Javier Agüero Águila / Andréi Tarkovsky. Las fronteras invisibles del tiempo

Estética, Filosofía

Aviso

A lo largo de tres textos diferentes pero en sintonía, se intentará pensar al tiempo sin recurrir –tanto como se pueda– a la mirada filosófica, sino a la que se despliega en algunos instantes, se considera, mayores de la escritura del siglo XX. Pensamos en esta línea y particularmente, en la concepción del tiempo que se muestra en los textos del escritor y cineasta ruso Andréi Tarkovsky (al que dedicamos este primer escrito), de la poeta y cantautora chilena Violeta Parra, y del también poeta y cantautor canadiense Leonard Cohen.

Sin embargo y en principio, no podemos sino decir algo (muy ligero) respecto de qué va este vínculo de tal manera esencial entre filosofía y tiempo, al punto que no existiría la primera sin la constatación del segundo como lo que va de suyo, de su propia extensividad sin lógica, aleatoria, y en la que la filosofía se sumerge para encontrar la hebra interpretativa de su Fuerza y significación (Derrida, 1967). No quedaría sino constatar esta dependencia de la filosofía de y en el tiempo, sea cual sea el estilo, el momento, las influencias, las intersecciones o las tendencias.

Entonces ¿cómo pensar el tiempo más allá de la herencia filosófica? O radicalizando la pregunta ¿es posible dar con una idea de tiempo sin tener que acudir a la historia de la filosofía que, por lo demás, no podría abarcarlo en su “naturaleza” heterocrónica infinita/infinitesimal? ¿es así?

Pensemos en la gran herencia filosófica que iría desde Heráclito, pasando por Platón y Aristóteles, hasta Bergson y Heidegger (2 mil 500 años de insistencia en el tiempo); sin pasar por alto, por cierto, al tiempo a priori de Kant, al eterno retorno de Nietzsche, al tiempo histórico de Arendt o al tiempo mesiánico en Levinas, en fin; son múltiples las variaciones del pensamiento que no han podido eludirlo como lo propio de la existencia y de acceso al mundo. Sin embargo, se trataría de un tiempo sin cronos absoluto; se fija, parcialmente, sí, en su contexto y época, metabolizándose como un referente situado para la reflexión. Mas esta misma particularidad del tiempo en el tiempo, indica su hendidura en la historia, la cesura, los pliegues y repliegues sin límites que, aunque ahí, aconteciendo, no podrán ser capturados ni reportados como universales porque para el filósofo hay un final, y su tiempo está condenado a pensar lo infinito en la precipitación de su propia finitud. Dice Borges: “Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres” (“Ulrica”, en El libro de la arena, 1975).

El tiempo es sin tiempo para la filosofía, y la faculta para auscultar su propio presente intestino ya sea en la inmanencia o en vistas a lo trascendental; el tiempo va, sin más; discurre no subordinándose a la vida y a la muerte. No se desliza interminablemente en el flujo heraclitiano o en la imagen inmóvil de la eternidad de la que hablaba Platón. El tiempo le pasa a la filosofía desde el comienzo, sin pausa; tiempo que es todo el momento posible porque la emparenta con su contingencia, a su vez, infinita en la medida que se concibe desde la plenitud de nuestra temporalidad limitada en el mundo; siempre habría filosofía porque hay tiempo y ésta no puede eludirlo por más desestabilizadora que pretenda ser respecto de la tradición.

Ahora, y en el entendido que se busca una lectura de qué es lo que pueden decirnos sobre el tiempo los no-filósofos/as, en este caso escritores devenidos cineastas o poetas en cantautores/as, dejamos pendientes algunas preguntas que abren a otras cuestiones que bien podrían ser abordadas en otros escritos –“pendientes” en el sentido de lo que aún no se resuelve, pero también de lo que “pende” de algo: la uva que pende de la vid, por ejemplo–. Entonces ¿en qué punto filosofía y literatura se confunden? ¿Kierkegaard o Nietzsche fueron “filósofos puros” o poetas al mismo tiempo? ¿acaso no es posible leer Le Flâneur de Baudelaire como una aproximación filosófica a la ciudad? ¿o La carta postal de Derrida como una confesión de amor que, sin abandonar la impronta filosófica, por pasajes mayores se impone como un texto literario? ¿dónde clasificamos a Margarite Duras, a Sarah Kofman o, sin ir más lejos, a Nelly Richard? ¿no es acaso Becket un filósofo? ¿existe ese hito plenamente identificable que nos permite, con certeza, decir “aquí acaba la filosofía y empieza la literatura», o al revés? ¿o más bien filosofía y literatura se funden en una hipérbole de sentido en la que se borran todas las diferencias y en la que cada una es la otra sin que sea preciso el sesgo, la marca distintiva, la censura?

Avisado a lo anterior, comenzamos con André Tarkovsky; su idea de tiempo, sus cápsulas y retenciones.

Lateral

Este escrito no va de insistir en la genialidad de Tarkovsky como cineasta quien, por lo demás, con solo 7 películas –algunas de ellas hechas con un presupuesto paupérrimo y no sin la vigilancia de los organismos de inteligencia soviéticos, que lo asediaban por hacer un cine no realista, demasiado “espiritual” y entonces pequeñoburguéspasó a ser considerado uno de los más grandes en la historia del cine. Así lo define Ingmar Bergman:

Cuando descubrí las primeras películas de Tarkovski, fue un milagro. De repente me encontré ante una puerta de la que nunca había tenido la llave, una habitación en la que siempre había querido penetrar y en la que él se sentía perfectamente a gusto […] Para mí Tarkovski es el mejor cineasta (Senses of cienema, 2017).

Lo que nos implica es, sobre todo y como se sostuvo, explorar en su escritura cuál es la noción de tiempo que él mismo defendía y desplazaba a sus películas.

Esta idea del tiempo en Tarkovsky no podría estar escindida de una comprensión también profunda de la existencia y del ser, de una ontología que no se refleja ni se transmite al modo de los/as grandes filósofos/as, lo que hace de su trabajo textual y cinematográfico un tejido complejo y perplejo; un entramado de imágenes superpuestas y advenedizas que no se anuncian pero que se intuyen, despejando la ruta para que lo fantasmal se funda con lo real. Un trenzado imaginal de alto vuelo poético; el arte alcanzado su máxima expresión y que desafía, a quien quiera introducirse en su cine, al entumecimiento, a perder la cinética y a exponerse a la belleza que nos increpa y que emerge como figuración de un mundo lateral, sinsentido por tramos, absurdo, no codificable o inaccesible por momentos, pero que nos transporta al sueño y a la desarticulación del espacio-tiempo ahí donde éste era una zona de confort en la que descansábamos sin la exigencia de sentir o pensar más allá de lo que se nos representaba; un espacio-tiempo nunca sometido a cuestionamientos.

Tal vez puede que éste sea uno de los grandes legados de Tarkovsky: el desafío de ingresar en un instante onírico soñado por alguien más; un otro que nos regala su tiempo en imágenes soñadas. Así lo decía, nuevamente, Bergman “[Tarkovsky] captura la vida como un reflejo, la vida como un sueño” (Senses of cienema, 2017).

Sin embargo, como lo escribía Kierkegaard: “La angustia es el vértigo de la libertad” (La angustia, 1844). Y esto es lo que aparece en el cine y también en la escritura del autor ruso. O dicho de otra forma, la angustia es el precio a pagar por ser libres en la contemplación de una obra en la cual todo sucede sin régimen, sin repeticiones; una cinematografía en caída libre a lo inexplorable y en la que se resiente una lenta precipitación (detención excesiva, a veces, pero jamás un no-recurso poético), una contemplativa alternancia de secuencias que nos lleva a naufragar en lo insondable de la poesía cuando desborda; inmanencia sin trascendencia aunque esta última tampoco está prohibida, nada la inhibe si ésta es a condición de un ser aquí y ahora. Tal como lo apuntaba George Bataille: “Trascendemos aún la existencia debilitada, pero a condición de perdernos en la inmanencia” (Sobre Nietzsche. Voluntad de suerte, 1979).

Y todo lo anterior tonificado por una suerte de mezcla inédita y no menos contradictoria entre un existencialismo hiperreal –aunque muy intenso estéticamente– con un surrealismo contingente; es decir, existir en la densidad del instante etéreo mientras el sueño se querella de cara a ese mismo instante, produciendo un extraño vínculo entre el mundo y sus artefactos, entre las “palabras y las cosas” y la desfiguración que produce lo onírico. Lo que compone, al final, un simbolismo que triza la secuencia del relato y abre una fisura en lo que entendemos por sentido y continuidad.

La vida no debe tener sentido

Así lo expone Tarkovsky, de forma irreverente y apostando a la necesidad –desconcertante– de una vida sin sentido:

Por supuesto, la vida no tiene sentido. Si lo tuviera, el hombre no sería libre. Se convertiría en esclavo hasta ese punto y su vida se regiría por criterios completamente nuevos: los criterios de la esclavitud. Como un animal, cuya vida tiene como sentido la vida misma, la continuidad de la especie (Martirologio, 1989).

El pasaje es extraño y distorsiona. La filosofía por lo general busca el sentido pese a todo. Al igual que las religiones. Pero en el relato de Tarkovsky la escena es otra. De lo que va es de defender lo sinsentido como lo propio de la existencia; la misma que no puede quedar subalterna del sentido pues éste jamás llegará; anulando el rastro, la huella; detenidos en el eco de una voz sin retorno y vacía ¿Para qué fabricarle un sentido a la vida si la (im)posible libertad se vive solo en el “estatuto” de lo etéreo? No nacemos con un sentido incorporado, éste se nos indexa, se nos hereda o de alguna forma se vuelve el vibrato de un dogma. No lo hay, solo vida, o, en otros términos, el sentido es la vida sin sentido presupuesto y esta es nuestra libertad.

Es aquí donde se resiente el aliento creador de Tarkovsky, su tendencia irreversible a hacer de la imagen una eternidad suspendida, la que despunta como todo el sentido de una existencia que, en principio, no lo tiene; sin leyes, sin protocolos poéticos ni imaginarios preconcebidos, mucho menos íconos, pero sí con una espiritualidad que deambula en un registro no identificable; una que le pertenece solo al artista entregándose con todo al tiempo único de un pasado que no existe, en un presente que se evapora en sí mismo, que ya fue y en el que –para nuestro pedestre entendimiento del tiempo por fuera de su linealidad– el futuro no juega, no se muestra. Todo se consume en la fractura de un sinsentido que es el único sentido posible. Esto es lo que hace de Tarkovsky, igual, un autor que habita en la aporía.

Instinto polaroid

El artista ruso no sublima lo que pasa en el mundo como expresión de un sentido que se nos revela a cada instante. El tiempo, justo, no podría jugar a favor de ese evangelio, ritual y sistemático, en donde todo cobra densidad y nos incorpora una y otra vez en el tráfago incesante de una vida que no tuvo nunca un objetivo, salvo ahí donde era vivida instantáneamente; un vivir polaroid; una inspiración y exhalación únicas; una tersura inasimilable, plástica que no obstante se nos imprime, marca y deja en ruinas (ahí donde el tiempo en vía recta queda devastado) a la utilidad de nuestras rutinas programadas. Aquí, por cierto, se revela el tiempo en su total y hierática fugacidad. Un tiempo no sacralizado sino expuesto a lo indecidible de lo acontecimental que estremece desde una poética espiritual.

Así lo escribe Tarkovsky en Esculpir en el tiempo (1985):

[…] no se debe separar la imagen cinematográfica en contradicción a su tiempo natural, no se debe extraer del flujo del tiempo. Pues una imagen cinematográfica sólo será «realmente» cinematográfica —entre otras cosas— si se mantiene la condición imprescindible de que no sólo viva en el tiempo, sino que también el tiempo viva en ella, y además desde el principio, en cada una de las tomas.

En esta línea, el tiempo en el cine para el autor ruso se compone de una imagen que no debe ser saboteada por una metodología específica propia de lo cinematográfico, por sus objetivos a posteriori o por la urgencia de atrapar al público. Tiempo e imagen expresan su temporalidad total, absoluta, intensa, sin concesiones, solo irrumpiendo para llevar al límite los protocolos, tensarlos hasta que no tengan relación con esta vida y con aquella muerte. Produciendo una efracción con el pasado y con el futuro, siendo solo ahí, como devenir sin cálculo que resulta en una experiencia de la imagen en donde el tiempo prescinde de júbilos intrascendentes o alegorías decorativas tan propias del cine industrial.

Es un tiempo mutante, inmune a sí mismo que no se subordina al folclor cronológico de lo puramente occidental. En Tarkovsky, a diferencia de Heidegger –en el que habría tiempo porque hay un incombustible fin, esto es que “El tiempo es irreversible. Esta irreversibilidad es el único factor por el que el tiempo se anuncia todavía” (El concepto de tiempo, Conferencia, 1924)– el tiempo es una cápsula real y surreala la vez que no eyecta ni al pasado ni al futuro, ni a la vida ni a la muerte como los polos de un existencialismo, diremos, elemental, sino que al encapsulamiento de la infinitud en la instantaneidad.

De la literalidad y la extinción

El tiempo, de esta forma, es en la imagen; tiempo que fluye inasible y que evanesce ahí donde lo que se figura ya no es sujeto de nada. Esto puede ser entendido en su literalidad máxima, es decir, como lo que es en el instante fugaz de su acontecer, o como el momento de un tiempo que, en simple, no tiene arraigo; dura lo que dura la imagen, la misma que nace muerta o siempre dispuesta a su extinción. De este modo en Tarkovsky, esta idea del tiempo, sobre todo en sus últimas películas, El espejo (1975), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986), se reafirma.

Si bien no se puede hablar de secuencialidad, sí de una estructura fundamental de la temporalidad que no será cacofónica respecto de la escena anterior y ésta de la que la precede y así, todo es desconocido. La escena y el texto son anárquicos –una temporalidad anárquica– respecto de lo que transcurre, y no tienen la urgencia de imprimirle a la imagen un pasado o un futuro que la expliquen, solo la radical irradiación de un tiempo único, tan imperecedero como aniquilado en emergencia. Digámoslo así, en Tarkovsky el tiempo se detiene e inmortaliza en la imagen, lo que supone a su vez una idea de lo infinito, pero, siempre e insistimos, es la destrucción del tiempo en su versión lineal: pasado/presente/futuro. Así lo define él mismo cuando se refiere a qué es el cine:

¿De qué forma fija el cine el tiempo? La definiría como una forma táctica. El hecho puede ser un acontecimiento, un movimiento humano o cualquier objeto, que además puede ser presentado sin movimiento ni cambio (si es que también el flujo real del tiempo es inmóvil) (Esculpir en el tiempo, 1985).

En definitiva, volviendo a Borges, se piensa que Tarkovsky comprende que “Es la verdad la que no es concebible (la eternidad), pero el humilde tiempo sucesivo tampoco lo es” (“El tiempo circular”, en La historia de la eternidad, 1936). Interesante sería, en la estela borgeana, seguir la pista de la “verdad” en Tarkovsky que, es probable, tenga que ver con la irremediable vaporización del presente y, entonces, del pasado y el futuro.

Final sin conclusiones

Este escrito no puede ser concebido sino como un texto, con suerte, introductorio a la obra de Tarkovsky (inmensa, polifónica y polisémica, abierta a toda exégesis o hermenéutica y en la que no hay obturación o palabra definitiva). Se ha intentado, sin embargo, acceder a lo que el autor ruso ha hecho con el cine propiamente tal y a la altura poética a la que elevó este arte; altura que sería incomprensible si es que no indagamos aunque sea de manera inicial en su idea del tiempo y de existencia. Todo esto sale retratado, fundamentalmente, en el libro Esculpir en el tiempo y también en sus diarios a los que tituló Martirologio (que comienza en 1970 y los termina un poco antes de su muerte en 1989). De esta forma, se quisiera rescatar un par de ideas a modo de cierre. Escribe Tarkovsky sobre las pasiones:

En un carácter sin evolución, prácticamente estático, la presión de las pasiones se comprime de forma extrema; es, pues, inmensamente más clara, más convincente que las transformaciones paulatinas […] Me interesan más bien los caracteres externamente estáticos, llenos de tensión interior por las pasiones que los dominan.

Esta pulsión tarkovskyana a que las pasiones sean comprimidas, es decir, que queden reprimidas al interior de un tiempo inmóvil, que las condensa y también somete a un tipo de sedentarismo, es lo que el autor ruso entiende como el destilado máximo de una escena. Nada puede ser más extremo que el carácter insular, sin coordinación con lo interno que lo que pueden producir las pasiones ahí donde son intensificadas, aprisionadas y enclaustradas. Así, es que el tiempo de las pasiones es el tiempo de lo inmóvil, de una eternidad inmóvil. Y no estamos lejos de decir que la escritura y el cine de Tarkovsky es, en este sentido, anti-platónico, en el entendido que Platón mismo defendía en el Timeo que “El tiempo es una imagen móvil de la eternidad” (en torno al 360 A.C.).

No para Tarkovsky; para él, el tiempo es la inmovilidad de la eternidad en un instante, pero no en un instante cualquiera, sino aquel en el que las pasiones pueden detonar una devastación, ya sea estética o emocional; nada está preconcebido, hay improvisación o lo intempestivo a lo que permanentemente el artista se arriesga ahí donde en su complot poético le cede el control del tiempo al arte y su propio flujo que, no obstante, es devenir recobrado en su fugacidad e instantaneidad. Pasiones sí, pero no como trascendencia o recurso lírico hiperbolizado; más bien pasión concentrada al interior de las transparentes fronteras del tiempo que se precisan en sí y para sí.

“Una jaula salió en búsqueda de su pájaro” (Kafka, “Aforismo 16”, en Consideraciones sobre el pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero, 1917-1918).

La jaula es el tiempo, el pájaro el instante.

Finalmente, tal como lo sostiene el poeta, “El tiempo es una condición vinculada a la existencia de nuestro ‘yo’. Es el ambiente que nos alimenta y muere cuando se desgarra el vínculo entre existencia y condición de la existencia […]” (Esculpir en el tiempo). Esto quiere decir, se cree, que sin tiempo no podríamos tener una comprensión de nosotros y seríamos nada más que penínsulas desterradas de la existencia misma, de la vida. Habitamos en el tiempo y por encima de cualquier expresión artística, o de la más profunda de las filosofías o de las religiones que pretendan negar esta esencia vinculante, somos tiempo, mas, y aquí el rasgo distintivo y radical de Tarkovsky, el tiempo no trasciende y es lo más real de lo real; solo se experimenta en la evanescencia de la inmanencia; de nuestro pasar por el mundo siendo sujetos que caminan hacia la muerte inexorablemente, sí, pero para siempre inmortalizados en la etérea y no menos excitante hendidura del ahora.

Tal vez, también, de esto vaya el amor.

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