Post scriptum a ¡Armarse para salvar el capitalismo financiero!
La «guerra» contra China aúna las estrategias de las diversas administraciones estadounidenses que se han sucedido. El país asiático, al menos desde Obama, es considerado el enemigo absoluto del «mundo libre y democrático». Occidente, el del hombre blanco, tras la derrota estratégica sufrida ante Rusia, continúa su violento declive declarando la guerra «comercial» a China, a los BRICS y al sur global. Las barreras aduaneras introducidas por Trump golpearán no solo a los países a los que se imponen, sino quizás, de manera aún más radical, a los propios Estados Unidos. Son una verdadera jugada arriesgada. Si Trump fracasa, acelera notablemente los tiempos del declive y podría conducir:
– al debilitamiento del dólar como moneda internacional y, por lo tanto, a la pérdida del «privilegio exorbitante» de comprar mercancías a cambio de papel sin valor (la producción «industrial» más importante de EE. UU. ha sido simplemente, durante décadas, imprimir dólares);
– al cuestionamiento de la financiarización que había garantizado la hegemonía de EE. UU. y de Occidente;
– al mayor deshilachamiento de la globalización fundada en el dólar y en las finanzas bajo comando estadounidense, con una fractura política aún más acentuada con los BRICS y el sur del mundo;
– al posible «colapso» de este tipo de capitalismo, construido sobre una gigantesca acumulación financiera especulativa, desvinculada de la producción real de riqueza y basada en el empobrecimiento general y en el endeudamiento infinito.
No quisiera ser malinterpretado: el «evento» Trump ha creado posibilidades que antes simplemente no existían, abriendo un tiempo cargado de kairos, de ocasiones para aprovechar. Intervenir sobre estas posibilidades (el «colapso» de este capitalismo, de la financiarización, etc.) significa orientar, en función del objetivo deseado, la modificación de las relaciones de fuerza, ahora en continuo movimiento. Es de esta manera que razonaban los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX: el estallido de las contradicciones capitalistas no es más que la condición para la toma del poder, cuyo éxito no está garantizado por ninguna filosofía de la historia, sino por una estrategia política y una lucha sin cuartel. Mao podía decir «la situación es excelente» porque tenía un partido, un ejército, una voluntad subjetiva de ruptura sistémica de los imperios coloniales que lo hacía capaz de captar el momento y de explotar las oportunidades. El capitalismo ha cambiado profundamente desde entonces, pero siempre nos lleva a esta aceleración del tiempo donde se puede y se debe decidir.
Hace algunos días, el hombre de las finanzas estadounidenses (y por lo tanto mundiales), Larry Fink –al frente del fondo de inversión más importante (12 billones de dólares)– envió una carta a sus clientes/inversores donde preconizaba:
– que la deuda pública y las deudas privadas de EE. UU. son insostenibles;
– la posibilidad de que, próximamente, el dólar pueda dejar de constituir la moneda de cambio y de reserva internacional. Los bitcoins (moneda privada) podrían de hecho sustituirlo;
– un nuevo –y positivo– papel de Europa, donde el mismo fondo de inversión está actuando para construir una burbuja de armamentos. Cuando los capitales quieran salir de la Bolsa estadounidense que Trump está minando, necesitarán un lugar de aterrizaje.
– la extensión de la democratización de la financiarización –es decir, la «finanza para todos»–, porque Trump, con sus políticas de industrialización, corre el riesgo de destruir los fundamentos sobre los que esta se basa.
La nota sobre Europa de Larry Fink merece una primera aclaración. Todo cambia muy rápidamente, el «tiempo se ha salido de sus goznes»: la carrera armamentista de la Des-Unión Europea y de los fondos de inversión americanos, al primer sobresalto de las bolsas causado por la introducción de los aranceles de Trump, ha demostrado toda su debilidad. Los valores de las industrias de producción de armas se han desplomado como todos los demás. Los capitales ya no saben dónde ir, ni siquiera el oro, hoy, es un bien refugio. En Alemania, único país europeo que tiene la disponibilidad financiera para armarse verdaderamente, emergen también grandes problemas políticos. La CDU ha sufrido un desplome en las encuestas tras el anuncio del gran endeudamiento querido por Merz. Según algunas encuestas, el partido conservador está al mismo nivel que los fascistas, según otras, la AFD incluso ha superado a la CDU. Los electores no han perdonado el cambio de postura de Merz: en campaña electoral había prometido no suscribir ninguna nueva deuda. El proyecto de construir en torno al rearme una financiarización (por lo tanto, una nueva burbuja) y un mercado único de capitales (como quería Draghi), canalizando hacia su interior el ahorro europeo, sale redimensionado.
Todavía es difícil definir con precisión el escenario del cambio epocal que estamos viviendo porque la Casa Blanca parece indecisa sobre las políticas a seguir. Avanzamos algunas hipótesis que habrá que precisar más adelante, siguiendo paso a paso los movimientos del enemigo de clase. Nunca he entendido por qué muchos, después de 2008, continuaban hablando de neoliberalismo, cuando este sistema estaba evidentemente muerto. Las barreras aduaneras han celebrado ahora el funeral definitivo del mercado, de la competencia, del libre comercio, todas ideologías bajo las cuales se ocultaba la formación de las mayores centralizaciones y de los más extensos monopolios de la historia del capitalismo. La situación actual es hija de la crisis financiera de 2008, determinada por la locura de la ideología capitalista según la cual un problema social (es decir, la vivienda para todos) puede ser resuelto por las finanzas (con la creación de las hipotecas subprime). Las políticas promovidas por los Estados y los bancos centrales no han tenido los efectos esperados. La crisis no se ha resuelto, sino solo contenido, y se ha hecho pagar al resto del mundo. Hacer ahora la misma operación, hoy, será mucho más difícil, si no imposible. Al final, todo sale a la luz. En el capitalismo hay un «eterno retorno» de las guerras para salir de las crisis sistémicas.
El fracaso económico
La única promesa mantenida por la contrarrevolución iniciada por Thatcher y Reagan es la destrucción de la clase obrera y de sus organizaciones, acompañada, sin embargo, por la destrucción de las economías de EE. UU. y del Reino Unido.
Trump ha heredado una situación económica con todos los «fundamentales» en rojo: la balanza de pagos y la exposición financiera neta en pasivo, el gran endeudamiento del Estado, de las empresas y de las familias. Todos índices fuera de control y en continua aceleración. La prensa del régimen no ha mentido solo sobre Ucrania sino también sobre la economía estadounidense, celebrando, durante la presidencia de Biden, sus rendimientos. Lo único que ha funcionado ha sido el inflamiento de la burbuja de las empresas de alta tecnología, acompañado de una creciente pauperización de la población –este es hoy el sueño americano: el 44% de los estadounidenses no consigue ni siquiera afrontar un gasto imprevisto de 1000 dólares.
La exposición financiera neta negativa, que registra el déficit financiero con el exterior, confirma el fracaso de Biden, que no ha logrado invertir la tendencia, al contrario. El pasivo financiero con el exterior ha subido a 26,2 billones. Para tener una idea de la enormidad de esta cifra: Berlusconi fue derrocado por la Des-Unión Europea por un pasivo neto de 300 mil millones en las cuentas italianas y fue sustituido por un «técnico», Mario Monti, que recortó todo el gasto social que pudo, apostando por las exportaciones.
Pero es la aceleración de este pasivo lo que deja verdaderamente estupefacto: en el último trimestre ha aumentado en más de 2 billones. Un ejemplo para tener una idea de las cifras en juego: Trump está entusiasmado porque los Emiratos Árabes Unidos han prometido invertir una cifra de alrededor de 1,5 billones en 10 años, es decir, menos de lo que la economía americana quema en un trimestre.
El secretario de comercio Howard Lutnick, ha declarado: «Es necesario resetear y redefinir las relaciones de EE. UU., tanto hacia los aliados como hacia los enemigos. La idea de que todos los países del mundo puedan acumular excedentes comerciales y adquirir con lo recaudado nuestros activos, es insostenible. En 1980 éramos inversores netos, es decir, poseíamos más activos que el resto del mundo. Hoy los extranjeros poseen 18 billones de activos más que nosotros (¡en realidad son 26 billones!, ndr). Se han convertido en acreedores netos. La situación continúa empeorando año tras año y al final ya no seremos propietarios de nuestro país, que pertenecerá al resto del mundo».
Los numerosos déficits de EE. UU. no son fruto de «injusticias» perpetradas por el resto del mundo, sino el resultado lógico de la financiarización y la dolarización impuestas por ellos mismos a todos, sobre las que han lucrado durante cincuenta años, viviendo a costa ajena y muy por encima de sus posibilidades.
La guerra de los aranceles
Trump (o cualquier otro presidente en su lugar) no podía no intervenir. Lo ha hecho acelerando y radicalizando el enfrentamiento, tanto interno como externo. Ha afirmado claramente que las finanzas han puesto de rodillas a la economía americana, transformándola en una gran burbuja especulativa, desmantelando la industria, destruyendo puestos de trabajo y creando grandes desigualdades y pobreza – para el proletariado blanco, el único sujeto por el que se preocupa el tycoon.
Pero la receta de los «aranceles» podría acelerar el fin del Imperio en lugar de reconstruir la «manufactura», primer objetivo declarado del aislacionismo – el proyecto de hacer retornar las producciones gracias a facilidades y financiaciones públicas ya fracasó con los demócratas. EE. UU. no tiene las cadenas de suministro ni las infraestructuras industriales necesarias pero, sobre todo, ha perdido todos los saberes industriales y carece de una fuerza laboral cualificada, a todos los niveles, para hacer funcionar las empresas – solo el 7% de los estudiantes americanos siguen la carrera de ingeniería, contra el 25% en Rusia y los millones de ingenieros que salen de las Universidades chinas. Para subrayar la voluntad de reindustrializar, Trump, en la conferencia del 2 de abril en la que anunció los aranceles, estaba acompañado por un obrero de Detroit. Su éxito parece muy improbable y de todos modos necesitaría años antes de poder realizarse. Tiempo que el Imperio no tiene.
La segunda estrategia trumpiana podría centrarse en los servicios. La jugada del tycoon, hasta hoy, parece toda concentrada en los bienes y parece ignorar el sector terciario. Si la importación de los primeros hace de EE. UU. un país deficitario, la exportación de los segundos es largamente superavitaria. A cambio de una reducción de las barreras aduaneras, Trump podría pedir una penetración de las finanzas, de los seguros, de los bancos americanos en el circuito de los diversos países, para una ulterior y definitiva depredación. Privatizar los servicios y apropiarse de todo el ahorro – recordemos: los americanos no ahorran, viven a crédito – para invertirlo en seguros privados para la salud, para las pensiones, etc., eliminando el cada vez más maltrecho welfare. Siempre Larry Fink, en su carta, ha definido la nueva frontera de la apropiación: los monopolios naturales (gestión del agua, etc.) y los servicios públicos municipales (gestión de residuos, etc.).
Se podría interpretar en este sentido la declaración de Trump «estamos abriendo China». Es decir: una vez entrados con nuestros capitales, hacer rapiña de su ahorro y de las empresas más rentables. Lo que no soportan los americanos es que China, controlando los flujos de capital, no esté disponible para dejarse saquear como todos los demás países por los nuevos ejércitos coloniales de las finanzas. China ya ha hecho saber que «combatirá hasta el final» contra el «típico caso de unilateralismo, proteccionismo y bullying económico» de Trump. El tycoon había dado la impresión de querer reconocer a las otras potencias mundiales, de aceptar el multipolarismo. Inicialmente parecía que quería hacer pasar el saneamiento de la economía estadounidense a través de negociaciones con China, Rusia, etc. En cambio, hoy afirma que EE. UU. puede lograrlo solo porque son los más fuertes.
Autarquía contra la globalización. Un unipolarismo aislacionista muy agresivo fundado en el presunto poderío estadounidense que no presagia nada bueno porque ya está encaminado en el sendero que conduce a la guerra entre grandes potencias. Después de menos de una semana, Trump ha tenido que dar un paso atrás, llegando finalmente al meollo de la estrategia de todas las administraciones de ultramar: la guerra contra China. Es muy probable que salgan derrotados –así como Biden perdió con Rusia– porque EE. UU. no tiene nada más que ofrecer al resto del mundo que su propia hegemonía y el restablecimiento de una economía depredadora e imperialista, desarrollando incertidumbre, caos e imprevisibilidad. La guerra declarada a China es la guerra declarada a los BRICS y al sur global que tiene la arrogante pretensión de no estar más disponible para la esclavitud.
Nos espera seguramente otra campaña mediática de desinformación, de falsedades y de vulgaridades sobre China, después de la de Rusia. La Des-Unión Europea deberá alinearse con sus amos, en otra guerra bajo la enseña de la «democracia contra la autocracia», de la «libertad contra la dictadura».
Enfrentamiento entre oligarquías
Trump ya tiene no pocos problemas en casa. El desplome de la cotización de los valores bursátiles impacta directamente en la vida de millones de americanos. Los resultados negativos de la Bolsa, en una economía financiarizada, inciden en la vida de las clases medio/altas: 1/3 de sus ingresos está ligado al rendimiento de las finanzas. Wall Street es el equivalente americano del INPS [Instituto Nacional de Previsión Social italiano], ministerio de Sanidad y Welfare. Cuando la Bolsa baja, pierden valor también las capitalizaciones para la pensión, para la salud, etc.
La estrategia de los fondos, sustituir el welfare por la inversión en títulos (a través de seguros individuales) ha avanzado mucho con Biden, que ha alimentado la burbuja americana hasta llevarla al límite del estallido. Desinflarla es una necesidad: pero ¿cómo hacerlo sin afectar pensiones, sanidad, «welfare» financiarizado, etc.?
Trump tiene las manos atadas por las políticas monopolísticas de los fondos que recogen el ahorro mundial y que no comparten sus opciones de industrialización, exactamente como la Fed, que no obedece sus órdenes. BlackRock y JP Morgan han atacado directamente su política acusándolo de llevar a la ruina a millones de ahorradores, manifestando un enfrentamiento cada vez más violento dentro de las oligarquías estadounidenses.
La batalla entre veleidades «industriales» (representadas por Trump) y finanzas «reales» (representadas por los fondos) ha sido ganada por la segunda: cuatro/cinco días de caída de los títulos (y de evolución de los tipos sobre los títulos de deuda) ha obligado al presidente a retroceder. Los motivos por los que Trump fue elegido (traer de vuelta la industria, el trabajo y el empleo a los States) son difícilmente realizables para un multimillonario y su camarilla. También porque su proyecto es altamente contradictorio: para industrializar, admitiendo y no concediendo que todavía haya tiempo para hacerlo, necesitaría un gran welfare que baje todos los costes (educación, comunicaciones, infraestructuras, etc.) para las empresas. En cambio, el gobierno actual está destruyendo el welfare.
EE. UU. no resolverá ninguno de sus problemas y, con todo Occidente, corre el riesgo de implosionar más rápidamente de lo previsto. La situación se vuelve cada vez más peligrosa. Solo cuando se habla de China las pesadas divergencias entre oligarquías se allanan y sus voluntades convergen. Todos querrían apropiarse de la producción china, de sus bienes, de sus capitales según las reglas del más clásico de los imperialismos.
El resto de Occidente no está mucho mejor. Hago notar que Francia y el Reino Unido están en la misma situación deficitaria que EE. UU. La primera, con 800 mil millones de dólares de exposición financiera neta, está prácticamente quebrada, mantenida en pie solo por capitales alemanes; el segundo está en una situación aún peor. Finalmente, el «cambio de régimen» operado por la guerra en Ucrania no ha funcionado con Rusia, sino con Alemania. Privada de la energía rusa a bajo costo, caída en recesión, los alemanes han pasado del ordo-liberalismo del equilibrio presupuestario –que ha impuesto austeridad, pobreza y expropiación de recursos a toda Europa– a la financiarización de su economía y a la suscripción de astronómicas deudas para el rearme.
El belicismo europeo que verá en su centro el peligrosísimo chovinismo alemán (en Alemania ya se habla de dotarse de la bomba atómica), no está en absoluto en ruptura con EE. UU.
El enfrentamiento con los BRICS
La gran incertidumbre y confusión de las estrategias de Trump encuentran razón en la situación inédita en la que se encuentra actuando: las relaciones de fuerza han cambiado radicalmente en el mercado mundial. Este es el principal resultado de las revoluciones del siglo XX que han destruido la división colonial sobre la que se fundaba el dominio occidental desde la conquista de América. Las revoluciones socialistas del siglo XX han terminado, pero las relaciones de fuerza entre norte y sur han cambiado para siempre. Trump finge que no pasa nada, pero debe gestionar la derrota estratégica de su país en la guerra de Ucrania, que ha mostrado al sur del mundo la debilidad también militar de Occidente.
La comparación con la primera crisis hegemónica de EE. UU. a caballo entre los años sesenta y setenta es muy significativa. La economía americana ya entonces no lograba mantener el paso con la competitividad de Alemania y Japón. En 1971, contextualmente a la decisión de declarar la inconvertibilidad del dólar en oro, transformando la divisa estadounidense en moneda-signo totalmente política a disposición de los yanquis, Nixon impuso barreras aduaneras del 10% para negociar e imponer la voluntad del Imperio, exactamente como Trump. Cuatro meses después todos los vasallos occidentales aceptaron una apreciación de sus monedas. Japón en 1985, aceptó revaluar el yen para salvar la competitividad estadounidense, haciendo un completo harakiri: desde ese momento en adelante, su economía ha conocido un declive imparable. En aquel momento el país del Sol Naciente estaba a la vanguardia desde el punto de vista de la productividad y de la innovación. Pero la China de hoy no es un país ocupado militarmente y sometido como el Japón de los años ochenta, por lo tanto, la esperanza de que pueda aceptar sumisamente los dictados estadounidenses permanecerá insatisfecha.
Aunque Trump crea chantajear al resto del mundo –porque EE. UU. funciona como «importador de última instancia» de bienes– su acción se despliega en un mundo de relaciones de fuerza radicalmente cambiado. A principios de los años setenta, Occidente detentaba lo esencial de la producción mundial y de la innovación tecnológica. Hoy China y los BRICS son potencias industriales y tecnológicas, comparables a Occidente desde ese punto de vista. Además, poseen gran parte de las materias primas y energéticas y no tienen ningún interés en salvar el pellejo del Imperialismo occidental saneando los pasivos de su balanza de pagos, devaluando sus monedas, destruyendo sus economías, abriendo las puertas a las finanzas de Wall Street. No son vasallos del Imperio como los europeos. A EE. UU. no le queda más que desollar a Europa, siempre lista para el sacrificio, pero es demasiado poco.
Occidente está condenado por Trump a un ulterior aislamiento, porque los BRICS y el sur global continuarán desarrollando cadenas productivas y comerciales alternativas, buscando una moneda de sustitución al dólar, incrementando patentes, tecnologías, etc. como han hecho con ocasión de la guerra en Ucrania.
Guerra y lucha de clases
Antes de la guerra comercial contra el mundo entero, había dos alternativas sobre el terreno: por un lado, los demócratas apuntaban a la guerra mundial, de la cual han sembrado las premisas con Ucrania y el genocidio de Gaza –el New York Times ha publicado una investigación donde demuestra que la guerra en Ucrania ha sido gestionada en primera persona por EE. UU.– por otro lado, Trump parecía más bien orientado hacia una guerra civil interna.
En Estados Unidos, la guerra civil siempre ha tenido una connotación racial, desde los orígenes de la República. A partir del New Deal, la guerra civil racial está también en el centro de la estructuración del welfare: cada extensión de este último corre el riesgo de hacer saltar las jerarquías de raza sobre las que está organizada la «única verdadera democracia» (cita de Hanna Arendt). Ya en tiempos de la «Great Society» de los años sesenta, las políticas sociales habían suscitado el odio racial de los blancos que las interpretaban como reducción de las diferencias entre ellos y los afroamericanos. También el timidísimo Obamacare (y Obama mismo) había suscitado reacciones de este género. Los «proletarios» blancos que están con Trump han reaccionado, sintiéndose y pensándose «raza blanca». La financiarización ha difuminado las jerarquías raciales empobreciendo a los blancos, haciéndolos cada vez más cercanos a los «negros», desencadenando nuevas formas de fascismo y racismo.
Los recortes a los gastos sociales que Musk está programando deben ser acompañados por el restablecimiento de jerarquías raciales (y de género). La reorganización de los gastos sociales es capitalista-racial y la reindustrialización, si es que alguna vez se da, estará dominada por la raza blanca. Si en cambio el objetivo es la mega depredación financiera, el proletariado estadounidense en su conjunto será reducido a «plebe». Cuando el imperialismo Occidental se radicaliza, la «raza blanca» es el sujeto que apoya el conflicto con el resto del mundo (ver el genocidio supremacista en Palestina).
Como se ve, las dificultades externas –los BRICS– e internas –las «minorías» raciales que se están convirtiendo en la mayoría, la pobreza, el enfrentamiento entre oligarquías, etc.– son enormes, y son todas cuestiones políticas. Trump quiere la industrialización, pero no quiere –o mejor dicho no puede– soltar las finanzas y el dólar, factores que han causado la deslocalización de la producción. Trump quiere un dólar depreciado, pero que, al mismo tiempo, siga siendo la moneda sobre la que se centran los intercambios mundiales. Además, quiere industrializar, pero también las finanzas que capturan capitales y los canalizan hacia EE. UU. para pagar la deuda. En pocas palabras, Trump quiere «estar en misa y repicando».
Si estamos inmersos en un régimen de guerra es porque las dificultades económicas de EE. UU. y las contradicciones que generan parecen insuperables. La guerra, como siempre, sigue siendo la mejor solución para los capitalistas y sus Estados: hacer saltar la banca, así «Dios reconocerá a los suyos». Sin embargo, como explicábamos, a diferencia de Nixon, EE. UU. ya no tiene todas las «cartas en la mano».
Todos estos bellos razonamientos de geopolítica hacen las cuentas sin el huésped. Como en la tradición de los análisis que parten de las grandes potencias económico-político-estatales, se ignora el enfrentamiento de clase. Las fuerzas expresadas en EE. UU. en las manifestaciones del 5 de abril (1400 marchas en todo el país) contra las políticas de Trump, parecen las únicas capaces de conjurar el resultado catastrófico que seguirá al probable fracaso de Occidente. La jugada arriesgada del capitalismo podría abrir un inédito frente de clase en EE. UU., haciendo saltar el pacto racial, aunque la radicalización del enfrentamiento encuentra a los movimientos impreparados desde un punto de vista político y teórico.
El pensamiento crítico, pero también la acción de los movimientos, ha analizado la explotación del capitalismo sobre cada relación social (cognoscitiva, biológica, imaginaria, sexual, racial, ecológica y así sucesivamente, hasta el infinito) pero, de manera irresponsable, por no decir oportunista, ha eliminado la guerra y la guerra civil, fundamento de las divisiones de clase, de raza y de género. El siglo XX ha establecido que guerra y paz, economía y guerra, política y guerra, militar y civil, política y economía, conviven, determinando una «dimensión intermedia» donde los opuestos conviven. Carl Schmitt, desde un punto de vista conservador, llega a conclusiones muy similares a las de Rosa Luxemburg, ya citada en el texto precedente: «La guerra se conduce sobre un nuevo, más sólido terreno, como realización no ya simplemente militar de hostilidades (…), también sectores extra-militares (la economía, la propaganda, las energías psíquicas y morales de los no combatientes) se ven involucrados en la contraposición de hostilidades. La superación del dato puramente militar (…) no significa por ello una atenuación, sino una intensificación de la hostilidad». Pero ni la economía, ni la crítica de la economía política parecen capaces de integrar esta realidad: el capitalismo no es una realidad puramente económica.
Además, habría que interpretar diversamente el comportamiento de las élites, no solo con categorías psicologizantes, que hoy están de moda pero que sirven de poco. La aparente racionalidad de las políticas de las clases dirigentes capitalistas de la posguerra es hija de las dos guerras mundiales. Recordemos que ya en los años treinta del siglo pasado la financiarización arriesgó hacer colapsar el capitalismo. Además, son las revoluciones las que han bloqueado parcialmente la racional irracionalidad del capitalismo, que alcanza su ápice con las finanzas. Quitada la fuerza del enemigo revolucionario, las élites han vuelto a ser las del primer imperialismo, como está sucediendo hoy.
La estrecha relación entre capital y Estado que existe desde la emergencia de la acumulación capitalista y que se ha continuamente reforzado y profundizado, muestra cómo en los períodos de «acumulación originaria» como este, la plusvalía económica necesita de la «plusvalía política» (genial definición de Schmitt acuñada a partir del concepto marxiano) para imponer un nuevo orden, una nueva división internacional del trabajo y de la renta. El capitalismo financiarizado, desarrollando contradicciones insanables, no puede mutar, transformarse, hacer brotar lo nuevo de manera inmanente a su «producción». Puede hacerlo solo recurriendo a la violencia extraeconómica de la guerra (militar y económica), de la guerra civil, del genocidio. La plusvalía política está en función de la plusvalía económica futura, pero estas dos variables no son de la misma naturaleza. Solo una vez que la plusvalía política ha establecido un nuevo orden, nuevas reglas, nuevos poderes (es decir, quién manda y quién obedece) en el mercado mundial, la plusvalía económica puede ser producida. El fin posible del capitalismo –contra la ideología irresponsable del «es más probable el fin del mundo»– que preocupa a nuestros dirigentes, debe volver dentro de la órbita perceptiva, cognitiva y política de los «movimientos». El capitalismo podrá colapsar solo si una voluntad organizada empuja en esta dirección.
Fuente: Machina Rivista

