Aldo Bombardiere Castro / Para escribir y resistir con el cuerpo. Janet Toro: tres escenas y una crónica

Arte, Estética, Filosofía, Política

Preludio

No quiero escribir esto. Me gustaría tener el ánimo suficiente, un mínimo de alegría capaz de brindar el latido más enérgico a mis arterias, pero, la verdad, no quiero escribir esto. Quisiera poder escribir con el cuerpo: no tener que escribir esto.

Creo que en la conferencia titulada Literatura + Enfermedad = Enfermedad, contenida en el libro póstumo El gaucho insufrible (2003), Roberto Bolaño señala que cuando la melancolía o la angustia nos invade, y ya no hay ganas de escribir ni ganas de follar, entonces sólo nos queda viajar.

Al final, viajar no es tan distinto de escribir ni de follar, y, tal vez, sólo en virtud de tal semejanza, la acción de viajar comparte con los otros dos la cualidad de producir una suerte de transitorio antídoto o antidepresivo contra la locura, contra la muerte y, sobre todo, contra el tedio, esa reseca desolación del alma ya desprovista de la tenue belleza que porta la melancolía.

En el fondo, las tres acciones mencionadas por Bolaño sólo difieren en intensidad, no en su naturaleza: todas, sin duda, remiten al cuerpo. Cuerpo que imagina y desea cuando escribir; cuerpo que se inscribe y retuerce en otro cuerpo cuando folla; cuerpo que se arroja a la espacialidad, a los vacíos que dejan los cuerpos entre los cuerpos, para hacer de cada viaje el más propio lugar. Además, las tres acciones sólo son posibles porque ellas nos implican plenamente. Son modos de estar y, al mismo tiempo, de ser. En ellas nos presentificarnos: no presenciamos con lejanía, sino nos hacemos presentes en cuerpo y alma, en materia e imaginación. El cuerpo delinea el movimiento que la palabra pronunciará, negará o reafirmará. Porque el leve y refinado atraso de la palabra con respecto al cuerpo, representa aquel lugar donde el cuerpo nunca deja de estar presente: sólo la palabra cobra sentido porque el cuerpo la precede, la sostiene y la recibe.

En época de devastación y genocidio, en época de avance neofascistas y aceleración tecno-capitalista, la melancolía y la angustia son nuestros fantasmas y nuestros compañeros. Nuestro cuerpo, recibiendo imágenes a través de la planicie de la pantalla, se angustia y deprime debido a que padece los sufrimientos de otros cuerpos. Los trozos de brazos, piernas o cráneos palestinos que saltan por los aires de Gaza nos golpean, nos impactan y hieren la acuosa lisura de nuestros ojos. Pero, a la vez, también somos capaces de entristecernos y de indignarnos contra la criminalidad de los terrorismos de Estado, la hipocresía de los medios de comunicación y la irascible estupidez propagada por el neofascismo: somos capaces de albergar esos pesares para denunciarlos y sostener la lucha, justamente, contra quienes los poderes que los provocan. Poner el pecho a las balas significa disponer la fragilidad de un cuerpo, el cual, incluso devastado, no deja de resistir, de decir presente sin menester de una explicación o cálculo, sin atender a beneficios ni a costos. Por eso, no nos interesa hablar del paraíso ni del infierno: el cuerpo nos excede.

Justamente en la presencia de este exceso de cuerpo por humildad de palabras, emerge el trabajo crítico de Janet Toro: los espinos cubiertos de gasa por Gaza y la estrellada bandera encubriendo las aún dolientes cavidades de los ojos; los cuerpos grisáceos que se detienen en el Paseo Ahumada para, por unos minutos, también detener la Dictadura de Pinochet; la carmesí labialidad estampada en hojas blancas dentro de asépticas habitaciones. Intervenciones y performance que resisten ante la degradación y el carácter estructural de la violencia, precisamente, gracias a que la deja expuesta. Porque será este cuerpo, el cuerpo que hilvana y hace sentir a todos los cuerpos, el cuerpo de la denuncia, del mostrar, de la crítica y de la siempre incómoda resistencia. Janet Toro pone el cuerpo a las balas, para deponer las balas, para que las balas se avergüencen y desistan de seguir entrando a otros cuerpos. Cuerpos encarnados en la radicalidad del cuerpo de Janet.

Es cierto. No quería escribir esto. En medio de un genocidio y del asedio neofascista, no quería escribir esto. Entre la melancolía y la angustia, ya no quedan ganas de escribir, de follar ni de viajar. Pero si hay algo que no podemos evitar -tanto por su sufrimiento como por su gloria- es justamente la misma experiencia del cuerpo, del mundo desde mi cuerpo, de mi cuerpo visto desde otros cuerpos y en apertura a éstos. Hablamos del punto cero, desde un cuerpo donde iniciamos y compartimos la intimidad de su latencia o irrupción, para decir, ya sin necesidad de palabras y en rebeldía contra las capturas operadas por el lenguaje neoliberal, la fiebre del consumo, la deuda del pecado, el fetichismo de mercancías y fijaciones, el patriarcado que reproducimos y de una patria autoritaria pero carente de soberanía, para decir, contra todo lo anterior, “este es mi cuerpo”.

Este es mi cuerpo

El año 2017, la reconocida artista visual y performática Janet Toro sube por uno de los pilares que sostienen la fachada del Museo de Arte Contemporáneo (MAC) ante la conmoción de los transeúntes. Provista de cuerdas a modo de arnés, su cuerpo asciende hasta la altura de un lienzo negro que esconde, a su vez, otro lienzo blanco. Janet se encuentra vestida con un traje sombrío de dos piezas, el cual, mimetizado con su ondulada cabellera oscura, apenas deja a la vista la desnudez de sus manos y sus pies. Su rostro no necesita ser contemplado, porque Janet, dando la espalda a los espectadores, no es Janet: su cuerpo es todos los cuerpos, ahora, liberados de clasificaciones, mandatos o sumisiones.

Así, prescindiendo del rostro, dicho cuerpo presentifica el cuerpo de todos, precisamente porque emerge en cuanto experiencia fundamental y, al mismo tiempo, inapropiable. Mientras Janet permanece colgada durante minutos, ni el valor de cambio del mercado o la efervescente luminosidad del espectáculo parecen alcanzar su cuerpo. Un cuerpo tal vez ya asesinado, tal vez ya liberado, susceptible de ser escondido o expuesto, pero, por lo mismo, cuerpo en eterna denuncia de los desplazamientos simbólicos, de los abusos de género y de las capturas y sumisiones con que los diversos dispositivos de dominación patriarcal lo intentan pacificar, expropiar o exprimir para tranquilidad, beneficio o goce del poder.

Sin embargo, el cuerpo colgante de Janet se muestra impaciente frente a la prometida paz de los santos que busca alumbrar su camino. En un gesto de reapropiación, pero lejos de ostentar un cristiano acto de resurrección, sino más bien de sublevación, Janet introduce una potencia contra el poder: parece decir, déjalo, devuélvelo, no es tuyo, lo has usurpado, “este es mi cuerpo”. Janet nos ofrece pensar una obligación: volver a habitar, explorar y sentir un cuerpo, el cual ahora, y gracias a la radicalidad de su crítica, es el cuerpo de todos y cada uno. El cuerpo de Janet resonando en nuestro cuerpo.

En efecto, mientras Janet permanece colgada a la altura del lienzo dispuesto horizontalmente con respecto a la fachada del MAC, deja caer su blusa, mostrando espalda desnuda, al tiempo que el propio lienzo negro también cae para permitir la aparición de un lienzo de fondo blanco donde figura escrito “este es mi cuerpo”. Este es mi cuerpo: el cuerpo que es el reflejo de la singularidad de todos los cuerpos. No se trata del cuerpo concluyentemente apropiado, sino del cuerpo en lucha por su inclaudicable proceso de reapropiación, es decir, del cuerpo liberado de la usurpación propietal del entramado de poderes que lo separan, ordenan, consumen y despotencian. con su cuerpo en rebelión contra la captura del poder, y sin precisar tocarnos, el cuerpo de Janet, vivo en su colgadura, abre todos los cuerpos a la potencia radicada de su presente presencia.

Línea roja

1990. Sobre el frontis de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile se proyecta una imagen. Corresponde a un registro de la última performance hecha por Janet Toro, titulada La sangre, el río y el cuerpo. En ella, su cuerpo figura envuelto por un lienzo ensangrentado. Se trata de una gigantografía inmóvil, la cual reclama la persistencia de la memoria, exhibiendo la ausente presencia de los asesinados por la Dictadura pinochetista. De esta manera, en tiempos de una inicipiente “transición a la democracia” cuyo devenir, por desgracia, ha consolidado su real estatuto de “posdictadura”, Janet intuye los riesgos de un olvido venidero. El cuerpo de Janet, erguido a orillas del río, exhibe la amenaza ante la cual el país habrá de enfrentarse: la de permitir que la memoria social, es decir, la imagen de los cuerpos desangrados de las víctimas de violaciones a los Derechos Humanos sea arrastrada por la corriente del olvido, ahogada en el sucio torrente del Río Mapocho. Esta imagen de proyección inmóvil y superpuesta sobre los contundentes bloques de hormigón que sostienen a la Escuela de Derecho -institución que hasta dicho momento había formado a casi la totalidad de la elite política y presidentes del país- constituye una interpelación a un ideal de justicia siempre por venir, a esa justicia ante la cual hoy parecemos resignados.

Sin embargo, mientras esta imagen permanece proyectada, Janet traza con pintura roja, una línea sobre la vereda. En sentido de poniente a oriente, subiendo por la calzada de la costanera colindante con el Mapocho, Janet marca un cierto límite. En efecto, a pies descalzos, enlutada en una suerte de lúgubre sotana, caminando hacia atrás y sin mirar el sendero de cemento por el cual se dirige, su mano derecha, decidida e incansable, extiende una gruesa línea roja sobre la suciedad de los pastelones callejeros. Son más de 100 metros de sangre que acompañan a aquellos cuerpos cuya memoria se resiste a ser acallada por la indiferencia del ajetreo de la capital o la continua e insalubre inercia de la corriente del río.

Por cierto, esta performance irrumpe en la cotidianeidad de una sociedad temblorosa, enfocada en aspirar a una suerte de estabilidad democrática gracias a un vano discurso de reconciliación y perdón, con todas las concesiones políticas, las leyes de amnistía y la creciente asistencia a los intereses empresariales, que supuestamente dicha reconciliación implicaba. Por ello, si la “transición democrática a la democracia” buscaba borrar los cuerpos asesinados y desaparecidos (los pactos de silencio imperantes en las Fuerzas Armadas de Chile, ante vista y pasividad de los poderes políticos, representan, hasta hoy, la farsa de continuar haciendo desaparecer a los cuerpos de los ya desaparecidos), la performance de Janet, en oposición respecto a tal borramiento, hace proliferar su espectral presencia. ¿Por qué? Porque Janet integra a la ciudadanía en su obra: gracias a las espontáneas pisadas de los transeúntes sobre el color rojo de la pintura fresca, la sangre de los desaparecidos se multiplica mucho más allá de la línea en la cual se origina.

Sangre pisada, fresca y aún doliente, cuyos rastros se propagan por innumerables calles pisadas por miles de personas, quienes, incluso sin llegar a saberlo, van otorgando persistencia a la memoria histórica del país. Así, como si se tratara de un inconsciente colectivo, esta performance e intervención de Janet se posiciona como un acto crítico y de resistencia frente a una ciudad cada vez más indiferente a las huellas de los asesinados, a los cuerpos hechos desaparecer. Las huellas rojas de los pasos ciudadanos aún se podían distinguir en las calles cercanas después de meses de haberse estampado. Y, si lo pensamos bien, esa misma persistencia de huellas rojas es la metáfora de nuestra memoria, no tanto entendida como recuerdo, sino como voluntad de lucha en pro de quienes necesariamente deben ser recordados: los desaparecidos, los asesinados y, por supuesto, también los asesinos.

A lo largo de todo el tiempo en que se desplegó esta intervención, el monumental edificio de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile tan sólo se limitó -cómo no- a mirarla de reojo.

La bandera en los tiempos de la indignación

Un solo día y dos actos. El primero, al interior de una estructura metálica recién montada, la cual recrea un espacio cerrado. El segundo, a la luz del día, de cara a una ciudad que, en plena revuelta popular, arde entre la expresividad de las barricadas y la represión policial de las bombas lacrimógenas. Todo ocurre hacia fines del año 2019. La contraposición de espacialidades apunta a un gesto de armonización entre el afuera y el adentro, entre el cuerpo y el alma, entre el individuo y la comunidad. Se trata de un gesto con miras a rearticular aquella unidad de flujo anímico y formas de vida que los binarismos clasificatorios de la episteme neoliberal se han encargado de separar y administrar.

En el primer acto, Janet, tan sólo cubierta por una transparencia oscura, recorta lenta y meticulosamente la estrella de la bandera de Chile. Cuando, durante la revuelta de octubre de 2019, los ojos del pueblo derramado en las calles se han tornado sistemático objetivo de violaciones de derechos humanos a manos de Carabineros -sumando más de 400 casos de traumas oculares-, la radicalidad gestual de Janet es evidente: ya no hay luz estelar destinada a iluminar los caminos históricos de la nación, porque, precisamente, la nación destruyó los ojos un pueblo, ahora, incapacitado de dejarse hechizar por dicha luz estelar: el ahuecamiento de la estrella desactiva los poderes de domesticación inherentes a la naturaleza del Estado- nación. Por ende, la bandera de Chile, símbolo oficial de la homogeneización social, étnica y cultural constitutiva de cada nación, ha perdido su medalla, mostrando el vacío fulgor de aquel otrora sentimiento patrio, históricamente siempre más cercano de la violencia que de la fraternidad, de la imposición que de la representación. En efecto, la teórica de arte Mane Adaro ha escrito que la simbología de La bandera de los tiempos de la indignación “se convierte en una geometría disfuncional y herida, mostración de una no representatividad que, a la vez, propone un tipo de escisión para ver más allá, para transformar lo que ya está gastado” (2019). Lo gastado es la convivencia y habitabilidad del país, justamente a causa de más de 30 años de explotación, precarización y variados abusos generados a raíz de la profundización de un neoliberalismo salvaje, al cual, tanto los gobiernos de centroizquierda como de derecha, se dedicaron a administrar, acrecentando, así, los capitales y privilegios de la clase empresarial-militar que define a la oligarquía chilena.

El segundo acto se desarrolla a las afueras del edificio del Servicio Nacional de Turismo (Sernatur). Tras caminar hacia él, Janet Toro, nuevamente desprovista de su blusa negra (como en Este es mi cuerpo), se posa en sus escalones para, inmediatamente después, acercar la bandera chilena a su boca e imprimir un beso en ella de labios pinturrajeados. Esto lo hace reiteradamente: pinta con fervor sus labios una y otra vez, besa la bandera de manera rabiosa, mancha la pureza inmaculada de su estrella y repite la frenética acción durante 10 minutos. Con esta performance Janet Toro interrumpe el imaginario clasista del Chile transicional, aquel alumno aventajado de la región en irrefrenable vía de desarrollo al primer mundo. En efecto, el famoso cliché de la “imagen-país” de un Chile abierto a la inversión de grandes capitales provenientes del mundo globalizado, tan difundido por las autoridades y medios de comunicación nacionales, revela la temporal obsolescencia de aquel discurso durante la revuelta. A partir de la impávida quietud del portentoso edificio del Sernatur, la imagen publicitaria de Chile se desmorona, se arruga y ensucia, cuan la profanación transitoria que sufre la pinturrajeada bandera. Por un instante, la bandera de Chile ha quedado suspendida, problematizada, denunciada en su clásica y estructural violencia de homogeneización por abstracción. Es decir, igual como lo hizo la revuelta y sumándose a su ritmicidad, la performance de Janet interrumpe la violencia estructural constitutiva del principal símbolo patrio para, así, mostrar la real fricción y dignidad de los cuerpos derramados en las calles, de los cuerpos indignados por el ocultamiento que dicha bandera disciplinante ha hecho de ellos.

Ritornello

Desde el 16 de mayo hasta el 7 de septiembre, el Museo Nacional de Bellas Artes expone Janet Toro: Intimidad radical. Desbordamientos y gestos, muestra antológica que, bajo la curaduría de Cecilia Fajardo-Hill, recorre 40 años de trayectoria de la reconocida, lúcida y valiente artista visual.

Pero esto no es un mero anuncio, sino -en fidelidad a Janet- una denuncia.

El domingo 25 de mayo, un pequeño grupo de ultranacionalistas chilenos se congregó a las afueras del Museo para manifestar su disgusto a causa del presunto acto de ultraje a la bandera nacional realizado por Janet, así como su molestia con las autoridades culturales por financiar, con recursos públicos, tal exposición ofensiva contra la patria. Tras haber propinado violentos ademanes, groserías varias y una serie consignas vacías, el grupúsculo se retiró luego de encontrar resistencia entre el público que asistía al Museo. Como reacción a este suceso, la artista, la curadora y los directivos del Museo emitieron un comunicado donde clarifican el sentido y el valor fundamental de esta exposición

Ahora bien, cuando el neofascismo, ese pastiche simplista y odioso sale a las calles, su indignación expone la propia indignidad que lo atraviesa. Por eso, entre muchas otras razones, los manifestantes exigían respeto hacia los símbolos patrios, mas no de la soberanía nacional, por ejemplo, sobre los recursos naturales. Se trata de un nacionalismo entreguista, que sólo se identifica con la nación de manera instrumental: allí cuando satisface los intereses de la oligarquía, a través de una idea de comunidad afincada en las tradiciones conservadoras, pero, al mismo tiempo, cuando convence a cada individuo de su rol de emprendedor, en cuanto empresario de sí mismo, explotador y explotado por sí mismo.

Como ha investigado el colectivo de estudio Antithesi, de Grecia, el neofascismo (ellos le llaman posfascismo) es una amalgama que integra, de manera flexible y superpuesta, las siguientes 8 dimensiones: populismo; nacionalismo; elitismo; individualismo; darwinismo social/ideología de muerte; irracionalismo (aspiración al ‘orden natural de las cosas’, conspiracionismo); ataque a las luchas por los derechos sociales (ideología ‘anti woke’, crítica al transhumanismo, etc.); invocación de la libertad de expresión” (Antithesi, 2025, p.20).

Por lo mismo, para los neofascismos actuales la patria no es lo primario (como sí lo era para los fascismos clásicos, tan amantes de los delirios mitológicos). Para ellos, la patria simplemente opera como un recurso de cohesión social aplicable a las filas populares, tan indignadas por los vejámenes de la inmigración, la despiadada delincuencia, la inclusión de género, la expansión de derechos sociales, los discurso en defensa de los DDHH, así como a las derrotas de la selección chilena de futbol.

Sin embargo, aunque esto parezca baladí, en realidad no lo es. He ahí la fuerza devastadora del neofascismo: en la afectividad básica del odio construido y dirigido a partir de una precaria versión de sentido común. La indignación y la rabia que detonó en octubre del 2019, actualmente ha cambiado de forma: es indignación y odio, los cuales son capaces de moverse, incluso, dentro de las instituciones de la democracia liberal. No obstante, el factor compartido -y allí reside nuestro mal y también nuestra esperanza- consiste en la indignación. Porque, pese a que la tortilla pareciera haberse dado vuelta, asistimos a una misma epocalidad histórica, en la cual continúa ondeando La bandera en los tiempos de la indignación, sea para destituirla (como en la revuelta), sea para sacralizarla (como lo hace el neofascismo).

Finalmente debo repetir lo que señalé en un inicio: no quería escribir esto. Atravesamos tiempos críticos, agónicos, y, por lo mismo, quisiera no haber tenido que escribir nada de esto. Pero, al igual que el arte de Janet Toro, tan lejos de la primacía preciosista del narciso placer estético, habitamos tiempos que nos llaman a poner en juego lo mejor de nosotros mismos, tiempos que nos demandan, incluso, a ponernos en juego a nosotros mismos. Hoy, con cansancio y decaimiento, continuamos encarnamos un espíritu de resistencia contra el poderío político de la muerte. Por eso la escritura, por eso el cuerpo: por la justa alegría de la vida.

Referencias:

Adaro, Mane (2019): “Janet Toro: La bandera en los tiempos de la indignación” en Artishock. Revista de arte contemporáneo, 25 de noviembre, 2019. Disponible en: https://artishockrevista.com/2019/11/25/janet-toro-la-bandera-en-los-tiempos-de-la-indignacion/

Antithesi (2025): El ascenso del posfascismo. Editorial Pensamiento y Batalla. Santiago de Chile.

Bolaño, Roberto (2003): “Literatura + Enfermedad = Enfermedad” en El gaucho insufrible. Editorial Anagrama. Barcelona, España.

Página de la artista Janet Toro, con información relevante: https://janet-toro.com/es/

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