Rosi Braidotti / El transhumanismo de Elon Musk

Filosofía, Política

La tecnología puede haberse convertido en una segunda naturaleza, pero el precio a pagar por el desarrollo tecnológico es realmente demasiado alto para el medio ambiente. El viejo planeta ya no puede más. Por ejemplo, los Bitcoin consumen 121,36 teravatios-hora (TWh) de electricidad al año, cifra que supera el consumo de Argentina (121 TWh) o los Países Bajos (108,8 TWh). Las computadoras que realizan las operaciones de minería producen la misma cantidad anual de CO2 que Las Vegas (22 megatones) (Young 2021). El multimillonario transhumanista Elon Musk, pionero de los vehículos eléctricos y de energía alternativa, pero también apasionado seguidor de Bitcoin, es el emblema de las contradicciones y paradojas posthumanas.

[…] La exploración del espacio sideral se ha convertido en un modelo de gestión que fomenta una especie de «futurismo privatizado» (Shaw 2021). Las empresas privadas poseen el 80% de la industria espacial global, que en 2021 ascendía a un total de 424 mil millones de dólares. Estas compañías intergalácticas operan en sectores como la tecnología de la información, la extracción de minerales, el turismo, las grandes empresas manufactureras, la biotecnología y el ámbito farmacéutico (Jolly 2021). Actualmente, los nuevos multimillonarios están fundando empresas privadas de exploración espacial: Richard Branson creó «Virgin Galactic Hyperloop One»; Jeff Bezos «Blue Origin», una empresa dedicada a diseñar tecnologías para el aterrizaje lunar; mientras que SpaceX de Elon Musk se está concentrando en el desarrollo de una cúpula de vidrio en Marte donde vivirá una colonia humana. ¿También arrojarán allí sus residuos? Nos encontramos frente a un transhumanismo apocalíptico integrado en las economías neoliberales en otros planetas. La sobrepoblación y la falta de materias primas, pero especialmente de metales raros, en la Tierra se señalan como justificaciones para el neocolonialismo espacial…»

En abril de 2020 – en plena pandemia – el presidente Donald Trump expresó por enésima vez su desinterés por las políticas ambientales, apoyando en cambio con entusiasmo una nueva fase para sus preferidas economías extractivas. Trump firmó entonces una orden ejecutiva donde alentaba a las empresas estadounidenses a extraer recursos de la luna y de los asteroides cercanos (Milman 2020). Se hizo entonces evidente que Estados Unidos, al no percibir el espacio como un bien y una propiedad común (global commons), ha rechazado la coordinación multilateral y además ha dado inicio a la explotación comercial de la luna, sin preocuparse por redactar ningún tratado internacional. Este gesto legitima, además, la posibilidad de formar asociaciones entre el gobierno federal y las empresas privadas para la extracción de materias primas de la luna, incluyendo agua y minerales raros. Esta ley será uno de los pocos aspectos del legado de Trump que la nueva administración, bajo el liderazgo de Joe Biden, ha prometido honrar. No es que no hubiera habido precedentes: Estados Unidos, de hecho, nunca firmó el ‘Tratado de la Luna’ de 1979, que estipulaba que cualquier actividad espacial debería conformarse a las directivas internacionales. Pero, a decir verdad, tampoco lo habían aceptado Rusia y China, las otras dos potencias intergalácticas y adversarias. El gobierno de EE.UU. autoriza, además, la extracción de metales y otros recursos de Marte y de ‘otros cuerpos celestes’ en el momento en que esta oportunidad se presente. Los recientes desarrollos en el campo de la geo-ingeniería espacial y astro-biológica llevan la ecuación entre lo biológico y lo tecnológico a una apoteosis verdaderamente delirante (Cooper 2008). Se abre una nueva era astropolítica. Estas medidas, afirma Jody Byrd, están aplicando la doctrina colonialista americana del Destino Manifiesto al espacio profundo: ‘Estados Unidos se sienta al borde de un precipicio: el imperio debe decidir si proceder a manifestarse como una soberanía desterritorializada o permanecer en tierra y provocar un colapso ambiental de proporciones apocalípticas’ (2011, p. 3). O en el peor de los casos, como temo yo, permitir que ambas hipótesis se cumplan, empujando la convergencia posthumana hacia abismos de destrucción mutua asegurada.

La icónica astronauta Samantha Cristoforetti celebra estas evoluciones extraordinarias, afirmando que la dimensión planetaria está destinada a durar. Cristoforetti lanza una doble advertencia. Expresando una sensibilidad profundamente post-antropocéntrica, la astronauta nos recuerda que la especie humana es transitoria y fugaz: ‘podríamos desaparecer, y la tierra continuaría moviéndose… no hay nada definitivo o ineludible en nosotros’ (2020). Cristoforetti considera que la especie humana debe volverse multi-planetaria para sobrevivir a desastres imprevisibles pero no por ello imposibles, entre los que se incluyen las colisiones con asteroides y las pandemias. Estos riesgos bastan para justificar la necesidad de los viajes espaciales y de eventuales reubicaciones intergalácticas.

A este efecto, las cosas progresan rápidamente. Los proyectos para las nuevas colonias lunares están listos: incluirán hombres y mujeres, para garantizar la preservación de la especie. Los miembros de la tripulación espacial de la NASA, con sus pequeños Hombres de Vitruvio diligentemente bordados en el traje, no pueden dejar nada al azar. Es muy probable que llevarán a cabo su misión perpetuando, mientras tanto, algunos de los pésimos hábitos heteronormativos, eurocéntricos y orientados al beneficio que caracterizan a sus antepasados terrestres. La fuerte competencia que llega de China y Rusia está transformando el asentamiento espacial en un espectáculo de alta aceptación. Nos encontramos, sin embargo, ante el impulso de colonización más amplio desde hace quinientos años, cuando el expansionismo colonial europeo apenas había dado sus primeros pasos.

Para las mujeres, sin embargo, no es una novedad viajar al espacio. La primera astronauta, la legendaria Valentina Tereshkova, partió al espacio desde la Unión Soviética en 1963. Aunque hasta 1978 la NASA (creada en 1958) solo contrataba astronautas hombres y blancos, y la Agencia Espacial Europea (ESA, fundada en 1975) envió a su primera astronauta al espacio, Claudie Haigneré, solo en 2001, los tiempos están cambiando. En febrero de 2021, la ESA abrió sus puertas a mujeres y personas con discapacidad, que participarán en misiones a la luna y, con el tiempo, también a Marte[2]. Cristoforetti ha comentado favorablemente esta iniciativa dirigida a la igualdad de oportunidades intergalácticas, desde una perspectiva feminista afirmativa e intergeneracional. Ha expresado particular satisfacción por los 26 nuevos puestos de astronauta reservados a un núcleo de personas que representan la diversidad. La analogía que este proyecto establece entre las mujeres y las personas discapacitadas quizás no sea del agrado de todas, pero Cristoforetti ofrece una astuta reflexión sobre los sorprendentes giros de la condición posthumana, afirmando que ‘cuando se trata de viajes espaciales, todos somos discapacitados’ (Reuters, 17 de febrero de 2021). En efecto, en gravedad cero, todos los cuerpos flotan libremente, justo como lo hacía Sue Austin, sumergida en el ambiente submarino.

El alcance y la rapidez de estos últimos desarrollos demuestran que la convergencia posthumana ya está en pleno desarrollo, aquí y ahora: es un rasgo histórico actual, no una posibilidad lejana. Y esto también pone de relieve la clarividencia y el profundo carácter ético que anima la literatura especulativa feminista y LGBTQ+ – que a menudo es injustamente descartada como un género ligero o de evasión de la realidad, aumentando así su credibilidad.

[…] Mientras me disponía a finalizar este volumen, la misión Perseverance Rover estaba en pleno desarrollo. Nos llegaban desde Marte imágenes extraordinarias del planeta rojo, tomadas por dispositivos tecnológicos guiados por la inteligencia artificial, que se están auto-organizando para programarse a vivir en un nuevo hábitat. Se da, además, el caso de que la ingeniera jefe de esta misión histórica, así como rostro de la NASA, sea una mujer indo-americana: Swati Mohan. Los rostros y las perspectivas que una vez fueron excluidos están cambiando rápidamente y sin embargo, como señala Helen Lewis: ‘La misoginia muta. El sexismo y el feminismo son como bacterias y antibióticos; los segundos obligan a los primeros a evolucionar (2021, p. 403)’. Añadiría además que el efecto conjunto de ambos resulta también en la creación de una inmunidad política de rebaño para toda la comunidad. Pero tal mutación política requiere intervenciones activas. No hay vuelta atrás. Si las movilizaciones feministas no continúan en este planeta, entonces el proyecto de exploración espacial podrá volverse intergaláctico, pero seguirá siendo tan patriarcal como el sistema con el que ya convivimos. Y la experiencia de vida marciana y espacial será de un aburrimiento mortal[3].

Notas

[1] R. Braidotti, Posthumano vol. III. Feminismo, DeriveApprodi, Bolonia 2023, pp. 127, 293-296, 299.

[2] En abril de 2021, la NASA anunció que el nuevo proyecto para el alunizaje Artemis (en colaboración con SpaceX de Elon Musk) enviará a la primera mujer y la primera persona de color a la luna.

[3] Un homenaje a David Bowie.

Fuente: Machina Rivista

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