronosticada o calculable.

Donar-se sin medida previa, sin advertencia ni “hasta”, sin voluntad, rostro, persona ni primacía de la consciencia, quizás sea un acto que sólo ocurra a nuestras espaldas: nos donamos, así, no sólo sin nunca habérnoslo propuesto, sino también sin saber que, en ese mismo acto, y en esa misma inadvertida ignorancia con que vivenciamos tal experiencia, estamos excarnando un don del todo imposible de encarnar.

Por cierto, aquí la imposibilidad no significa lo contrario de lo posible, como si todo se redujera a una simple gramática de dicotomías binarias. Mucho más complejo, enigmático y encantador que ello, lo imposible ha de asociarse con la irrupción de un acontecimiento impronosticable. Nos donamos allí cuando vivimos en la potencia creadora, allí cuando recibimos, padecemos y extendemos el don sin condición ni pregunta previa que es la vida. ¿Hemos elegido vivir? ¿Acaso nos proponemos despertarnos cada mañana? No. Desde siempre estamos arrojados a la vida tal cual como la vida se impulsa y se rebasa sobre sí misma en una diversidad de ritmos e intensidades comunes. Expropiar esos ritmos, hacer cuajar aquellas pulsaciones en una entidad observable, medible y manipulable, disponer de ellos para extraerles y administrar la savia de su melodía, y, tras todo eso, donarlos a voluntad de una persona cuya sustancia anímica se jacta de fundarse en la donación y delegación de un Dios, nada tiene que ver con el don, sino con una originaria apropiación de éste que, entre otras cosas, ha permitido la explotación del mundo a manos de una antropogénesis de la excepcionalidad personal y de la inmaterialidad del alma. Quien realmente se da, se da hasta dar su quien y más: se da sin o con dolor, se da en reflexión e irreflexión, más allá de lo límites y las exigencias, en exceso imposible y, así y todo, capaz de acontecer o de padecer este acontecimiento. Se da para hacer de lo propio una destitución, y de aquello de lo cual se ha apropiado, una forma deformada, una figura dibujada, desdibujable y perennemente redibujable bajo la cual habitar y con la cual convivir. Quien se da, se da a todo, se da sin quien ni hasta: se da como si no se diera, y como si el don jamás pudiese ser posible.

Quien hace la experiencia de la donación, quien padece la potencia de tal acontecimiento, junto con ignorar que lo está haciendo, vivencia de una comedia al centro de la tragedia o, mejor dicho, des-centra cómicamente aquel mandato trágico que lo destina a la solemne tarea de llegar a ser él mismo: sencillamente vive, sin moralismos ni culpas, donándose al gratuito don de la vida. No hay quien tras la máscara. Por eso, más que de gratitud, de la emisión de ese “gracias” que aún se mueve dentro de una economía transaccional manifestada en el cálculo o fundamentada en la remisión de los actos al punto fijo de Dios o la persona, de lo que se trata es de la gratuidad: al estar arrojados a una existencia en común, al habitar anárquicamente el flujo de las luchas y de los placeres, al erotizar la espacialidad y los números -esos esbeltos y curvos signos con que se expresan las entidades matemáticas tan precipitadamente idealizadas-, al hacer vida en común y comunión con el don que, a todo segundo, prolifera desde la mismidad otra de la vida, no necesitamos recordar ni pronunciar la palabra “don” para participar en él y, al unísono, donarnos.

Así, la donación ocurre mientras nos donamos, incluso hasta llegar de saber que lo hacemos. Con ello, la identidad ha de hacerse inoperante y unx mismx ha de dejarse pasar con tal de devenir otrx, no anunciado ni salvífico, de devenir otrx sin advenimiento que le profetice y asegure. Por esto, el don, más que habitar la lengua profética de Dios, más que habitar don-de Dios, parece expresar el signo de un común habitar de lo Otro de Dios: expresa la vida, en cuanto excesiva proliferación de sentido, cuyo don se expresa a través de una respiración que se resiste a permanecer enclaustrada en los rígidos designios del alma.

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