En nuestra primera divagación acerca de la máquina buscamos una imagen primigenia que fuera suscitada por la noción de máquina. Acto seguido, en la segunda divagación realizamos el movimiento contrario, es decir, reflexionamos acerca de la noción de máquina despertada por su imagen primigenia. En contraste, esta tercera divagación estará consagrada a radicalizar históricamente el concepto y uso de la máquina. Para ello, tomaremos el caso de la explícita aparición de la máquina en el contexto de la tragedia griega.
Tragedia
La génesis de la tragedia, en cuanto origen, sólo puede ser pensado porque aquella tragedia vital que algún día inflamó los escenarios de la Grecia antigua ha llegó a su fin. Nunca puede haber cabal pensamiento sobre lo pensado sin que aquello pensado haya sido, o esté siendo, asesinado y, de algún modo, resucitado. Pensar radicalmente es un entierro o una agonía: un asumir y un invocar, el acto de exponer nuestra vida para hablar con un mar de espectros. En las inmediaciones de este saber aporético se concentra la fatalidad de la tragedia y la maravillosa profundidad de su enigma. Pero algunos se han quedado sólo con la muerte de la tragedia: la han asesinado para levantar un trasmundo a sus espaldas, detrás de la conmoción de las gradas e inalcanzablemente más arriba de las calamidades del escenario. La luminosidad de un trasmundo parece constituir la tragedia de la tragedia: su destino histórico; es decir, una peripecia y epifanía en la narración de la historia universal.
Es verdad: sería su trágica verdad. La potencia de la antigua tragedia griega ha sido arrebatada por lo irrepresentable de la muerte. Ahora bien, acerca de su muerte, de esta muerte suya, como todo muriente, ella no ha podido dejar propio testimonio. Tan sólo ha dejado una huella: la sombra de un síntoma cuya misma opacidad dibuja y desdibuja, insinúa, la fatalidad de su pérdida de destino. Un fin sin finalidad. Pero eso sólo se torna susceptible de ser pensado desde fuera de la tragedia. No desde ella; ni tampoco del trasmundo que le su(s)cedió.
Históricamente, la agonía de la tragedia estuvo recubierta de claridad: el creciente pudor le impidió exhibir la vergonzosa e insondable angustia que le atormentaba tras la sofística palabrería y los enceguecedores espejismos de su aparente grandeza. Hacia mediados del siglo V a.C., la tragedia, como movimiento inverso a su inexorable declive, toma el rumbo de la claridad, del orden lógico, de la primacía moral, de la grandeza epopéyica y de los diálogos desarrollados en silogística transparencia. Eurípides emerge en el escenario de Atenas. Pero aquella emergencia representa simplemente la manifestación de un espíritu. Epifanía de un cierto tipo de racionalidad dispuesta -desde esa época hasta hoy- a expandirse por el orbe, a desentrañar e inmovilizar el ser de cada ente y a presenciar el brillo de la esencia del Ser en general. De algún modo inexplicable y eminentemente intempestivo, el horror y la perplejidad que caracterizaba a los primeros años de la tragedia, a Esquilo y a su relevo tomado por Sófocles, cae en encandilada desgracia: la ceguera del optimismo. Apolo asesina la ebriedad de su hermano; Dionisio sólo sobrevive como el cadáver a la sombra de Apolo. Y las sombras, como los fantasmas, no pueden ser tocadas.
Por lo mismo, el genuino horror de la tragedia sólo es posible de ser pensada desde una tumba sin paz. Tal vez el final de la tragedia griega, su muerte histórica, haya sido la condición o llave secreta que nos ha permitido pensar en su propia finalidad, en -de haberlo- su para qué: mostrar el sentido trágico de la existencia, como si con su muerte se consumara el sinsentido que, ineluctablemente, ella misma debía, más que representar, encarnar hasta su muerte. La humillación a la que le somete Eurípides simboliza su inasumible agonía; colindante con la agonía de quien, luego de desesperar ante la proximidad de la muerte, termina por ceder ante la apaciguadora eternidad, tan platónica como cristiana, que ofrecida por la extremaunción. Pero esa ya no es la tragedia antigua, sino lo que de ella ha resultado capturado.
La potencia de la antigua tragedia griega consiste en escenificar su agonía desde sus inicios. Nada tiene que ver con la ilusión platónica. Ella, al contrario de quienes la han capturado, no ha de aferrarse desesperada e innoblemente a la vida para terminar por solazarse en las aladas nubes de un trasmundo. Más bien, la tragedia antigua sólo busca dejar testimonio contra el olvido: un grito cuyo destino, a lo sumo, residiría en la posibilidad de gritar y, tal vez, en la posibilidad de que aquel grito resulte escuchado. El sentido del sinsentido ahogándose en un único grito, sin interior ni exterior.
Dar vida a una muerte, dar vida a la verdad, a la única verdad, la de la muerte: las más altas tragedias griegas subliman el sufrimiento trágico precisamente porque, mirándolo a los ojos, no dejan de habitar, con sus dichas y pesares, tal sufrimiento; porque no dejan de imaginar el estético advenimiento de la muerte que espera a la sublevación de los máximos héroes. La tragedia del héroe es su heroísmo, pues no puede aspirar a más que dejar testimonio de la estremecedora inutilidad de su rebelión. Los dioses, por cierto, corresponden a esa muerte: lejos de ser regidores del destino (como sí han de serlo las moiras, aunque suelan ignorarlo), son la proyección de una ilusión cuya única realidad es el sinsentido, siempre tan humano, que les ha creado. La dignidad de la belleza que la humanidad no puede dejar de crear reside en su fantasía. Y, por lo mismo, mientras no quiera huir a un trasmundo, es lo único que vale la pena. Por eso los dioses griegos son, a plena vista de todos, tan bellos y vanidosos como los seres humanos: porque son la contracara no idealizada de la verdad trágica. Sólo una vez llegado el cristianismo los dioses olímpicos habrán de extraviar sus rasgos y sus alegrías, sus celos y sus felonías. Esa también será su tragedia: la abstracción y soledad del monoteísmo.
En realidad, la verdadera fatalidad no se expresa en una muerte en particular, acaecida a un individuo o conjunto de ellos, incluso, a una especie o a una civilización completa. La sabiduría trágica sólo es tal en la medida que enfrenta su propia fatalidad: el absoluto dominio de la muerte, la caducidad de toda la phisys y el fatídico vacío que, desde dentro, gobierna y desgobierna al arché, transformado el lúdico capricho del azar en la abismal sed de un grito. Se trata del sinsentido; esa muerte de la misma muerte, la extrema reafirmación de su propia negatividad, el nihilismo de un fin sin finalidad que, tras el recorrido por la historia del universo, aniquilará al kosmos como si nunca hubiera nacido.
El nacimiento de la tragedia, en cuanto origen, sólo se puede pensar una vez muerta. Sólo sobre un escenario desfondado, la radicalidad del nihilismo asume y exhibe el deseo de la autoconservación en la impotencia de un grito forzosa y bellamente silenciado sobre la profunda inutilidad del escenario y entre la catártica perplejidad de los espectadores. Eso ha terminado siendo la antigua tragedia griega: la tragedia de nuestra agonía existencial; el más alto juego surgido después de asumir lo inasumible de nuestro chispazo cósmico; la hermosa casualidad del accidente que hoy somos, en tanto condenados a dejar de ser y carente del más mínimo destino fuera de escenario.
Así, la agonía de la tragedia también tuvo su propia muerte. Ella, negando la inminencia de su muerte y la actualidad de su sinsentido, traicionó su amor por la angustia. Prefirió, al contrario, acunarse entre las nubes de un trasmundo: sólo cubriéndole los ojos al trastornado delirio del horror pudo haber surgido la filosofía platónica; sólo para cubrirle los ojos al trastornado delirio del horror hubo de surgir la filosofía platónica. Sócrates es quien la siembra; Eurípides la cosecha y distribuye.
Hoy, en tiempos finales de una modernidad que nos ha negado tanto el prometido progreso como su compensación al vestirse de posmodernidad, la catástrofe planetaria, las oleadas neofascistas y el genocidio en Gaza, parecen imponer la incómoda verdad que, hasta antes de Eurípides, no cesó de enunciar la tragedia: el sinsentido. La tragedia antigua nos ha regalado la sabiduría acerca de la fatalidad de nuestra propia historia civilizatoria: su insufrible colapso. Eurípides, en cambio, justificaría el colapso en vistas de la ilusión del progreso.
Nietzsche
De una manera oscura y misteriosa, más de dos milenios después, y ya superado cualquier vano anhelo de eternidad, junto a la tumba de Nietzsche ha vuelto a danzar la finitud de la catarsis. La tragedia, ahora, saldrá a escena todas las noches, acosando, cuan pesadilla irredenta, la tersa piel del progreso y las lisonjas de la cultura.
Según Nietzsche expone en El nacimiento de la tragedia, la decadencia de la cultura griega se patentaría en la evolución de un movimiento metafísico caracterizado por la racionalización explicativa, la administración de las pasiones, el anestesiamiento de la energía vital y la introyección de un sentido existencial de corte trascendental y de dinámica descendente. En la dialéctica estética entre lo apolíneo y lo dionisíaco, la mesura, armonía y claridad formal del primer movimiento se ha impuesto sobre el excesivo, fragmentario y fluyente arrebato del segundo; como si Apolo, haciendo gala de su más alta potencia, hubiera comprendido a Dionisio, lo hubiera analizado, explicado y aconsejado, conjurando la circular sed de un hermano quien, a su vez, nunca pretendió comprenderlo. En suma, con el platonismo de corte apolíneo se impone un movimiento unidireccional, donde sólo la luminosidad originaria del supramundo dota de sentido a la dimensión sensible y derivada del mundo. Todo ello, tal cual hemos insinuado, encuentra su primera plasmación en el florecimiento antropogenético de la filosofía ética de Sócrates y, acto seguido, en el idealismo dualista de la filosofía platónica.
A ojos de Nietzsche, se trata del despliegue de una filosofía cuyo máximo logro, por desgracia, consistió en invertir el predominio afectivo de la carnalidad del mundo y del trágico horror ante el sinsentido de la existencia en favor de un soporte de lo real asentado en un más allá intocable. Con la filosofía platónica, el fundamento tomará forma de ilusión. De ahí que esta dimensión ideal, siendo capaz de fundamentar el conocimiento epistémico, las decisiones morales, la conformación de las formas de gobierno, la estructura tripartita del alma y el orden lógico del universo, sólo ejerza su legalidad sobre el mundo desde fuera del mundo: trascender al mundo significa, en el caso platónico, subordinarlo a una región originaria, inmutable y eterna, en cuanto ámbito de emanación de la clarividencia que le dotaría inteligibilidad, comprensión y sentido moral a la existencia. Y sólo después de haberlo asentado en un trasmundo inteligible, las ideas han descender para atravesar lo sensible. La duplicación platónica, el invento de lo inteligible, tiene una finalidad suprasensible: someter a lo sensible a un universo de esencias que lo han de dominar, domesticar y constituir.
En efecto, al igual que siglos después lo harán los cristianos, el modo de vivenciar la existencia llevado a cabo por los filósofos griegos del siglo V, inaugura una posición ante el mundo: la de los transmundanos. Es decir, la de quienes, fundamentando el mundo sensible en la idea de un mundo ideal, hacen de un espíritu inteligible la fuerza que anima la sangre y ritma armónicamente el corazón del mundo sensible; mundo, por cierto, sólo comprensible en tanto mímesis degradada de la esfera eidética. Por ello, se entiende que el verdadero problema teórico de Platón también sea doble: por un lado, buscar la articulación entre ambos órdenes, el ideal y el sensible; por otro, evitar que esa duplicación esencialista del mundo sensible pueda contar con un retorno ad infinitum.
Por lo mismo, Nietzsche denuncia una primera inversión valórica: los valores del orden ideal, al tiempo que fundamentan lo real de la mundalidad sensible, pasan a constituirse en la más alta realidad, la realidad por excelencia. En términos platónicos, el sumum de lo real, de lo verdadero, de lo justo, de lo bello, descansará en el máximo valor de la idea Bien. Por ende, en la elaboración del dualismo platónico, la esfera de lo inteligible no sólo será capaz de irradiar la luz del entendimiento dialógico entre los hombres, sino, mucho importante que eso, de apropiarse de la más absoluta realidad. No hay mero acto de duplicación; hay una sostenida acción de ontologización de tal duplicación en relación con lo duplicado. Así, la sensibilidad, herida en sí misma, quedará comparativamente degradada, connotando el campo apariencial de aquello que está en deuda. Para Nietzsche, como afirmará décadas después, en su Genealogía de la moral, esta deuda tendrá un carácter crucial a la hora de marcar el origen del cristianismo, revelando, con ello, su misma constitución en calidad de platonismo para las masas.
En efecto, debido a que durante el siglo V el platonismo inicia su tránsito paulatino tránsito a constituirse en paradigma epocal, capaz de influir en diversos ámbitos de la cultura griega, también la tragedia habrá de padecer sus trascendentes y transparentes embates.
Eurípides y la máquina
Nietzsche identifica en Eurípides el signo de esta transformación: la “socratización” de la tragedia.
Hablando estéticamente, a diferencia de los grandes tragediógrafos precedentes, Eurípides no redondea la tragedia desde la tragedia misma, no ejecuta la anagnórisis desenlazando el nudo dramático a partir de aquellas peripecias cuya generación de expectativas, fuerza significativa y virtuosismo resolutivo provendría del curso inherente a la trama. En su lugar, cuando la tensión del nudo parece irresoluble, Eurípides sacrifica la verosimilitud inmanente del argumento en favor de un recurso milagroso: el artificio de Deus ex Machine.
El Deus ex Machina operado por Eurípides devela, espectacularmente, a la vez que buscando disimular una vergüenza inasumible, la tragedia de la tragedia: la muerte de la inmanencia; su banal sustitución por una (quizás de tantas) trascendencia.
Eurípides se propuso mostrar al mundo, como se lo propuso también Platón, el reverso del poeta «irrazonable»; su axioma estético «todo tiene que ser consciente para ser bello» es, como he dicho, la tesis paralela a la socrática, «todo tiene que ser consciente para ser bueno». De acuerdo con esto, nos es lícito considerar a Eurípides como el poeta del socratismo estético. Sócrates era, pues, aquel segundo espectador que no comprendía la tragedia antigua y que, por ello, no la estimaba; aliado con él, Eurípides se atrevió a ser el heraldo de una nueva forma de creación artística. (Nietzsche, 2004, p.118)
Así, podríamos decir que la tragedia se “desdramatiza”gracias, justamente, a la espectacularización de un artefacto: una máquina que, al tiempo que lo mueve, vulgariza el deseo de los espectadores por medio de una suerte de promesa de redención, capaz de hacer de romper violentamente el nudo dramático, extrayendo sólo lo ilusorio de su elixir. Con Eurípides la trama ya no discurre como un escuálido río que abre su propio cauce entre los intersticios de las piedras; al contrario, el nudo sufre un desgarro, la violencia de una espectacularización tendiente al optimismo como precaria forma de alegría. Asistimos, por ende, a un proceso de canalización de los afectos. La consciencia platónica se pone en escena, desmonta la profundidad de la catarsis y atempera las pasiones. Por eso, no resulta extraño que a partir de cinco siglos después, y terminando por consolidarse en el siglo IV por medio de la interpretación de Agustín, el platonismo habrá de ser el paradigma que acogerá y robustecerá al cristianismo. Es decir, gracias a Eurípides el platonismo ha empezado a masificarse; y gracias a que el platonismo ha empezado a masificarse, el cristianismo, dicho con términos de Foucault, encontrará buena parte de su a priori histórico.
Por cierto, en la medida que el Deus ex Machina es insertado en calidad de agente trascendente a la tragedia, capaz de asegurar el restablecimiento del curso racional del drama, a costa de sacrificar el componente pulsional y enigmático del mismo por medio de una solución ad hoc, no deja de preludiar la génesis de otro giro histórico: la caprichosa voluntad del tragediógrafo coincidirá con la futura voluntad de Dios. Ambas, en efecto, beben de la fuente de la soberanía. En la triada Platón-Eurípides-Cristianismo acudimos, tal vez, a un momento genealógico de la introyección de la soberanía: un poder donde la omnisciencia convergerá con la omnipotencia.
Ahora bien, dicho técnicamente y en contexto griego, la emergencia del Deus ex Machina estaría motivada por conseguir la salvación de la anagnórisis, el momento de verdad intelectivo-afectivo donde se desenlaza el conflicto central de la obra y se devela la fatalidad del orden rector, al tiempo que la dignidad del héroe trágico. Pero, como hemos señalado, en Eurípides la anagnórisis sólo sería posible en aras del sacrificio de la catarsis, el momento de asombro liberador donde los espectadores logran sublimar el (sin)sentido trágico de la existencia humana. Quizás en este proceso, además de haber visto un profundo indicio con miras al establecimiento de un horizonte de abstracción desvitalizante, Nietzsche también habría palpado el resentimiento socrático. Tal vez desde las tan transparentes como violentas entrañas de este sacrificio, que inmola a la catársis para obtener una anagnorisis maquínica y banal, emanaría el resentimiento del horrendo rostro de Sócrates. Pese a que aquel rostro socrático ha intentado ser lavado hasta la gloria a manos de Platón, Nietzsche lo ha desenmascarado: pues, maestro y discípulo sacrifican el proliferante y siempre singular elixir dionisíaco en virtud de asegurar un tipo de justicia sostenida en principios éticos universales, así como un tipo de conocimiento único y verdadero alojado en un trasmundo inalcanzable. La fealdad corporal de Sócrates, así, quedaría neutralizada por efecto de su sabiduría: la belleza de su alma opera, desde ahora, en calidad de condición suficiente de su valor e integridad. Al igual que en el movimiento maquínico de Eurípides, en Sócrates la luz de la verdad mayéutica, presentado como si naciera desde el adentro de un saber racional, ignorante y universal, sólo puede comprenderse como introyectada desde afuera: a espaldas de la hondura trágica del drama, conceptualizando hasta la transparencia la estética abismal de los terrores y trasmutando el invento de su alma por el cotidiano vitalismo de la Polis.
Por ello, en ambas contorsiones, la anagnórisis de Eurípides y la sabiduría ética de Sócrates, Nietzsche parece advertir el mismo ademán: la racionalización y desvitalización del mundo en favor de su abstracción transmundana, anclada en la piedra del resentimiento, cuan quiste de horror y fealdad derivado del único horror y fealdad: la del cuerpo, perteneciente al mundo sensible. El Deus ex Machina y la luz de la justicia parecen advenir siempre a tiempo, desde otro mundo y ad hoc a la situación.
Principio de identidad
Ahora bien, volvamos, una vez más, a nuestra divagación acerca de la máquina.
Si la oscilante y entrecortada continuidad entre la máquina a vapor y los algoritmos cibernéticos se despliega bajo el horizonte del proceso del capitalismo, la aún más dilatada y heterogénea continuidad entre mito e Ilustración corresponde a un proceso mimético, racional y civilizatorio de alcances mucho mayores. No obstante, pese a sus disímiles dinámicas, ambos procesos hunden sus raíces en un mismo acto: el de la aplicación, hasta la hipertrofia, del principio de identidad (Horkheimer y Adorno, 2009, p. 84).
Principio de identidad: razón necesaria de la cultura y del capital. Por él, la función, tanto de la máquina como de la tragedia de Eurípides, logra representar el proyecto unívoco del mundo antes que hacer uso y experiencia de éste. La función, abastecida por el principio de identidad, logra construir, segmentar, adaptar y privatizar un telos, introduciéndolo, paso a paso y concatenadamente, desde el ojo en la mano del hombre. Por tanto, en la técnica se materializa la voluntad proyectiva y la mímesis de la transparencia. La máquina tan sólo evidencia la hipertrofia de aquel proceso de larga data. En efecto, el principio de identidad sostiene tanto la mimética equivalencia entre la representación y lo representado, como la mercantilización de la vida, en la cual el valor del uso queda subsumido en el valor de cambio: por él, la recóndita continuidad entre el conocimiento del mundo y la mano que lo conoce, lo desea y posee. Así, en el curso del desarrollo histórico el principio de identidad capitalista se ha venido a insertar dentro del principio de identidad cultural. Como si, ya dentro, nunca hubiera existido afuera.
Principio de identidad: aseveración performática y “razón necesaria” de la misma razón; pero “no suficiente”.
Aporía: maquinación, pensamiento, imaginación
Pero tal vez hemos sido un tanto injustos no sólo con Eurípides y Platón, sino con la inventiva maquínica. Quizás el problema, más que las máquinas, sea la maquinación misma, la tiranía del principio de identidad como principio supremo, ya sea en la persona cristiana o el sujeto moderno como en la cerrada forma del juicio tautológico “A=A” y su derivación al principio de objetividad. La maquinación es proyecto presente, deseo e imágenes ahora presentes, pero representadas, una y otra vez, en un tiempo futuro y sobre un espacio ausente. No obstante, la maquinación cuenta con una esencia más violenta que el modo de su aplicación proyectiva: sobre todo, es un tipo de captura, cuya labor consiste en confiscar tanto la apertura del mundo, el seno del libre movimiento de lo capturado, así como de encubrir la problematicidad del mismo acto de capturar. Con ello, se obtura el carácter no-necesario de todo capturar, quedando encubierta la naturaleza de su operatoria, esto es, solapando su labor de naturalización de la cultura, labor que él presenta, de manera performática, naturalizada. Sólo así la civilización parece llegar a ser la civilización. Máquina de máquinas: maquinación.
Pero, tal vez, también estemos siendo injustos con la maquinación. Des-maquinar a las máquinas significaría evaluar el concepto maquinación en su justa medida: como un uso, entre tantos posibles, del mundo. Apreciar a la máquina por su crisol de posibilidades, por los mundos y usos que abre, para evitar reducirla a la univocidad de su trasmundo, anclado en lo previsible de una función y en la esencialización de su telos privado.
Pues bien, ¿qué es la Teogonía de Hesíodo sino una maquinación genealógica acerca de la perspicacia y universo míticos, a través de la cual fluye la más profunda lucidez? ¿Qué es la mnemotecnia en Homero, la maquinación destinada a preservar al “Aquiles de anchas espaldas”, a un “Héctor domador de caballos”, a nuestro “Odiseo fecundo en ardides”, sino la perseverancia de un mundo capaz de anudarse y desplegarse en la memoria y en la lengua anónimas de un rápsoda? Y si nos vamos más atrás, a unos orígenes tan hipotéticos como imaginales, ¿qué serían la mano, el desprendimiento del dedo pulgar, el horrendo, hirsuto y bestial rostro del homínido hechizado por el horizonte y la valentía de una posición bípeda, sino una accidental y decisiva cadena de coincidencias entre el cuerpo y su propia maquinación, una incestuosa copulación entre el organi(ci)smo y las causas, entre la mecánica y las consecuencias, entre el terror y el asombro? Quizás nuestra misma idea de naturaleza, con la potencia de su autopoiesis y la obstinación de su legalidad empírica, no sea más que una máquina, la cual, sin agotarse, ostente la virtud de bastarse a sí misma.
La máquina: una cosmología; una máquina inmanente y desencializada, justamente, por no tener afuera. La máquina: un intersticio, esa única posibilidad de afuera que habita en el adentro. En esa inmanencia de la máquina y el cosmos, entre el giratorio ruido que atornilla cada uno de estos engranajes, no sólo seguimos sobreviviendo hoy día; también pensando, asumiendo, rebelándonos, resistiendo desde nuestro lugar sin lugar que es la vida. Persistimos en imaginar un afuera que no existe: porque está aquí dentro.
La máquina no tiene afuera. Entonces, como a ratos lo reconoce estar Sócrates, nos encontramos en aporía: sin salida. Y a un paso de la comedia. La imaginación y el pensamiento respiran entre aquellos recovecos que, colándose al interior de la máquina, la profanan y perforan, pero sin requerir penetrarla. Resistir es imaginar el real punto de fuga de cada instante: la más bella forma de destruir a la máquina es habitándola.
Referencias
Horkheimer M. y Adorno Th. (2009): Dialéctica de la Ilustración. Editorial Trotta, Madrid: España [Traducción: Juna José Sánchez].
Nietzsche, Friederich (2004): El nacimiento de la tragedia. O Grecia y el pesimismo. Alianza Editorial, Madrid: España. [Trad. Andrés Sánchez Pascual]
Imagen principal: Anselm Kiefer, Les Reines De France, 1995

