Gerardo Muñoz / Elogio del aguador

Estética, Filosofía, Sin categoría

En el intercambio de palabras entre amigos y la necesidad de mantenerlo vivo y duradero, hay una reminiscencia de una cuenca de agua. Si es cierto que la ‘habladuría’ elimina la posibilidad de poetizar en el lenguaje, entonces la comunicación no es sólo una práctica de traducción y legibilidad, sino fundamentalmente de transmisión de una experiencia, por más imposible y tenue que ésta sea. Es a través de la comunicación que sale a flote la antigua figura del ‘portatori d’acqua’ o aguador que ya se hacía notar en la aurora de la España moderna. El aguador es una figura del estancamiento que sustenta la vida, cuyo semblante icónico devela la indigencia social.

Uno puede recordar fácilmente “El aguador de Sevilla” (1618) de Diego Velázquez con sus ropas andrajosas, el jarrón sudado, y su noble postura en el centro del sombrío bodegón. V. S. Pritchett tenía razón cuando afirmó que “conocer a un pueblo” es conocer a sus pobres. Y esa pobreza es, ante todo, pobreza de temperamento y templanza. Pero, ¿qué significa comunicarse en medio de la pobreza? Esta me parece la pregunta central de la ejemplar figura de aguador de Velázquez. Lo que se aprecia en el trabajo concreto del aguador (llevar y traer agua en la comarca) es una relación trascendental que retiene una necesidad vital.

No sorprende en absoluto que el aguador haya desaparecido en el transcurso de nuestro agónico desarrollo histórico. Si la esencia de la civilización es la apropiación y el crecimiento, acumulación y producción, no quedan dudas de que el empobrecido aguador estaba destinado a desaparecer. Ya en El Lazarillo de Tormes (1554), la posición transfigurada de Lázaro en sujeto social se produce al abandonar su efímero rol de aguador en la nueva división social del trabajo mercantil. Y queda claro que el ethos del pícaro que busca desviar los recursos del intercambio de bienes y servicios –incrustada en la producción de criminalidad y la pillería – es una forma de superar la indigencia original del aguador, cuya santidad ahora quedaba presa de un proceso autonomizado en el ascenso de la nueva metrópoli.

Así, el eclipse de la figura del aguador coincide históricamente con la caída del contacto de las lenguas y experiencias de los seres humanos. Esta podría ser la razón por la que, en el apogeo civilizatorio de la organización metropolitana del mundo, la pobreza de la experiencia refractada por la fuerza de la objetividad se convierte en un asunto de ingenieros y fisiócratas encargados de la reproducción de la vida. La provocativa definición de Vargas Vilas de lo “Social” como una máquina de producción de excrementos debe entenderse como una imagen escatológica del mundo objetivado sin aguadores.

Y por eso cada vez que se lleva a la mesa un jarrón de agua nos invade una felicidad oblicua y momentánea más allá de la necesidad biológica de la sed o la lujuria. Por esta misma razón, el cuadro del vaso de agua Duralex de Isabel Quintanilla (1969) resume algo tan divino como insondable; como si, en la suspensión de las palabras o de los relatos, la resurrección del aguador retornara a la clara apariencia de las cosas.

Imagen principal: Diego Velázquez, El aguador de Sevilla, 1620.

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